Annabelle

Annabelle


Esa noche

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Esa noche

—¡Anda, mira quién está aquí! —exclamó Rebecka cuando Annabelle entró en el salón. Tenía la tele puesta a un volumen tan alto que no le quedó más remedio que gritar—. Pero ¿qué coño te pasa?

Rebecka alargó la mano para coger el mando y puso el volumen a cero.

—¿Por qué? —dijo Annabelle.

—¡Vaya cara! Ni que hubieras visto un fantasma…

Pues quizá sea así, pensó Annabelle. Se topó con la acuosa mirada de Rebecka y se dio cuenta de que, en ese momento, no tenía mucho sentido hablar con ella de algo serio. Esperaría al día siguiente.

—Yo ya he empezado. —Rebecka alzó su vaso y lo dirigió a modo de brindis hacia Annabelle.

—Ya lo veo —contestó Annabelle mientras contemplaba la mesa que había junto al sofá: el cenicero a rebosar de colillas, la Fanta, el vodka…—. ¿De dónde has sacado el alcohol?

—Del mueble bar —le aclaró Rebecka—. Me debes una si mi vieja lo descubre. No entiendo cómo has sido capaz de mandar a la mierda el trato con Svante. Sabes que ya le había pagado, ¿no? Trescientas coronas.

—Imagino que te las devolverá. De todos modos, el problema ya está resuelto. —Levantó la bolsa haciendo sonar las botellas.

—¿A quién se las has comprado?

—Nunca revelo el nombre de un proveedor.

Rebecka suspiró y dijo que estaba hasta el moño de tanto secretismo. Hasta el mismísimo moño. De repente, había pasado de contárselo todo a guardar secretos. No entendía de qué servía tener una amiga —su mejor amiga— que se cerraba como una maldita ostra.

Annabelle empezó a sacar el alcohol de la bolsa. Rebecka soltó un silbido al ver la botella de licor de regaliz.

—Acabas de delatar a tu proveedor —le soltó con una sonrisa.

—¿Qué estás viendo? —Annabelle se sentó en el sofá, junto a Rebecka. Frente a ellas, en la silenciosa pantalla del televisor, se sucedían una serie de asquerosas escenas, imágenes de un cadáver grande e hinchado.

—Es Seven. Me la recomendó mi madre. Le pregunté cuál era la película que más miedo le había dado, y me dijo que ésta. Acabo de verla entera, pero la he empezado otra vez porque no sé qué es lo que le dio tanto miedo. Va de los siete pecados capitales. Ese gordo, por ejemplo —Rebecka señaló la pantalla—, es culpable de cometer el pecado de la…

—¿Gula?

—Eso es. Se me había olvidado que tengo conmigo a toda una experta en la Biblia. Oye, tía, qué fuerte que estés yendo a la iglesia. Vas por él, ¿a que sí? No es por Dios, ni por las señoras, ni por las charlas bíblicas. Dime la verdad, Bella. El pastor te pone cachonda.

—¡Corta el rollo! —le pidió Annabelle—. Ya me lo has preguntado mil veces. Hannes nunca… Que no se te olvide que es pastor.

—Los pastores son los peores —respondió Rebecka—. Los pastores, los polis y los trabajadores sociales. Nunca te fíes de la gente que tiene esas profesiones. ¿Me juras que no es él?

—Te lo juro.

—¿Por la Biblia?

—Por la Biblia.

—Entonces ¿quién es? Joder, ya he nombrado a casi todos los hombres de este puto pueblo…

Annabelle permaneció callada esperando a que Rebecka terminara. A Rebecka le costaba trabajo hablar de un mismo tema durante mucho tiempo, especialmente si había bebido. Annabelle había pensado contárselo todo esa noche, hablarle de Él, del niño, de todo, pero ahora… Hablar ahora de eso sería una catástrofe.

—Ahora viene la avaricia —dijo Rebecka mirando la televisión—. Joder, creo que es mejor que me vuelva religiosa yo también; y pronto, porque veo que he cometido todos los putos pecados capitales.

—¿Y quién no? —preguntó Annabelle—. Por cierto, ¿tienes un pitillo?

—Se me han acabado. Mira en las provisiones de mi madre, en el armario que hay por encima de la campana de la cocina. Y coge un paquete entero. Así no se enterará.

Annabelle volvió con un paquete de Prince y se sentó de nuevo en el sofá. Tomó un trago de la copa que Rebecka le había preparado con el alcohol que ella misma había traído. Estaba tremendamente cargada. Al terminar la segunda copa empezó a experimentar la familiar sensación de que los brazos le pesaban. Se reclinó en el sofá.

—Oye, pero que no se te ocurra quedarte frita, ¿eh? —le advirtió Rebecka—. Esta noche va a haber una pasada de fiesta. Ya están todos allí.

—¿Quiénes?

—Los de siempre. William también viene.

—¡Mira qué bien! —dijo Annabelle.

—No estás cabreada, ¿verdad?

Annabelle negó con la cabeza. No, no estaba cabreada. Era tan sólo que no le apetecía nada verlo. Ni a él ni a Svante.

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