Anna

Anna


Primera parte. La Finca de la Morera » 2

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Anna Salemi había nacido en Palermo el 12 de marzo de 2007. Era hija de Maria Grazia Zanchetta y de Franco Salemi.

Los padres se habían conocido en el verano de 2005. Él tenía veintiún años y trabajaba de taxista para la Elite Car, la compañía de su padre. Ella tenía veintitrés y estudiaba letras clásicas en la Universidad de Palermo.

Se vieron en el ferry que los llevaba a las islas Eolias, y durante la travesía se buscaron con la mirada entre la multitud de turistas que se apiñaban en cubierta. Desembarcaron en Lipari. Cada uno con su grupo.

Al día siguiente volvieron a verse en la playa de Papisca.

Los amigos de Maria Grazia fumaban porros, leían libros y hablaban de política.

Los de Franco, todos chicos, jugaban al fútbol, se desafiaban con las palas en la orilla del mar y lucían los músculos que habían trabajado en el gimnasio durante el invierno.

Franco la abordó más bien torpemente. Hacía como que lanzaba por error la pelota cada vez más cerca de aquella chica guapa que tomaba el sol desnuda.

Al final Maria Grazia le dijo:

—Deja ya la pelotita. ¿Quieres conocerme? Pues ven y preséntate.

Él la invitó a una pizza. Ella se emborrachó, se lo llevó al baño de la pizzería e hicieron el amor.

—Ya sé que somos muy distintos, pero los diferentes se complementan —le dijo Maria Grazia a una amiga que se extrañó de que le gustase aquel chulo hortera.

En Palermo siguieron viéndose y al año siguiente ella se quedó embarazada.

Franco vivía con sus padres. Maria Grazia compartía una habitación en un piso de estudiantes y por las noches trabajaba en una vinatería de la plaza de Sant’Oliva.

La familia Zanchetta era de Bassano del Grappa, el padre dirigía una pequeña empresa de aparatos de alta fidelidad y la madre era maestra de escuela. A la hija le gustaba el calor, el mar, Sicilia y el carácter de los sicilianos. Cuando acabó el instituto decidió irse a vivir a la isla en contra de la voluntad de sus padres.

Maria Grazia no quiso abortar. Le explicó a Franco que era libre de elegir, podía reconocer al niño, pero si no lo hacía, ella sería madre soltera, no importaba.

Franco pidió su mano porque es lo que hacen los hombres responsables.

Seis meses después, en el Ayuntamiento de Castellammare, el pueblo de la familia Salemi, se celebró la boda. Los señores Zanchetta creían que su hija merecía algo mejor que aquel taxista paleto y no acudieron a la ceremonia.

No hubo viaje de bodas. La pareja se trasladó al centro de Palermo, a un piso de la tercera planta de un viejo edificio próximo al teatro Politeama.

El señor Salemi descubrió que tenía problemas cardíacos y se jubiló, dejándole al hijo toda la gestión de la Elite Car.

Dos meses después, en una piscina hinchable llena de agua tibia, vino al mundo Anna, una niña de tez oscura como el padre y con los rasgos de la madre.

—He dado a luz a Anna aceptando el dolor. Porque las mujeres son capaces de parir en la tranquilidad de su casa. —Esto decía Maria Grazia a quien le preguntaba por qué había dado a luz de aquel modo.

La familia Salemi no soportaba a la nuera. La llamaban «la loca». ¿Cómo llamar a una mujer que pare como los monos y fuma droga?

En los dos años siguientes, Maria Grazia, además de ocuparse de la niña, terminó la carrera y entró a trabajar en el instituto de suplente de italiano y latín. En ese tiempo, Franco había ampliado la Elite Car comprando más coches y contratando a más taxistas.

La pareja se veía poco. Él volvía destrozado por la noche con paquetes de comida preparada y se desplomaba en la cama. Ella enseñaba de día, y por la noche, en su despacho lleno de libros, mecía a la niña y leía tratados de psicología, ecología y emancipación de la mujer. Empezó a escribir cuentos que esperaba publicar.

