Anna

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Primera parte. La Finca de la Morera » 4

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Maria Grazia Zanchetta había caído enferma tres días después de Navidad y había muerto a principios de junio, y en todo ese tiempo no había hecho más que repetirle a su hija que le enseñara a su hermano a leer.

Durante sus últimas semanas de vida, consumida por la fiebre y la deshidratación, había caído en un sopor del que despertaba delirando. No quería perder el último telesilla, el mar estaba lleno de medusas y las flores que le crecían en la cama pinchaban. Pero a veces, sobre todo por las mañanas, tenía momentos de lucidez y entonces buscaba la mano de la hija y balbucía siempre las mismas cosas, que ni el virus le borraba de la mente.

Anna debía ser valiente, debía ocuparse de Astor, debía enseñarle a leer y debía tener cuidado de no perder el cuaderno de las Cosas Importantes.

—¡Prométemelo! —decía, jadeando y bañada en sudor.

La hija se sentaba a su lado.

—Te lo prometo, mamá.

Maria Grazia movía la cabeza abriendo un poco los ojos inyectados en sangre.

—¡Dilo otra vez!

—Te lo prometo, mamá.

—¡Más fuerte!

—¡Te lo prometo, mamá!

—¡Júralo!

—¡Te lo juro!

Pero la mujer no se quedaba satisfecha.

—No lo harás… No…

Anna la abrazaba notando un olor acre a sudor y a enfermedad que era muy distinto del buen olor a jabón que su madre siempre había tenido.

—Sí lo haré, mamá. Te lo juro.

La última semana perdió por completo la conciencia y su hija supo que faltaba poco.

Una tarde que sus hijos jugaban en la habitación, Maria Grazia abrió la boca, desorbitó los ojos y se estiró como si le hubieran echado una montaña encima. La mueca que le deformaba la cara desapareció y volvieron sus facciones normales.

Anna la zarandeó, le apretó la mano y acercó el oído a su nariz. No respiraba. Cogió de la mesa el cuaderno de las Cosas Importantes y lo hojeó con cuidado. Tenía muchos capítulos: agua, pilas, higiene íntima, fuego, amigos. En la última página decía:

COSAS QUE HAY QUE HACER CUANDO MUERA MAMÁ

Cuando muera, pesaré mucho y no podréis sacarme de casa. Anna, abre las ventanas, coge todo lo que necesites y cierra la puerta con llave. Debes esperar cien días. En la página siguiente he trazado cien rayas. Tacha una todas las mañanas. Sólo podrás abrir la puerta cuando las hayas tachado todas. Antes no, por ningún motivo. Si la casa huele muy mal, ve con tu hermano a vivir al cobertizo de las herramientas. No entres en casa más que para coger lo que necesites. Cuando hayan pasado los cien días, entra en mi dormitorio. No me mires la cara. Átame con una cuerda y arrástrame fuera. Verás que será fácil porque pesaré poco. Llévame al bosque, lo más lejos que puedas, a un lugar que te guste, y cúbreme de piedras. Limpia bien mi habitación con lejía. Tira el colchón. Ya podéis volver a casa.

Anna abrió las ventanas, cogió el cuaderno, los juguetes, los cuentos de Oscar Wilde y, tal y como se le mandaba, cerró la puerta con llave.

Ella y Astor pasaron los días siguientes casi todo el tiempo al aire libre. El hermano la tenía muy ocupada, pero en cuanto se dormía, corría al piso de arriba y miraba por el ojo de la cerradura del cuarto de su madre. Sólo se veía la pared de enfrente.

¿Y si se había equivocado? ¿Y si su madre no había muerto?

Le parecía que la oía suplicar con un hilo de voz:

—Annina, Annina… Estoy mal… Abre la puerta. Tengo sed. Por favor…

Sacaba la llave, le daba vueltas en las manos, apoyaba la frente en la pared.

—¡Mamá! Estoy aquí. Si estás viva, grita. Estoy aquí cerca. Entro. No te preocupes, no me das asco. Entro un momento y si veo que estás muerta salgo enseguida. Te lo prometo.

