Annabelle

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Eran casi las once cuando Charlie dejó la comisaría para dirigirse al motel. Anders se iba a quedar un rato más para transcribir el interrogatorio. A Svante, pese a las intensas protestas de su padre, lo habían enviado a Mariestad, donde estaría en prisión preventiva y lo seguirían interrogando al día siguiente. Habían decidido volver a tomarles declaración a todos los jóvenes presentes en la vieja tienda la noche de los hechos. Existía el riesgo de que se hubieran callado cosas que sabían, de que Svante los hubiera manipulado o amenazado.

Sonó el teléfono. En la pantalla apareció la ya familiar H. ¿Sería Hugo o su mujer? Charlie rechazó la llamada. Acto seguido, le llegó un SMS: Tengo que hablar contigo. Es importante. Volvió a sonar el teléfono. Y entonces Charlie pensó que quizá fuera mejor cogerlo y ponerle fin a aquello de una vez por todas.

—Sí… —contestó.

—¿Puedes hablar? —preguntó Hugo.

—La cuestión es más bien si tú puedes hablar.

—Necesito hablar contigo, Charlie.

—Que sea rápido —dijo ella—; tenemos mucho trabajo.

—¿Cómo lo lleváis?

—No muy bien, pero seguro que no me llamas para hablar del caso, ¿a que no?

—No. ¿Estás sola?

—Sí.

—No sé si has escuchado el mensaje que te dejé. Es por Anna, me ha…, me ha mirado el móvil y ha encontrado nuestros SMS.

—Ya lo sé —dijo Charlie—. Me ha llamado.

—¿En serio?

—Sí, y me ha soltado un montón de cosas muy agradables.

—Está loca de remate —concluyó Hugo—. Dice que me va a dejar y que…

Charlie deseó decirle que eso sonaba más a lógica que a locura. No acababa de entender por qué la había llamado. ¿Qué era lo que realmente quería? ¿Que lo consolara?

—Le he dicho que sólo se trata de una aventura —continuó Hugo—, pero no me cree.

—Qué raro. —Charlie no pudo evitar responderle con ironía pensando en el contenido de los mensajes que ambos se habían enviado. No daban lugar a malentendidos—. Hugo —prosiguió—, ¿por qué me vienes ahora con esto?

—No lo sé, supongo que he pensado que a lo mejor tú podrías hablar con ella, pero si ya habéis hablado…

Permanecieron callados un momento.

—¿No decías que ya estabas harto? —acabó preguntándole Charlie—. Pues ya tienes lo que querías, ¿no?

—No estoy harto. Yo amo a mi mujer. Creía que te había quedado claro.

Charlie se sorprendió de la calma que transmitió su voz cuando le contestó que ésa no era, precisamente, la interpretación que ella hizo en su momento, pero que seguro que lo había malinterpretado.

Hugo se encontraba, a todas luces, demasiado alterado como para captar la ironía, porque sólo le dijo que sí, que lo había malinterpretado. Lo que ellos tenían… era… era únicamente una pasión pasajera. Él no quería a nadie más que a su mujer.

—Pues muy bien —zanjó Charlie—. Espero, entonces, que resolváis las cosas entre vosotros.

Estuvo a punto de mandar el teléfono a la mierda pero se contentó con colgar.

Era como si su cerebro se hallara sobrecalentado por el cúmulo de impresiones. La arrogante sonrisa burlona de Svante Linder, el vídeo de éste y Annabelle reproduciéndose en bucle en su cabeza…; y en medio de todo eso, por si fuera poco, tener que representar el papel de «la otra». Ya basta, pensó. Antes muerta que convertirse en una mujer igual que la esposa de Hugo… Todo lo que en su día sintió por él se esfumó en el acto. Pero, entonces, ¿qué era eso que palpitaba dentro de ella si no era envidia? «No quiero que él sea feliz —se dijo—. Soy vengativa, una mala persona». Y, acto seguido, acudieron a su mente todas las cosas que la gente podía hacer por venganza, todo lo que había visto debido a su trabajo: rostros femeninos destrozados por ácido, cuerpos molidos a palos y abandonados en fosas… Fuera como fuese, siempre había gente peor. El mundo estaba lleno de perturbados.

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