A veces se peleaban, pero en general respetaban los intereses del otro, aunque no los entendieran.

Poco a poco, las mismas diferencias que les habían llevado a buscarse se convirtieron en una grieta que cada vez los separaba más. Sin decírselo, dejaron que esa grieta se hiciera más grande, sabiendo que ninguno de los dos sería capaz de cerrarla.

Cuando la anciana abuela de Franco murió, le dejó un caserío en Castellammare. Él quería venderlo, pero Maria Grazia estaba cansada de vivir en la ciudad, en medio de la contaminación y del ruido. Anna se criaría mejor en la naturaleza. Pero Franco no podía mudarse, su trabajo estaba en Palermo.

—¿Y qué problema hay? Vienes los fines de semana y yo te prometo que aprenderé a cocinar mejor que tu madre —le dijo ella.

Pidieron un préstamo bancario y restauraron el caserío. Pusieron cristales térmicos, calefacción y tejado nuevo. Maria Grazia sembró un gran huerto ecológico, para que su hija, decía, comiera verduras sin porquerías químicas. Empezó a dar clases en un instituto de Castellammare.

Al año de ir y venir entre la ciudad y el campo, Franco se enamoró de la estanquera de enfrente de la Elite Car. Una noche, hallando valor en el vino, se lo confesó a su mujer.

Maria Grazia le dio un fuerte abrazo:

—Me alegro por ti. Lo importante es que sigas siendo un buen padre y vengas a ver a tu hija todos los fines de semana, como hasta ahora.

Desde aquel momento la relación entre los dos floreció como los calabacines del huerto. Ella le dio a leer Mujeres que corren con los lobos y él la llevó a Marsala a ver la exhibición de la patrulla acrobática nacional.

Como consecuencia de un único, achispado arranque de pasión, Maria Grazia quedó otra vez embarazada. Nació un varón. Lo llamaron Astor, en honor del gran músico de tango argentino. Franco siguió yendo y viniendo de Palermo y saliendo con la estanquera.

Quizá con el tiempo habrían vuelto a unirse. Pero de Bélgica vino el virus y esta familia, junto con millones más, fue borrada del mapa.

Cuando Franco y Maria Grazia murieron, dejaron solos a Anna, de nueve años, y a Astor, de cuatro.

El tejado del caserío estaba cubierto de hojas secas y ramas. En la entrada había un pórtico de pilares blancos. En el piso de arriba, dos ventanas con las persianas descoloridas daban a sendos balcones. En medio de la fachada, en un nicho enjalbegado, había una estatuilla de la Virgen envuelta en una mata de alcaparras. El revoco rosa se había desconchado y el canalón roto había manchado las paredes de chorreones verdes. La parra virgen, en sólo cuatro años, había cubierto un lado de la casa, y la gran morera de tronco nudoso había extendido su copa por encima del tejado como si quisiera protegerlo.

Anna abrió la verja, la cerró tras de sí y avanzó por una senda hasta una explanada de tierra. El huerto, a la izquierda, se había convertido en un ortigal. Al otro lado había un largo banco de madera que asomaba entre los hierbajos y, delante del banco, el chasis de un Mercedes negro y una fila de bidones oxidados en los que Anna recogía el agua de lluvia. Arrodillado junto al automóvil, había un niño desnudo y sucio. Con un rastrillo golpeaba el terreno duro. Llevaba un casco de ciclista del que sobresalían mechones de pelo negro.

Cuando vio a su hermano, la chica sintió que se liberaba del peso que le oprimía el pecho.

—¡Astor!

El niño se volvió, sonrió enseñando una fila de dientes desordenados y siguió cavando.

Anna se sentó a su lado, agotada.

Él le vio las rodillas magulladas y las piernas arañadas.

—¿Ha sido un monstruo de humo?

—Sí.

—¿Y cómo era?