Un día, tiempo después, estando ella y Astor en la explanada, tres cuervos se posaron en el balcón de la habitación de su madre, uno al lado del otro, y se pusieron a graznar como enterradores satisfechos.

Anna cogió una piedra y se la lanzó.

—¡Fuera, bichos!

Los pajarracos, ofendidos, dieron un salto y se colaron en la habitación.

Anna corrió arriba, sacó la llave y abrió la puerta. La embistió una vaharada dulzona. Se tapó la boca, pero el hedor le había entrado en la garganta. Los tres cuervos se paseaban dando saltos por el cadáver y arrancaban con el pico trozos de piel de las piernas. Los espantó, pero los animales no se fueron sino a regañadientes.

No pudo evitar mirarla.

Estaba muerta, no cabía duda. La piel se había puesto amarilla como el jabón de lavar la ropa, pero la parte que estaba en contacto con el colchón se veía de un color rojo oscuro. Las facciones se habían desdibujado y formaban una masa gomosa: la boca era como una rosquilla y la nariz parecía hundida entre los párpados. La barbilla se había fundido con un cuello surcado de venas verdes.

Anna salió del cuarto y entre sollozos juró que nunca más abriría aquella puerta antes de que pasaran los cien días.

Como estaba escrito en el cuaderno, la atmósfera se volvió irrespirable. Anna se trasladó con su hermanito al cobertizo de las herramientas. Sólo iba a casa, cubriéndose la cara con un paño, para coger comida.

Los días pasaban lentos en un verano que no acababa, y el tejado de chapa del cobertizo se calentaba muchísimo. Empezaron a dormir en el pórtico de la casa o en el asiento trasero del Mercedes. Todas las mañanas Anna abría el cuaderno, tachaba una raya y echaba un vistazo a la ventana de la habitación. El viento inflaba las cortinas como si fueran velas.

Sabía que lo que había dentro era un cadáver, pero soñaba con ver a su madre saliendo al balcón, desperezándose y acodándose en la barandilla.

—Buenos días, niños, ¿ya estáis despiertos?

—Sí, mamá.

—¿Qué hacéis?

—Jugamos.

A veces, durante semanas enteras, tachaba rayas en el cuaderno, preparaba de comer, hacía hoyos para enterrar la caca, miraba las estrellas por la luna del Mercedes sin pensar mucho en ella, pero de pronto le pasaba algo bueno y se le escapaba un «Mira, mamá…», y sentía como si un cuchillo incandescente se le clavara en el corazón.

La noche del día noventa y nueve decidió pasarla en el coche.

Por el día una brisa otoñal había agitado las copas de los árboles. Los hermanos se habían envuelto en una manta. Anna no pensaba más que en el momento de abrir aquella puerta, todo iría mejor cuando enterrara a su madre.

El sueño llegó de repente y, vencida por la tensión, la chiquilla cayó dormida junto a su hermano, pero en cierto momento abrió los ojos. El viento había dejado de soplar y la luna era un círculo perfecto en el cielo, sin halos que la enturbiaran. En el bosque no se oía ni el canto de las lechuzas. De pronto, le pareció oír algo, un rumor leve, un temblor helado, o quizá un suspiro. Se incorporó, clavando los dedos en la gomaespuma del asiento. Le pareció ver, por la ventana del coche, que una sombra bajaba los escalones del pórtico, pasaba a su lado, ligera como una pluma, se alejaba por el camino y se desvanecía entre los árboles, como si el bosque estuviera esperándola.

A la mañana siguiente Anna tachó la última raya y le dijo a Astor:

—Tú quédate aquí y pórtate bien.

Entró en la casa, cogió una larga cuerda que tenía preparada y subió las escaleras. El olor a podrido había desaparecido, o quizá formaba ya parte de la casa y no molestaba. Paso tras paso, recorrió el pasillo oscuro. Tomó aire y abrió la puerta.

