Annabelle

Annabelle


Ese día

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Ese día

Tenía doble clase de historia. Annabelle sintió que se moriría si no salía de allí. Se levantó con sumo cuidado para no molestar y, mirando al profesor, gesticuló con la boca la palabra «baño».

Estando allí recibió un SMS de Rebecka. La mercancía había llegado, le había escrito. Svante esperaba en el aparcamiento que quedaba detrás del gimnasio. ¿Podía ir a recogerla? Las chicas no se hablaban desde que Rebecka le contó lo suyo con William. Se habían limitado a sentarse en clase juntas sin dirigirse la palabra, de modo que ese mensaje parecía ser, más que nada, un primer intento de restablecer el contacto, sobre todo considerando que Rebecka no era precisamente de ésas a las que les daría corte abandonar una clase para ocuparse de una cosa tan importante como aquélla.

Annabelle suspiró y respondió con un «OK». Lo último que deseaba ahora era ver a Svante, pero lo cierto era que necesitaban el alcohol. En su caso, no sólo necesitaba esas botellas, sino también a su mejor amiga.

Fue hasta el aparcamiento. El BMW naranja estaba allí esperando con la música a toda pastilla. Svante le mostró una sonrisa a través de la ventanilla, ya bajada.

—¡Cuánto tiempo!

Ella asintió.

—Bonita camiseta —comentó con una burlona sonrisa.

Annabelle se miró la camiseta con la que había dormido y le dijo que cortara el rollo.

—Es que todo te sienta genial —continuó Svante.

Annabelle pensó que él era la única persona del mundo que podía hacer que un piropo sonara a insulto.

—¿Tienes las botellas?

—¿Ni siquiera me vas a dar las gracias?

—Pues gracias. ¿Tienes las botellas, por favor?

—Me refería a lo de que todo te sienta genial.

—Tengo un poco de prisa. Estoy en clase.

—Se me olvidaba que eras una estudiante ejemplar.

—Es que una quiere labrarse un buen futuro.

Svante le contestó que no se preocupara por eso. Que él le buscaría un trabajo en la fábrica en cuanto se graduara; o antes, incluso, si así lo deseaba.

—Muy bien —dijo Annabelle, porque no quería poner a Svante de mal humor con algún comentario como que no pensaba destrozarse los brazos trabajando en una fábrica.

Svante se inclinó sobre el asiento del copiloto.

—Aquí tienes —dijo al tiempo que le entregaba una bolsa cuyo contenido tintineaba.

Justo cuando ella fue a cogerla, Svante la retiró.

—¿Qué haces? —se sorprendió Annabelle.

—Rebecka no me ha pagado.

—Ya te pagaremos.

—También me contento con un beso. —Svante mostró una amplia sonrisa burlona—. ¿Qué? —dijo cuando ella negó con la cabeza—. ¿Tú sabes cuánto costaría todo esto si lo compraras en Systembolaget?

—Prefiero pagártelo con dinero.

—Oye, Bella: si yo fuera tú, tendría mucho pero que mucho cuidado —le advirtió dejando la bolsa con las botellas en el asiento del copiloto.

—Ninguno de mis padres trabaja con el tuyo —dijo Annabelle—, así que a mí no me puedes amenazar. Yo no dependo de ti.

—Claro que dependes de mí. Más de lo que crees.

—Te equivocas. —Annabelle se dio la vuelta y echó a andar.

—Entonces ¿no las quieres? —lo oyó gritar a sus espaldas—. Joder, tía, Rebecka ya me ha pagado. Sólo te estaba tomando un poco el pelo.

Annabelle no se molestó en contestar.

—¿Las has dejado en el sitio de siempre? —le susurró Rebecka cuando Annabelle se volvió a sentar junto a ella en el pupitre contiguo—. Las has guardado en la taquilla, ¿no?

—No las tengo.

—¿Qué coño estás diciendo?

—Está mal de la cabeza. No he cogido la bolsa.

—¡Pero si se las he pagado! —Rebecka se quedó mirándola airadamente.

—Ya lo solucionaré.

—¿Cómo?

—No lo sé, pero ya lo solucionaré.

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