—Malo.

—¿Le has vencido?

—Sí.

Astor abrió los brazos.

—¿Era grande?

—Como una montaña.

El niño señaló el hoyo que estaba haciendo.

—Es una trampa. Para atrapar rinocerontes y ratones.

—Buena idea. ¿Tienes hambre?

El hermanito se desentumeció la espalda. Era delgado, tenía las piernas largas, el estómago hinchado, el pecho plano, unos pezones que parecían lentejas, la cara afilada y unos ojos azules enormes que se posaban en el mundo con la rapidez con que las abejas se posan en el néctar.

—No mucha.

Se cogió la pilila y se la estiró como si fuera un elástico.

La hermana le dio un empujón.

—Déjate eso.

—¿Qué?

—Ya lo sabes.

Astor estaba obsesionado con su pilila. Una vez se la envolvió con cinta adhesiva y fue una tortura despegársela.

Anna se quitó la mochila.

—¿Y por qué no tienes hambre?

—¿Has encontrado algo bueno?

Anna hizo señas de que sí, le puso la mano en el hombro y se encaminaron a la casa.

El precioso salón con techo abovedado que Maria Grazia Zanchetta había decorado con muebles rústicos y alfombras persas era un basurero. Las ventanas estaban tapadas con cartones y en la penumbra se entreveían montañas de botellas, latas, libros, juguetes, impresoras, periódicos, bicicletas, teléfonos móviles, bustos, ropa, radios, maderos, pelucas y colchones.

En la cocina, la luz que se filtraba por las ventanas proyectaba franjas luminosas sobre nubes de moscas que se comían los restos de latas de atún y de carne. Por los ladrillos pringosos del suelo corrían cucarachas y hormigas. La mesa de mármol estaba cubierta de botellas de agua, Coca-Cola y Fanta.

Anna dio un largo trago.

—Estaba muerta de sed.

Astor metió las narices en la mochila.

—¿Traes pilas?

—No.

Las pilas eran algo muy valioso y difícil de encontrar. Casi todas estaban gastadas. La chiquilla tenía guardadas unas cuantas para la linterna, y si Astor las encontraba las gastaría escuchando música.

Anna sacó una lata de judías.

—¿Quieres?

El niño dijo que no con el dedo.

La chica enarcó una ceja, sospechando algo.

—¿Qué has comido?

—Nada. Tengo escalofríos.

Le puso la mano en la frente.

—Estás ardiendo. —No podía ser la Roja, aún era muy pequeño, pero no dejaba de ser preocupante—. Ponte algo.

—No quiero.

—Vístete. —Sacó de la mochila un grueso tubo blanco—. Si no, te quedas sin regalo.

—¿Qué es?

—Venga.

El niño empezó a saltar tratando de coger el tubo.

—¡Venga! —Anna salió de la casa, se sentó en el banco y con un cuchillo abrió las judías.

Dos minutos después apareció Astor con un plumífero sucio que le llegaba a las rodillas.

—¿Y el regalo?

Anna se lo dio.

—Creo que te gusta.

El niño observó el tubo con curiosidad, lo destapó y empezó a chupar.

Anna se lo arrebató de la mano y de un empujón tiró a su hermano al suelo.

—¿Qué te he dicho mil veces? —El niño trató de levantarse, pero su hermana le puso un pie en el pecho y se lo impidió—. ¿Qué te he dicho?

—Que tengo que leer y oler antes de llevarme nada a la boca.

—¿Y bien?

Astor le cogió el pie y trató de liberarse.

—Has dicho que me gusta. Pues será bueno.

—No importa. Siempre debes leer. —Le devolvió el tubo—. A ver.

El niño resopló, frotándose un ojo.

—Ne… Nes… Nest… —Se interrumpió y señaló una letra—. ¿Esto qué es?

—El acento.

—¿Y para qué sirve?

—Para nada.

—Nestle. Le… leche… co… con… den… condensada.