El suelo estaba cubierto de hojas, pero lo demás no había cambiado. Allí seguía la mesa con el ordenador, la estantería llena de libros, el póster de la bailarina, las mesitas de noche llenas de medicinas y la radio despertador. En la cama yacía el cadáver reseco. La hinchazón había desaparecido y la piel se había pegado a los huesos y se había cubierto de un moho negruzco. La cabeza había menguado y se había afilado.

Anna no sentía miedo y ni siquiera asco. Aquello que había allí no era su madre. Ante aquellos restos, la chiquilla comprendió que la vida no es sino una serie de esperas. A veces tan breves que uno apenas se da cuenta, otras tan largas que parecen infinitas, pero, con o sin paciencia, todas tienen un fin.

Su madre, al final de la enfermedad, había muerto, y su cadáver, después de cien días, era liviano y podía ser enterrado. Y Astor, que ahora le daba mucha guerra, crecería y se portaría bien. Sólo había que esperar.

Ató la cuerda al tobillo de su madre y dio un tirón. El cadáver se había pegado a las sábanas y ofreció cierta resistencia, pero al final cayó al suelo. Lo arrastró ya sin volverse por el pasillo, por las escaleras y por el salón. El cadáver daba tumbos y al final se atrancó en la puerta de entrada, como si no quisiera abandonar la casa. Pero con otro tirón salió despedido y cayó en medio de la explanada. Anna lo arrastró por el polvo y las hojas del bosque. Detrás de las ruinas de la pocilga cubiertas de zarzas, se elevaba la cúpula verde de una higuera. Bajo aquella cúpula había un pequeño mundo tranquilo. Allí su madre sería feliz, en verano había sombra y en invierno se veía el cielo. Ya tenía las piedras preparadas. Colocó el cadáver al pie del tronco. En el suelo, los frutos caídos formaban una capa marrón de la que se alimentaban avispas y hormigas.

Anna cogió una piedra y se la puso en el pecho. Y se quedó parada. Aunque la cubriera de piedras, los insectos la devorarían en unos días, y a las pocas semanas no quedarían más que los huesos.

¿Y si dejaba que las hormigas se encargaran de su madre? Los huesos pueden guardarse en casa, no huelen. Su madre podría volver a su habitación, yacer en su cama con sus cosas y sus hijos. La recompondría siguiendo las figuras de la enciclopedia.

Fue a la despensa, cogió mermelada y untó con ella el cadáver, diciendo:

—Venga, hormiguitas, así estará mucho más rica. Venid… Venid rápido… Está deliciosa… Limpiadlo, limpiadlo todo bien…

Al mes los insectos habían hecho su trabajo. Los huesos aún tenían residuos de carne seca, pero Anna no se desanimó. Se los llevó a la habitación y allí, con las piernas cruzadas, los limpió con la punta de un destornillador. Cuando acabó, tuvo la idea de dibujar en ellos rayas, círculos y otras minúsculas figuras geométricas con un rotulador negro. Luego los llevó a la cama y reconstruyó el esqueleto.

Astor haría lo mismo con ella cuando le llegara su hora.

Anna había caído en una somnolencia pesada. Tenía la impresión de que caminaba por una carretera que discurría en sentido contrario. Primero la persecución, luego la pesadilla y por último el haber dormido poco la habían postrado, y ahora, como una bestia de carga, disfrutaba del aire fresco, del silencio y de los rayos tibios del sol que lucía en el cielo claro. Por eso tardó en oír el timbre, y hasta que no oyó a sus espaldas una voz que gritaba: «¡Aparta, aparta, cuidado!», no salió de su sopor. Se volvió y vio que una bicicleta avanzaba hacia ella.

Se subió a un muro un instante antes de que un chico con un sombrero vaquero la arrollara con una bicicleta de montaña color naranja.

El ciclista pasó al lado, apretando unos frenos que chirriaban, pero la bicicleta no paraba. Entonces puso los pies en el suelo y a punto estuvo de estrellarse contra un poste de la luz. Soltó la bici.

—Nada, estos frenos no funcionan. —Movió la cabeza y se volvió—. ¿Es que estás sorda?

Anna no contestó.

El chico se le acercó.

—Por poco te pillo.

