Annabelle

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Al día siguiente llovió. Por primera vez en lo que parecía una eternidad, Charlie se despertó descansada de verdad. Se quedó un buen rato en la cama escuchando el tranquilizador sonido de las gotas cayendo sobre el tejado. «Hoy —pensó—, hoy iré a ver a Betty».

El cementerio estaba desierto. La lluvia había cesado tan de repente como empezó. Se respiraba un aire limpio y fresco. Charlie iba recorriendo los senderos de grava perfectamente rastrillados mientras leía las inscripciones de las lápidas. Se acordaba de las tumbas por las que se había interesado cuando era pequeña. Se trataba de las pequeñas y blancas cruces infantiles que había junto a la fachada sur de la iglesia, un panteón familiar con un poema de Ferlin:

Ni siquiera un pajarito gris

cantando en una ramita verde

en el más allá existe,

cosa que a mí me parece triste.[4]

Charlie no pudo dejar de quitar, con los dedos, un poco de musgo gris que tapaba la última palabra del poema. Acto seguido, enfiló en dirección al castaño que se hallaba justo pegado al muro que circundaba la iglesia y el cementerio, el lugar donde estaba enterrada Betty Lager.

Se quedó mirando un instante la paloma que decoraba la lápida. Se encontraba cubierta de blanquecinas cagadas de pájaro. Betty no deseaba ninguna paloma, ni lápida, ni palabras que lamentaran su pérdida. Ella quería que esparcieran sus cenizas en «el mar». Y, sin embargo, allí estaban —a pesar de todo— la lápida, la paloma y las fechas de nacimiento y fallecimiento bajo la inscripción «Betty Lager. Siempre en nuestros corazones». ¿Quién era la persona que se había encargado del entierro? Charlie no se acordaba. Lo cierto era que no se acordaba de casi nada de lo que sucedió justo después del fallecimiento de Betty.

Frente a la lápida no había ni flores ni velas, sólo una especie de arbusto, el mismo que tenían todas las tumbas que no eran cuidadas por familiares. Charlie saltó el muro y cogió un gran ramo de lupinos rosas y lilas del prado que había al otro lado. Luego se acercó hasta donde se hallaba el grifo y llenó de agua un jarrón de forma cónica. Tras clavarlo en la tierra, delante de la lápida, se sentó junto a la tumba y dejó que su dedo índice repasara las adornadas letras del nombre de Betty.

«Betty Lager… —se dijo—. Deberías haberme contado toda la verdad. Quizá te habría entendido mejor si lo hubieras hecho». Luego pensó que no era cierto, porque si Betty se lo hubiese contado todo, seguro que las cosas habrían ido a peor. Porque ¿cómo habría podido asimilar una niña que su madre hubiera matado a un niño? Incluso de adulta le resultaba imposible hacerlo.

¿Quién eras, Betty Lager? ¿Quién eras en realidad, Rosa Manner?

Pensó en el motivo de la venganza. ¿Bastaba como explicación? En uno de los recortes hablaban del trágico pasado familiar de las asesinas, de adicciones a drogas y alcohol, de prostitución, de enfermedades, de la traición de la sociedad… Pero todo eso resultaba demasiado simple, creía Charlie. Allí fuera había millones de niños que habían sido traicionados por sus padres y por la sociedad, y no por eso se habían convertido en asesinos. Dentro de Betty tenía que haber existido una oscuridad más profunda. ¿Existe también dentro de mí? Era una pregunta que no podía dejar de hacerse. ¿Soy yo como Betty?

«No —pensó—. No, no, no. Yo no soy Betty Lager. Yo no soy como ella».

Cuando Charlie regresó a Lyckebo unas horas más tarde, Johan estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en la fachada de la casa y tenía los ojos cerrados y dirigidos hacia el sol. No advirtió la llegada de Charlie.

Ella permaneció un rato mirándolo. Contempló sus bronceadas piernas, bajo los pantalones cortos, y su rizado pelo. Se le veía relajado, como si aquélla fuera su casa, como si aquél fuera su florido y salvaje jardín y aquélla su terraza. Ella se le acercó. Johan abrió los ojos, la miró y sonrió.

—Parece que se te da muy bien lo de meterte en las casas de la gente —dijo.

—Perdona si molesto. Es que este lugar… en cierto sentido me tranquiliza.

Charlie se sentó a su lado, en una silla.

—¿Y ahora qué? —le espetó Johan.

Charlie se encogió de hombros, porque no sabía muy bien a qué se refería.

—A lo mejor podemos seguir viéndonos —continuó Johan—. Quiero decir que cuando regresemos a Estocolmo podríamos tomar un café o lo que sea.

—Claro —contestó Charlie—. Podríamos vernos, como los hermanos que deberíamos haber sido.

—Me alegro de que no lo seamos.

Charlie le sonrió pensando que debería corresponderle con un comentario similar, pero quizá resultara exageradamente… previsible.

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