Astor siguió chupando en silencio, con una mano en el oído.

Anna pasó la tarde dormitando en el banco de la explanada. Los golpes que había recibido en la pelea con el perro empezaban a dejarse sentir. En la cadera que se había golpeado contra el coche se había formado un moratón y los nudillos se le habían hinchado.

Astor estaba a su lado, tapado con una manta. Le tocó la frente. Ardía.

La chiquilla entró en la casa, cogió la linterna, subió las escaleras, avanzó por el pasillo y llegó a una puerta cerrada. Se descalzó, encendió la linterna, se sacó del bolsillo una llave y abrió la cerradura.

El haz de luz alumbró una alfombra a cuadros de colores y una mesa cubierta de polvo en la que había un ordenador portátil. Las paredes estaban llenas de dibujos infantiles. Casas, animales, flores, montañas, ríos y un enorme sol rojo. La luz se posó en una mesita de madera oscura, en una pila de libros, en una radio despertador, en una lámpara de noche y por último en una cama de matrimonio con el cabezal de latón. Sobre la colcha roja y azul había un esqueleto con los brazos cruzados. Los doscientos seis huesos que lo formaban, desde las falanges de los pies al cráneo, estaban decorados con finísimos dibujos geométricos hechos con rotulador negro. En la frente y en los pómulos había anillos y pendientes, y en las órbitas nidos de gorrión con huevos moteados de manchitas. Las vértebras del cuello y las costillas estaban rodeadas de collares de perlas, amatistas y piedras de colores y de cadenitas de oro. En los pies, hecho un ovillo, había un esqueleto de gato.

Anna se sentó a la mesa, dejó la linterna al lado y abrió un cuaderno gastado. En la cubierta dura y marrón se leía: LAS COSAS IMPORTANTES.

Leyó en voz baja la primera página, escrita con una letra redonda y precisa:

Queridos hijos míos: Os quiero mucho. Dentro de poco vuestra mamá se irá y tendréis que arreglaros solos. Sois listos y valientes y estoy segura de que podréis hacerlo.

En este cuaderno os dejo una serie de indicaciones que os ayudarán a hacer frente a la vida y a los peligros. Guardadlo bien y siempre que tengáis una duda abridlo y leed. Anna, tienes que enseñar a leer a Astor para que pueda consultarlo también. Veréis que algunos de los consejos no os servirán en el mundo en el que viviréis. Las reglas cambiarán y yo sólo puedo imaginarlas. Tendréis que corregirlas vosotros y aprender de los errores. Lo importante es que uséis la cabeza.

Mamá se muere por culpa de un virus que se ha propagado por todo el mundo.

Esto es lo que sé del virus y os lo digo tal cual, sin mentiras. Porque no os las merecéis.

EL VIRUS

1) Todos tenemos el virus. Hombres y mujeres. Grandes y pequeños. En los niños también está, pero duerme y no hace nada.

2) El virus sólo despertará cuando os hagáis mayores. Anna, tú serás mayor cuando te salga sangre oscura de la rajita. Astor, tú serás mayor cuando te salga semen, un líquido blanco, del pito.

3) El virus no permite tener hijos.

4) Al poco de hacernos mayores, empiezan a salirnos unas manchas rojas en la piel. A veces aparecen enseguida, otras tardan más. Cuando el virus crece en nuestro cuerpo, empezamos a toser, respiramos con dificultad, nos duelen todos los músculos y se nos forman costras en la nariz y en las manos. Y al final nos morimos.

5) Este punto es muy importante y no quiero que lo olvidéis nunca. En alguna parte del mundo hay mayores que han sobrevivido y están preparando una medicina que salvará a todos los niños. Pronto llegarán a vosotros y os curarán. Tenéis que confiar en ellos.

Mamá os querrá siempre aunque no esté con vosotros. Dondequiera que esté, os querrá. Y también vuestro papá. Y vosotros debéis quereros también, ayudaros y no separaros nunca. Sois hermanos.

