Annabelle

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Esa noche

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Esa noche

Annabelle oyó cómo Isak gritaba tras ella.

—¿No te he dicho que te vayas a la mierda? —le gritó también ella sin darse la vuelta—. ¿No te he dicho que me dejes en paz?

—¡Quiero acompañarte a casa! —insistió Isak—. Creo que es mejor que vayas a tu casa.

—¡Pues no voy a ir! ¡Lárgate de una vez!

Y, aun así, ella esperaba que él la siguiera, que la volviera a coger entre sus brazos, que le dijera que la quería, que todo iría bien. Pero cuando se giró, él ya no estaba.

Permaneció quieta un buen rato pensando en qué hacer. A casa no podía ir, eso estaba claro. Así que, en lugar de continuar por el camino de grava, bajó hacia el puente. Al llegar allí se detuvo en medio de él y, tras apoyarse en la barandilla, miró la negra corriente de agua.

Las compuertas debían de hallarse abiertas de par en par, constató, porque el agua se arremolinaba bajo sus pies y avanzaba con violencia. De repente, sintió un enorme deseo de subirse a la barandilla. Se levantó el vestido y en un santiamén pasó al otro lado. Su pelo ondeaba al viento mientras la cabeza le daba vueltas. «Si te mareas —solía aconsejarle su padre—, si te mareas debes fijarte en un punto concreto». Y entonces bajó la mirada e intentó encontrar un punto fijo entre los remolinos de agua. Pero allí todo se movía.

Fue en el momento en que quiso volver al otro lado cuando se cayó; un pequeño paso en falso y… Un instante después flotaba libremente por el aire.

«¿Estoy volando?», tuvo tiempo de pensar antes de que su cuerpo fracturara la superficie del agua y fuera engullido por las profundidades.

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