Annabelle

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Nora se había vuelto a dormir. Respiraba tan silenciosamente que Fredrik tuvo que inclinarse sobre ella para comprobar si respiraba. El suelo de madera crujió bajo sus pies cuando, con sumo sigilo, salió al pasillo y bajó la escalera.

Las últimas dos noches había estado atormentándose con los vídeos de Annabelle. Había empezado viendo las movidas imágenes del parto y de ese bulto arrugado con ojos negros que descansaba sobre el pecho de Nora. Luego, el primer cumpleaños: Annabelle con un vestido rojo y con un pasador que le sujetaba el flequillo, algunos amigos, a los que ya no veían, alrededor de la mesa, y las risas de todos cuando Annabelle metió sus gorditas manos en la tarta. Después, un salto en el tiempo de unos cuantos años: Annabelle tumbada en la cama sonriendo.

«¿Qué has hecho hoy, cariño?».

Y la carita de la niña se ilumina.

«¡Chuches!».

«Sí, has comido chuches. ¿Te han gustado?».

Enérgicos asentimientos de cabeza.

«Pero no le diremos nada a mamá».

«No, nada a mamá».

Fin de la cinta. Fredrik se levantó y se sirvió un buen vaso de whisky antes de introducir el siguiente vídeo en la cámara, que estaba conectada al televisor. «Verano 2004» ponía en la carátula. En imagen apareció un primer plano de la mano de una niña.

«Parece el ojo de un pájaro, papá. ¿Ves cómo mi mano parece un pájaro?».

«Sí, cariño, lo veo. Pero ¿no ibas a bañarte? ¿No querías que te grabara cuando te tiraras al agua desde el embarcadero?».

«Tengo frío. ¿Puedes calentarme?».

«Sí, ven».

La cámara graba la arena.

«Te quiero, papá».

Fredrik paró la cinta, la rebobinó y le dio al play. Lo repitió una y otra vez.

«Te quiero, papá».

—Vuelve a casa —susurró con las lágrimas resbalándole por las mejillas—. Vuelve a casa ya.

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