Esta parte se la sabía de memoria, pero la releía siempre.

Abrió otra página del medio.

LA FIEBRE

La temperatura normal del cuerpo humano es de 36,5 grados. Si es más alta se tiene fiebre. Si se tienen de 37 a 38, no es grave. Si se tienen más, hay que tomar medicinas. Para mediros la fiebre usad el termómetro. Hay uno en el segundo cajón de la cocina. Es de cristal, o sea que tened cuidado porque si se os cae se rompe. (También hay uno de plástico, pero va con pila y no sé lo que durará.) Hay que ponerlo debajo del brazo y esperar cinco minutos. Si no tenéis reloj, contad hasta quinientos muy despacio y luego mirad dónde se ha parado la raya plateada. Si marca más de 38 debéis tomar unos medicamentos que se llaman antibióticos. Hay que tomarlos por lo menos dos veces al día durante una semana. Antibióticos hay muchos. Augmentin, Mondex, Aziclav, Cefepim. Los he puesto con las demás medicinas en el mueble verde. Cuando se acaben, tendréis que ir por más a las farmacias o a las casas. Si no encontráis los mismos, mirad el prospecto que hay dentro de la caja, donde se dice cuál es el principio activo: si es una palabra que termina en «ina», ése es. Por ejemplo, amoxicilina, cefazolina… Y hay que beber mucho.

Anna se retiró el pelo por detrás de las orejas y cerró el cuaderno.

El termómetro de cristal se había roto. El de plástico no funcionaba. Los antibióticos que su madre había dejado en el armario se los habían comido los ratones. La farmacia Minerva de Castellammare se había quemado como todo lo demás.

Del termómetro podía prescindir. Astor ardía, seguro que tenía más de treinta y ocho, pero ya era tarde para salir a buscar medicinas, había que esperar al día siguiente.

Dejó el cuaderno en su sitio, salió del cuarto y cerró la puerta con llave.

Fuera, el sol había desaparecido detrás del bosque y no soplaba viento.

—Va, Astor, subamos.

El niño la siguió cabizbajo, con los ojos entornados y los brazos inertes.

La habitación que ocupaban en el piso superior estaba un poco más ordenada que el resto de la casa. No había sobras de comida, sólo montones de ropa, juguetes y botellas de todas las formas y tamaños. Una cascada de cera derretida de cientos de velas cubría un par de cajones. La pared de detrás estaba negra de humo.

Anna tapó a su hermano y le dio de beber, pero él lo vomitó todo.

Volvió abajo. En el mueble verde, como recordaba, no habían quedado más que excrementos de ratón. Se imaginó filas de ratones con fiebre que roían las pastillas y se sentían mejor.

En el salón encontró una caja de Crescina. Terminaba en «ina», pero no estaba segura de que fueran antibióticos. El prospecto decía que era un suplemento alimenticio contra la caída del cabello, apto para hombres y mujeres de todas las edades. A su hermano el cabello no se le caía, pero tampoco le haría mal. También encontró supositorios de Dafalgan, que iban bien para la fiebre y el dolor de cabeza.

Le dio Crescina a Astor y sacó un supositorio.

—Esto se mete por el culo.

Él la miró poco convencido.

—Una vez me metí un rotulador por el culo y no me gustó. ¿Puedo comérmelo?

Anna se encogió de hombros.

—Será lo mismo.

El niño masticó el supositorio haciendo una mueca y se envolvió en las mantas, tiritando.

La hermana encendió una vela, se tumbó también y, con la vista clavada en el techo, abrazó a su hermano para darle calor.

—¿Quieres que te cuente un cuento?

—Sí.

—¿Cuál?

—Uno bonito.

Anna pensó en el libro de cuentos que le regaló su madre. Su preferido era el del pobre Cola Pez.

—Este cuento es de cuando estaba el rey, no existía el Afuera y los Mayores aún vivían. En Sicilia vivía un chico que se llamaba Cola Pez que sabía bucear bajo el mar como un pez.

