Annabelle

Annabelle


Ese día

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Ese día

Por fin había terminado la jornada escolar. ¿Cómo había podido aguantar? Annabelle atajó por el prado mientras pensaba en unas líneas que acababa de leer en Jane Eyre: «La razón se sienta firmemente en la silla y lleva las riendas, y no dejará que los sentimientos se desboquen y la arrojen al abismo».

Demasiado tarde, constató. Los sentimientos ya lo habían arrastrado todo. Y ella se precipitaba al abismo. Pero esta noche intentaría pensar en otras cosas. Se arrepentía de haberle prometido a Rebecka que se lo contaría todo, porque lo único que deseaba ahora era olvidar.

Ya casi estaba en casa cuando se acordó de que tenía que conseguir alcohol. Rebecka se volvería loca si se presentaba sin nada que beber. Por un momento pensó en llamar a Svante y pedirle perdón; él vendría enseguida y le solucionaría el problema. Se detuvo, cogió el móvil y buscó el número de Svante, pero no tardó en desechar la idea. No merecía la pena, pensó.

Dio media vuelta y echó a andar en dirección al pueblo. No tenía dinero, pero confiaba en que las cosas se arreglaran. Pensó en que ésa era la primera vez que iba a Valls desde que estuvo allí con Él. Se arrepentía de haberlo llevado allí: ahora ese lugar también estaría relacionado con su historia. ¿Por qué no habrían seguido viéndose al aire libre? Demasiado arriesgado, según él. Tan sólo era una cuestión de tiempo que los descubrieran. Después de aquel día en el que ella se presentó en su casa sin avisar y los chicos los pillaron en el sofá del salón, él se volvió más cauteloso. Las últimas veces había ido a buscarla en coche. Se habían alejado del pueblo adentrándose en el bosque por sinuosas carreteras. Luego había apagado el motor y reclinado el asiento hacia atrás. Hasta que un día ella lo llevó a la vieja tienda. Era un día de entre semana por la tarde y estaba casi segura de que nadie los molestaría. Él no conocía el lugar.

Cuando ella abrió la puerta, él dudó. Le resultó raro, pensó, entrar así, sin más, en una casa ajena. Annabelle tuvo que explicarle, otra vez, que Valls no tenía propietario, que nadie los denunciaría.

Se detuvo junto a la escalera de la entrada para leer los textos de la pared. Quería escribir algo bonito, dijo. Para compensar el número de esvásticas y palabrotas.

Ella sacó un bolígrafo del bolso y se lo ofreció. «Escribe algo —dijo—. Escríbeme un poema».

Él cogió el boli y empezó a escribir. Cuando terminó dejó que lo leyera. ¿Le gustaba?

Annabelle dijo que no porque ya sabía cómo terminaba. Y no le gustaban los finales trágicos.

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