Annabelle

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El teléfono vibró. Charlie contestó.

Era Johan.

—¿Todo bien? —preguntó ante el silencio de Charlie—. ¿Qué tal estás?

—Un poco cansada —respondió ella. Miró el reloj y vio que eran las nueve, que la noche se había convertido en mañana, en un nuevo día. Había debido de tumbarse en el sofá de la cocina y quedarse dormida.

—¿Puedo entrar? Estoy aquí, junto a la valla.

—No creo que sea un buen momento —contestó Charlie.

Johan era una de esas personas que no entendía el significado de la palabra «no», Charlie lo comprendió en el preciso instante en que llamó a la puerta. Le dio pereza levantarse del sofá, por lo que esperaba haber echado el cerrojo.

Evidentemente, no lo había hecho, porque unos segundos después Johan se le presentó en la cocina. Lo vio pasear la mirada por el caos que reinaba a su alrededor: los recortes, los cuadernos, los sobres, las botellas, el cenicero…

—¿Qué quieres? —preguntó Charlie.

—No sé. Es que me ha dado la sensación de que no te encontrabas muy bien.

—Pues has acertado. Pero mucho me temo que no vas a poder ayudarme.

—¿Tiene algo que ver con todo esto? —Johan señaló lo que Charlie tenía sobre la mesa.

Ella asintió.

—¿Se puede leer?

—Claro. ¿Te importa si me echo un rato? Creo que necesito dormir un poco más.

—Muy bien.

Charlie se dirigió a su habitación y se metió en la cama. Pensó en todas las noches que había pasado acostada en ella intentando entender a Betty. ¿Era ésa la respuesta al misterio de la bebida, de su parte oscura, de su silencio sobre el pasado? No, constató; ese nuevo y repugnante conocimiento no era más que la base de un «por qué» aún más grande. «¿Por qué lo hiciste, mamá?».

Las imágenes del pequeño niño asesinado la acompañaron a lo largo de un inquieto y sudoroso sueño.

Cuando se despertó ignoraba si había dormido diez minutos o diez horas, si era de día o de noche.

Johan seguía en la cocina.

—¿Qué hora es? —le preguntó ella.

—Las cuatro.

—¿De la tarde?

—Sí.

—Veo que los has leído —dijo Charlie señalando con la cabeza los recortes de periódico.

—Sí, pero me ha llevado un rato entender de qué iba.

—Yo aún no sé si lo he entendido, ni siquiera sé si quiero hacerlo.

—¿Lo sabías? Quiero decir… ¿Sabías, para empezar, que tu madre y Nora se conocían?

—No, no sabía nada.

—Es una historia terrible, muy jodida.

—Si escribes algo sobre esto en tu maldito periódico, te mato.

—¿Qué piensas de mí?

—No te conozco —respondió Charlie. Y tras mirar los papeles y cuadernos que había encima de la mesa sintió un repentino deseo de quemarlo todo y olvidar que lo había leído.

—¿Crees que puede tener algo que ver con la desaparición? —Johan la miró.

—No lo sé.

—¿No has hablado con tus colegas?

—Todavía no.

—No entiendo cómo fueron capaces —se lamentó Johan—. No entiendo que se le pueda hacer eso a un niño pequeño.

—Supongo —dijo Charlie— que no estaban muy bien de la cabeza.

—Según el diario, fue tu madre quien tomó la iniciativa.

—Sí, pero ¿cómo saber si eso es verdad? La que escribió el diario es Nora… De todos modos, qué más da; igual de malo es quedarse observando sin hacer nada, ¿no?

—No, no tanto como estrangular a un niño de dos años —repuso Johan—. No hay nada peor que eso. Es como si yo dijera que tú ahogaste a mi padre por no salvarle. Perdón —se apresuró a añadir al ver la mirada de Charlie—, no era mi intención decir que… No, no es lo mismo, realmente no tiene nada que ver…

—Creo que ya va siendo hora de que te vayas.

—Perdóname —pidió Johan de nuevo—. Es que es tan difícil de entender… De verdad que no quería decir que…

—Tranquilo, no pasa nada, pero ahora prefiero estar sola.

Johan se levantó. Sin embargo, en lugar de marcharse abrió la ventana y encendió un cigarrillo. Le dio unas intensas caladas mientras contemplaba el jardín.

Charlie pensó que quizá ahora él sintiera gratitud por no tener que haber vivido con su padre, por no haberse tenido que criar entre esa gente tan loca. ¿Qué más daba que el jardín fuera grande, que el lago estuviera cerca y que el bosque fuera de una encantadora belleza? ¿Qué más daba todo cuando la mujer que hubiera sido su madrastra era…? Eso, ¿qué era realmente?

Charlie también se acercó a la ventana. Sin pronunciar palabra, Johan le encendió un cigarrillo y se lo ofreció.

—El bebé, el feto que murió en la barriga tras la paliza… —dijo Charlie—. ¿Has entendido ya quién le hizo eso a mi abuela?

Johan negó con la cabeza. No, ese punto no le había quedado muy claro.

—El padre —respondió Charlie—, el padre del niño de dos años.

Johan frunció el ceño y permaneció callado tanto tiempo que Charlie se sintió obligada a aclarárselo más.

—Fue él quien le dio la paliza a mi abuela. Ocurrió antes de…

—¿Así que fue una venganza? —Johan la observó inquisitivo.

—No sé lo que fue. Un accidente, espero.

—Si fue el padre del niño el que lo hizo, creo que la explicación de la venganza es la más probable, ¿no? —arguyó Johan.

—Podrían haber sido las dos cosas. Una venganza que, en un principio, no tenía tan malas intenciones, una venganza que se le fue de las manos y acabó mal.

—Supongo que nunca lo sabremos —se lamentó Johan.

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