Astor le apretó la mano.

—Pero ¿el mar está hecho todo de agua?

—Sí, salada, no se puede beber. Cola Pez buceaba tan bien que podía bajar al fondo, donde está tan oscuro que no se ve nada. Y allí abajo cogía los tesoros de los barcos que se habían hundido y los sacaba a la superficie. Se hizo tan famoso que el rey quiso ponerlo a prueba.

—¿Por qué?

—Porque los reyes hacen lo que quieren. El caso es que el rey arrojó al agua una copa de oro y Cola Pez la sacó enseguida. El rey llevó su barco mar adentro, se quitó la corona y la tiró al mar. A ver si puedes aquí, le dijo. Cola Pez se zambulló y estuvo sin salir muchísimo tiempo. Cuando en el barco ya brindaban…

—¿Qué significa brindar? —preguntó Astor con el pulgar en la boca.

—Brindar es entrechocar botellas. Cuando en el barco brindaban, el chico apareció con la corona. Pero el rey todavía no estaba satisfecho. Se quitó el valioso anillo que llevaba en el dedo y lo arrojó en un punto tan profundo que las cuerdas de las anclas no daban para tocar fondo. ¿Te atreves, Nicola?, le preguntó el rey con una sonrisilla. Pues claro, majestad, contestó Cola Pez. Tomó aire y se zambulló. Todos los del barco se quedaron mirando el mar azul oscuro. No sabían que el barco flotaba como un tapón de corcho sobre un abismo tan profundo, tan profundo, que si uno tiraba una piedra, tardaba un día en llegar al fondo. En aquella oscuridad eterna vivían criaturas que ningún ser humano había visto ni imaginado nunca. Largas serpientes transparentes, lenguados luminosos del tamaño de campos de calabaza, pulpos tan grandes que pueden destrozar una casa con sus tentáculos. Lo esperaron dos días. Al final el rey, con un bostezo, ordenó a sus marineros: Volvamos a palacio. Ha muerto. Pero entonces salió del mar Cola Pez. Venía todo pálido. En la mano llevaba el anillo del rey. Majestad, he de deciros algo muy importante. He bajado muy hondo, muy hondo y he visto que Sicilia descansa sobre tres columnas. Pero una de ellas está rota y pronto cederá… —Anna observó al hermano, que jadeaba y seguía chupándose el dedo—. Sicilia se hundirá en el mar. El rey reflexionó. Pues entonces, querido Cola Pez, te ordeno una cosa: baja enseguida y sostén nuestra isla. El muchacho miró el sol, el cielo, las costas de la tierra que jamás volvería a ver, y dijo: Sí, mi rey. Tomó aire con tanta fuerza que aspiró también las nubes y las algas secas de la playa y se zambulló. Desde entonces no ha salido. Ya está. Se acabó el cuento.

Astor dormía con la cabeza ladeada.

Anna pensó en aquel pobrecillo que estaba solo en el fondo del mar sosteniendo la isla. Se imaginó descendiendo como un buzo y diciéndole que su rey había muerto, y la corte también, y que Sicilia era sólo de los niños.

Comió judías. Cogió la botella de licor que había encontrado en el vivero y la acercó a la llama de la vela. En la etiqueta se veía una campesina enfurruñada que tenía una mano en la cadera y con la otra sostenía un cesto lleno de hierbas.

Igual, igual que Rigoni, la maestra.

También la maestra se ponía así cuando se armaba follón en clase.

Lo probó. Estaba tan dulce que le hizo encoger los dedos de los pies.

Había cosas de los Mayores que no entendía. ¿Por qué lo llamaban amargo si era dulce?

Siguió bebiendo hasta que sintió que los párpados le pesaban. Al otro lado de la ventana, millones de estrellas salpicaban el firmamento como manchitas de pintura blanca y las cigarras cantaban. Cuando llegara el frío, aquellos insectos se irían. Nunca había visto una cigarra, pero para hacer todo aquel ruido debían de ser muy grandes.