Debía de tener más o menos la edad de Anna, pero era unos diez centímetros más alto que ella y con aquel sombrero ridículo parecía una seta. Era delgado y esbelto, atezado, con dos ojos vivos color avellana.

¿Qué pasaba? El último año la llanura se había despoblado y, sin embargo, en aquellos dos días se había encontrado primero con los niños de azul y ahora con aquel muchacho.

Anna bajó del muro y echó a andar.

El de la bici la siguió.

—Espera un momento.

Anna siguió adelante notando que el chico la miraba. Se volvió irritada:

—¿Qué quieres?

—No debes tener miedo de mí.

Anna vio asomar las facciones de adulto en la cara infantil y pensó que cuando creciera sería un hombre apuesto.

—No tengo miedo, sino prisa —le dijo en tono terminante.

El chico la adelantó y se le plantó delante.

—Si vas a la fiesta ya te digo que no merece la pena.

Anna se puso en jarras.

—¿Qué fiesta?

—La del Gran Hotel de las Termas. Va toda Sicilia. Queman a la Picciridduna.

—¿Por qué?

—Se comen las cenizas. Dicen que se te cura la Roja.

Anna sonrió, según Michelini había que besarla en la boca.

—Yo he estado y nunca he visto a la Picciridduna —continuó el chico. Se quitó el sombrero con un ademán caballeresco y se presentó—. Me llamo Pietro Serra. ¿Tú cómo te llamas?

—Anna.

Tunante.

Le vino a la punta de la lengua aquella palabra que decía su madre cuando iba al quiosco y el quiosquero la miraba como si fuera una perita en dulce.

Lo mejor para deshacerse de él era tomar campo traviesa.

—Bueno, me voy.

Se alejó unos metros, pero volvió a oír el timbre y el chirriar de los frenos.

El chico se detuvo a su lado.

—Anna, por favor, ¿me das un poco de agua?

De la bolsa que llevaba atada al portaequipajes de la bici asomaba el cuello de una botella.

—¿Y esa agua?

—Ésa… —improvisó Pietro—. No está tan buena como la tuya.

Anna se echó a reír.

—¿Y tú qué sabes?

—Lo sé. —El chico fue a echar mano de la mochila—. Va, sólo un trago…

Anna dio un paso al lado.

—¡No! ¡He dicho que no!

—Si me das un poco de agua, te llevo yo.

Aquel chico tan seguro de sí mismo la ponía nerviosa. La miraba de un modo que le hacía sentirse violenta.

—Los dos no podemos ir en bici.

—¿Quién te ha dicho eso? Tú te sientas aquí, en la barra.

Anna se contuvo un momento antes de contestarle:

—No me gustan las bicicletas. Además, no quiero ir contigo.

—¿Ves como tienes miedo?

Anna apretó los puños, irritada.

—No tengo miedo, es que…

—Tienes prisa —concluyó Pietro.

Los dos se miraron sin saber qué más decir.

La chica rompió el silencio.

—Pues adiós.

—Adiós, Anna.

Anna, con el sombrero vaquero puesto, se agarraba al manillar de la bici, gritando. El viento le daba en la cara y los ojos le lagrimeaban como cuando de niña sacaba la cabeza por la ventanilla del Mercedes.

Pietro pedaleaba a toda velocidad.

—¿Qué? ¿Te gusta?

Avanzaban, pegados el uno al otro, por una carretera que cortaba los campos como si la hubieran trazado con regla. A los lados desfilaban postes de la luz y chumberas.

—Sí —dijo Anna, aunque la barra se le clavaba en el culo y le daba mucho miedo caerse. Cada vez que los brazos de Pietro la rozaban se estremecía y quería apartarse, pero no lo hacía.

Pietro tomó una curva sin reducir la velocidad, Anna dio un grito y cerró los ojos. Cuando los abrió, se había salvado.

—Las curvas tómalas despacio. Pero en las rectas acelera.

—¿Más? —dijo el chico jadeando, con la frente bañada en sudor—. ¿Adónde te llevo?

—A Torre Normanna. ¿Sabes dónde está?

—Sí, pero ¿puedo ir un poco más despacio? Me muero. ¡Y eso que no te gustaba ir en bici!

—Me gusta sentir el aire en la cara.

—¿Has ido alguna vez en moto? Entonces sí que se siente el aire. Si abres la boca se te inflan las mejillas.

—Subí en una Vespa con Salvo, el chico que nos traía la compra.

—Mi padre tenía una Laverda Jota. —Pietro se quedó un momento con la mirada perdida y movió la cabeza—. Era de color naranja como esta bici. Al final encontraré una que funcione. Y la llevaré.

—Sí, claro… —Anna se echó a reír con su risa profunda.

Pero él estaba convencido.

—En serio.

Hicieron el resto del camino en silencio. Las ruinas de Torre Normanna se veían más grandes con cada pedalada. Pasaron junto a automóviles que se habían salido de la carretera, contenedores de basura derretidos, las ruinas de un bar con un letrero que decía: «Croquetas calientes para llevar».

Anna tenía la impresión de que Pietro la apretaba mucho, pero en realidad no le molestaba. Al final se quedó quieta, con el pecho del chico rozándole la espalda.

Pietro se detuvo junto a la señal del pueblo.

—¿Aquí va bien?

—Sí. —Anna se bajó de la bici y se frotó el culo dolorido. Cogió la mochila que habían atado al portaequipajes y le devolvió el sombrero—. Gracias. Bueno…, adiós.

Pietro sonrió y levantó la mano.

—Adiós.

Se dijeron adiós veinte veces más, pero a los diez pasos él la llamó:

—Anna.

Quiere un beso.

Se volvió.

—Dime.

Pietro se había sacado de la chaqueta la página de una revista doblada en cuatro, muy gastada y arrugada.

—¿Has visto éstas?

En el centro de la página, rodeada de un círculo de rotulador rojo, se veía una foto desvaída de un par de zapatillas de deporte de gamuza amarilla con tres bandas negras: «Adidas Hamburg, 95 euros». Al lado había fotos más pequeñas. El artículo se titulaba «Vuelve el vintage deportivo».

La niña alzó la vista.

—¿Las del círculo?

—Sí. ¿Las has visto? Piénsalo bien.

—No creo. —Se miró las suyas, muy sucias.

—¿Estás segura?

Anna no entendía por qué le preguntaba aquello. Debía de ser un apasionado de las zapatillas. Curioso, porque llevaba unas botas viejas y deformadas.

—¿Tanto te gustan?

Pietro dudó un instante, como si no se fiase, y dijo:

—Sí. Llevo buscándolas un montón de tiempo.

Anna lo miró perpleja y le dijo:

—Pues buena suerte.

Pietro le dio una patada a una piedra.

—Una cosa… ¿Tú no tienes la Roja?

—No. Adiós. —Y echó a andar.

Pietro la observó alejarse.

—Yo tampoco —gritó.

—No me encuentro más que con locos —decía Anna para sí caminando a escape por el sendero que llevaba a su casa—. Uno que se pasa la vida buscando unas zapatillas… y encima feas.

Se acordó de lo de la fiesta. ¿Existiría de verdad la Picciridduna? Había mil leyendas sobre cómo curarse de la Roja. Muchos estaban seguros de que había Mayores que habían sobrevivido a la epidemia, que al otro lado del mar, en Calabria, aún había vivos. Se escondían en refugios subterráneos y bastaba con encontrarlos para curarse. Otros creían que había que sumergirse con una gallina y permanecer bajo el agua hasta que el animal muriera: uno se curaba porque le pasaba el virus. Otros decían que había que mezclar la comida con arena, o subir a una montaña que había cerca de Catania donde nacían las nubes. En fin, se decían muchas cosas. Lo único que Anna sabía era que había visto a miles de Mayores convertidos en montones de huesos y nunca había conocido a nadie que hubiese superado los catorce años.

Fue derecha a la cocina, cogió un bote de tomate de la mesa, lo abrió con el cuchillo, con dos dedos sacó un tomate que goteaba y se lo llevó a la boca exclamando:

—¡Astor, he vuelto! ¿Cómo estás?