Despertó abrazada a su hermano. Habían sudado tanto que habían mojado el colchón. Encendió la linterna y enfocó a Astor. Tenía la cara hundida en la almohada y le rechinaban los dientes.

Cogió la botella de agua del suelo y bebió hasta llenarse el estómago. Fuera, todo estaba quieto. Sólo el canto de un ave nocturna y la respiración pesada de Astor rompían el silencio.

Se levantó y fue a sentarse en la terraza, al fresco. Más allá de los barrotes oxidados, más allá de los bultos negros de los árboles, se extendía la inmensidad quemada y muda de la llanura.

El ave lanzaba sus piiii piiii desde la higuera que había detrás del cobertizo de las herramientas. Aquella higuera siempre había sido un árbol pequeño, pero en los últimos dos años había crecido y las ramas llegaban ya al suelo.

Se acordó del día en que su madre colgó un columpio de la higuera, pero su padre le dijo que la higuera es un árbol traicionero cuyas ramas se parten fácilmente.

Aunque, bien pensado, no estaba segura. A lo mejor lo de que la higuera es traicionera lo había leído en algún libro o lo había soñado. Le ocurría muchas veces que los recuerdos se confundían con lo que había leído o soñado, e incluso las cosas que recordaba bien, con el tiempo, perdían viveza como acuarelas en un vaso de agua.

Volvió a pensar en Palermo, en el piso en el que vivían, y desde el que se veía una oficina llena de gente delante de pantallas. Recordaba cosas insignificantes. El suelo ajedrezado blanco y negro del salón. La mesa de la cocina con un agujero en el que se metía una maza que servía para estirar la pasta. El tendedero con las esquinas oxidadas. Pero ya no recordaba la cara de su abuelo Vito ni de su abuela Mena. En realidad, todas las caras de los Mayores iban desvaneciéndose, borradas por el paso de los días. Los viejos tenían el pelo blanco, algunos hombres se dejaban barba, las mujeres se teñían el pelo, se pintaban y se ponían perfumes. Por la noche se sentaban en bares y bebían vasos de vino. Había un montón de camareros. En los restaurantes de Palermo servían parmesana de berenjenas y espaguetis.

Su madre acabó odiando Palermo porque los palermitanos no querían ponerse en cuarentena. Anna recordaba que cuando la Roja aún no había llegado a Castellammare, su madre dejó de mandarla a la escuela. Llenaron la cocina y el salón de provisiones y se encerraron en casa.

Una noche llegó su padre en el Mercedes. Vino dando bandazos por el camino y acabó estrellándose contra los bancos. El claxon empezó a sonar. Su padre salió del coche más muerto que vivo, ni siquiera parecía él. El virus le había chupado la cara e hinchado los ojos y lo había cubierto de manchas. Se arrastró hasta la puerta pero su madre no le dejó entrar.

—¡Vete, vete! ¡Estás infectado! —le gritaba.

Él aporreaba la puerta.

—Quiero ver a los niños. Un momento. Déjame que los vea sólo un momento.

—Vete. ¿Es que quieres matarnos?

—Maria Grazia, abre, por favor…

—Por el amor de Dios, vete. Si quieres a tus hijos, vete.

Su madre se había acurrucado en el suelo, llorando. Su padre, tambaleándose, había vuelto al coche y en él se había quedado, con la cabeza apoyada en la ventanilla, con la boca muy abierta.

Anna, subida al respaldo del sofá, lo observaba por la ventana. Su madre había corrido las cortinas, la había cogido en brazos y la había llevado a su cama, con Astor. Ella esperaba que les dijera algo, pero se habían quedado los tres en silencio.

Al día siguiente su padre estaba muerto. Su madre llamó por teléfono y vinieron a llevárselo.

Habría podido despedirse de él, estar a su lado, pero su madre no sabía entonces que aquella enfermedad no afectaba a los niños.