Comió galletas que sabían a moho, vertió los restos aceitosos de una lata de atún en el bote de tomate y se bebió el jugo. Empezó a sudar. Fuera hacía fresco, pero dentro aquellos viejos muros de piedra conservaban el calor. Vació media botella de agua.

—¡He encontrado antibióticos! —Cogió otro tomate del bote y cruzó el salón.

Junto a la escalera había una silla blanca con una pata rota.

—¡No! Has roto la silla de mamá. —Subió al piso de arriba con la boca roja de salsa, recorrió el pasillo y entró en el dormitorio—. ¿Oyes lo que digo? ¡He vuelto!

Estaba todo tirado por el suelo. Y el libro de cuentos se veía en medio de un charco de agua. Lo cogió moviendo la cabeza y lo dejó en la mesita.

Siempre que lo dejaba solo, Astor armaba una buena. Pero aquella vez se había pasado. Se la había ganado. Parecía que lo hacía adrede para castigarla.

Se asomó al balcón. Lo llamó un par de veces, entró. Si había salido significaba que estaba mejor.

Tenía más hambre. Podía comerse un bote de guisantes. Empezó a bajar pensando en el chico de la bici. ¿Dónde estaría? A lo mejor se había quedado en Torre Normanna.

Un rayo de sol se filtraba por los cartones pegados a una ventana y proyectaba una franja luminosa sobre los escalones, sobre un montón de mantas y una gorra roja. Cogió la gorra. En la visera decía: «Nutella». Le dio unas vueltas en la mano y se la llevó a la nariz.

Se acordó del cadáver de Michelini tirado al borde de la calle. Las manos apretando la hierba, las piernas abiertas, la nuca…

Y se acordó también de los niños de azul que se alejaban por la calle y de la chica alta con la gorra roja.

El corazón le dio un vuelco y el mundo que la rodeaba se concentró y se hundió en un abismo de terror. Siguió bajando. Sentía que la sangre le zumbaba en los oídos. Tenía la impresión de que nunca había bajado una escalera. Ponía un pie tras otro en unos escalones que flotaban en una oscuridad palpitante.

Salió al pórtico. Con una mano se tapó el sol, cuyo disco se expandía y se encogía en medio de un cielo turbio.

—Ast… Ast… Astor. —Quería llamar a su hermano, pero no tenía aire en los pulmones. Sintió un regusto ácido a tomate. Resistió las ganas de vomitar y tomó un poco de aire—. Astor… Astor… Astor…

No estaba en el Mercedes ni detrás de los bidones.

Estará en el bosque.

Un halcón marrón estaba suspendido en el aire y señalaba algo oculto entre los árboles.

Se internó en el bosque tropezando con piedras y ramas secas. Las matas de brusco le arañaban las piernas, pero apenas lo notaba.

En medio del verde apareció una mancha lila. Se acercó. Era un jirón de tela prendido en las espinas. Lo cogió.

El vestido de mamá. El bonito.

¿Qué hacía allí? Anna sabía que Astor tenía una llave y que cuando ella no estaba entraba en la habitación. Pero ¿por qué lo había tirado en las zarzas?

Le fallaron las piernas y tuvo que apoyarse en un tronco. Inspiró, parpadeó y llamó a Astor más fuerte, desgañitándose, pero sólo le respondían los pájaros de los árboles.

Llegó al límite de la propiedad, pasando junto a un gran roble al que su hermano le gustaba trepar. Siguió la valla, pero no conseguía fijarse en nada. Continuaba viendo a los niños de azul corriendo como perros rabiosos.

Llegó a la vieja pocilga que las zarzas habían invadido. Tampoco estaba allí. Ni debajo de la higuera.

Miró el basurero que había detrás de la casa, adonde su hermano iba a veces a revolcarse.

Cayó de rodillas, jadeando.

—Tranquila, tranquila…

Aquel idiota podía estar en cualquier parte, dormido en la madriguera de un animal, subido a un árbol, encaramado al tejado de la casa.

A lo mejor ha conseguido escapar.

No, nunca saldría del recinto.

Se sentó en un tronco, restregándose la cara, mientras mil pensamientos pavorosos se atropellaban en su cabeza. De las axilas le caían gotas de sudor que ardían.

El bosque, su bosque mágico, la rodeaba sin darle respuestas.

—¿Dónde estás? Ven ahora mismo —murmuró, y echó a correr gritando—: ¡Astor! ¡Astor! ¿Dónde estás? ¡Te mataré cuando te encuentre!

Se dirigió a la casa. También ella podía tener una gorra como aquélla. Había llevado muchas cosas a casa, podía ser que también hubiera llevado una gorra de la Nutella y lo hubiera olvidado.

¡Qué tonta! Se había dejado vencer por el pánico. Su hermano estaría durmiendo en algún sitio. No había mirado ni en el cobertizo ni en la habitación de su madre, había salido corriendo como una loca sin registrar bien.

Atravesó el seto de boj y salió al camino de entrada a la finca. Pasó junto a algo blanco y redondo que asomaba entre las hierbas. Se detuvo, volvió atrás, lo cogió y a punto estuvo de caerse redonda.

Era el cráneo de su madre.

Incapaz de pensar, deambuló como un saco de carne y huesos hasta la casa. Sus ojos registraron que los platos, en lugar de estar en el aparador, estaban en el suelo. El cochecito de pedales de Astor estaba boca abajo, la mandolina destrozada. Dejó el cráneo sobre una caja y subió la escalera.

La puerta de la habitación de su madre estaba entornada y la cerradura de metal sobresalía entre astillas de madera afiladas.

Anna salió del sudario de dolor que le ceñía brazos y piernas fluctuando entre el sueño y la vigilia. El sol de la mañana le calentaba la frente y le hería los ojos. Tenía la mejilla bañada en un vómito seco y delante de la nariz una botella de ginebra. Movía la lengua hinchada que apenas le cabía en la boca y sentía como si un punzón le atravesara las sienes de punta a punta. No recordaba cómo había ido a parar al asiento trasero del Mercedes.

De las horas que habían pasado desde que vio la puerta del cuarto de su madre forzada, le quedaban huellas vagas, fragmentos y grumos de dolor. Todo estaba envuelto en un halo borroso en el que se producían fogonazos que iluminaban dos Annas, una que se agitaba desesperada y otra que la observaba en silencio. El hilo que unía las imágenes de aquella noche se había roto y perlas de memoria flotaban dispersas en un mar de petróleo negro y viscoso.

La habitación de su madre profanada. Los huesos tirados por todas partes. Las joyas robadas. Los cajones abiertos. La estantería derribada. La jirafa de peluche de Astor: le había arrancado la cabeza a mordiscos, aún notaba en la boca el sabor sintético del relleno. Había dado un puñetazo en el espejo del baño y se había herido los nudillos. Sangrando, se había envuelto en las cortinas. Con la boca abierta, chupaba la tela fina. La botella de ginebra. Un llanto sin lágrimas y unos sollozos ásperos como la lija. El olor terroso del musgo. Hojas que temblaban al compás de su respiración. El vestido lila de su madre.

Lo demás era un sufrimiento que la colmaba y se desbordaba como agua de un vaso lleno.

Se hundió en el asiento, apoyó la cabeza en la ventanilla y se quedó mirando la mano herida.

Tenía la sensación de que aquella noche una presencia viva la había observado en el bosque, al amparo de la oscuridad.

El perro de la autopista.

Debía de haberlo soñado, aunque era el recuerdo más vivo de todos. El perro estaba a su lado, sentado muy tieso, barriendo el suelo con el rabo. Le hablaba.

—Anna, ¿conoces la canción? «¡Alegraos, niños y niñas, y a la ventana asomaos! Que el hombre de negro está muerto y en el cementerio enterrado. Que el miedo ya se ha pasado y otra vida ha empezado. ¡Bajad, niños y niñas, bajad, que el hombre de negro no está ya!» —La miraba a los ojos con sus pupilas negras—. ¿Te apago la luz?

De pronto era su padre que le remetía las sábanas.

—Te dejo la puerta entornada, ¿verdad?

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