Al poco le había tocado a ella.

De aquella época le quedaban imágenes confusas. Su madre escribiendo todo el día con el codo en la mesa, medio desnuda. Su madre llenando el cuaderno de Cosas Importantes. El pelo largo y rubio que le caía en mechones, sucio, y le tapaba la cara. Los tobillos finos. Los gemelos alargados. Los dedos de los pies oprimidos contra el suelo. La curva cóncava del vientre que la bata suelta traslucía. Las manchas rojas del cuello y de las piernas. Las costras de las manos y de los labios. La tos constante.

Había pasado mucho tiempo, pero cuando Anna lo recordaba, sentía una nostalgia tan grande que tenía la impresión de caer en un agujero del que nunca saldría.

El día soltó en el cielo azul una bandada de nubecillas blancas.

Astor ya no tenía tanta fiebre, pero aún no estaba bien. Los ojos grandes y atónitos le ocupaban toda la cara, como si fuera un polluelo. Anna le daba de beber, pero él enseguida vomitaba bilis amarilla.

La miraba agotado, palpándose la tripa.

—Me duele aquí.

—Voy a buscar medicinas. Cuanto antes vaya, antes vuelvo.

—Voy contigo.

—Sabes que no puedes. ¿Quieres que te cojan los monstruos de humo?

El niño negó con la cabeza.

—Pues entonces no vayas tú tampoco.

—Te traeré un regalo.

—No lo quiero.

Anna movió la cabeza.

—No es posible.

Astor se volvió hacia el otro lado, enfadado.

—¿Y si antes celebramos la Navidad?

El niño la miró enseguida, excitado.

—¿La Navidad? ¿Quieres? ¿De verdad?

—Claro.

—¿Y tienes el regalo?

—Claro.

—¿Me escondo entonces?

—Escóndete.

Astor se metió debajo de la manta. Anna abrió la habitación de su madre y sacó el lector de CD del cajón del escritorio. Se puso un gorro de Papá Noel y unas botas rojas. De mala gana, cogió un puercoespín de peluche que escondía encima de un mueble, fuera del alcance de Astor. Se lo había regalado la abuela Mena por su cumpleaños. Astor siempre se lo pedía pero ella se negaba a dárselo. Lo envolvió en papel de periódico.

—¿Vienes? ¡Yo ya estoy! —gritó Astor.

Anna pulsó el play y empezó a sonar una canción a todo volumen.

Para celebrar la Navidad, siempre ponía The Ghetto en la versión de George Benson. No sabía por qué. Quizá porque tenía mucho ritmo, o porque se había encontrado el CD al pie de un árbol de Navidad en un área de servicio.

Enseguida se puso a bailar meneando el culo, con las manos en las caderas y moviendo la cabeza adelante y atrás como una paloma picoteando comida. Su hermano era como un montecillo vibrante debajo de la manta. Pasó a su lado cantando, se subió a una silla y contó con el dedo:

—Uno… Dos… Y tres. ¡Va, Gueto! Te toca a ti.

La manta voló por los aires y Astor empezó a moverse. Usaba mucho las muñecas y de cuando en cuando se daba palmadas en la cabeza. Su baile navideño era así.

Anna sintió alivio. Si bailaba, es que no estaba tan mal. Quizá fingía para que ella no saliera de casa. Aunque vomitaba.

—¡El regalo! Dame el regalo.

Anna sacó el envoltorio y se lo dio a su hermano.

—¡Feliz Navidad!

Astor abrió el paquete y miró el muñeco.

—¿Es mío? ¿De veras?

—Sí, es tuyo.

Los dos hermanos siguieron bailando mientras George Benson decía que aquello era el gueto.

Anna metió en la mochila una botella de agua, una lata de guisantes, un cuchillo de cocina, unas pilas que aún funcionaban y un CD doble de Massimo Ranieri.

Lista.

Se despidió de Astor, que había vuelto a la cama con su muñeco nuevo, y se marchó.

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