Anna

Anna


Segunda parte. El Gran Hotel de las Termas Elíseas » 7

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—Para, para un momento.

Anna caminaba con los puños apretados por la cuesta que iba de la cantera al hotel. Pietro la seguía.

—¿Adónde vas? Para.

Ella aceleró el paso. Pietro trataba de alcanzarla.

—Espera… —La cogió del hombro—. ¡Anna!

La chica se soltó dando una sacudida y empezó a subir por un montón de tierra que se había derrumbado en una curva. Los pies se le hundieron en la tierra, dio un par de pasos y se arrodilló exhausta.

—Anna, ¿quieres escucharme?

—¿Qué quieres?

Pietro tragó saliva.

—Estaba Angelica… No podía dejar que me viera. Nos lo llevaremos de noche. Sé dónde duermen.

Una sonrisa mordaz crispó los labios de la chica.

—¿Nos llevaremos a quién?

—A tu hermano. Esperaremos a que se haga de noche y nos lo llevaremos. Tú y yo. Te lo prometo.

Anna ladeó la cabeza, como si Pietro le hablara en un idioma desconocido.

—Eres un fanfarrón. Mejor dicho, un cagueta. ¿Y por qué dices tú y yo? ¿Quién coño eres? ¿Y qué quieres de mí? —Su voz aumentaba de volumen y se cascaba—. ¿Acaso te conozco? ¿Somos amigos? ¿Hermanos? —Le dio un empujón, y Pietro cayó de culo—. Déjame en paz, por tu bien. Yo soy peor que Angelica. Vete a buscar las zapatillas, anda. —A cuatro patas, trastabillando, pasó el montón de tierra y siguió caminando.

Pietro no la siguió. Gritó:

—Yo te he traído hasta tu hermano. Has salido tan deprisa… He querido pararte, pero tú…

Anna se tapó los oídos.

Aquel cobarde no la había ayudado. Y si había algo que odiaba eran los cobardes.

Dejó atrás el hotel y continuó por un sendero que bajaba por una ladera del monte que la niebla ocultaba.

Tenía que olvidarse de Astor y de Pietro y marcharse de allí. Imaginó que su corazón se llenaba de barro como si fuera un panal defendido por avispas gigantes.

Ahora puedes hacer lo que quieras. Eres libre.

Una racha de viento despejó la vista. En una pendiente cubierta de basura quemada había tres grandes piscinas escalonadas, en medio de palmeras envueltas en plástico azul y grandes rocas de color ocre. La de más abajo, en la que flotaba un manto de vapor, estaba llena de un agua que olía a huevos podridos. De un conducto de cemento salía un chorro de agua humeante y amarillo que iba a parar a la piscina y llenaba los bordes de costras de cal. Entre los vapores aparecían y desaparecían cabezas como boyas en un puerto brumoso.

Anna bajó unos escalones, pasando junto a un grupo que dormía en torno a las cenizas de una hoguera. Cogió una botella medio llena de un líquido negro, como el que había visto que repartían en el anfiteatro.

Se desnudó, hizo una pelota con la ropa y la escondió detrás de unos bidones. Se sentó en el borde de la piscina e, impulsándose con los brazos, se zambulló. Sintió un calor que le oprimió el pecho y se extendió hacia sus músculos doloridos, arrancándole un suspiro de placer. En el fondo, a medio metro, sobresalía un asiento. Se sentó dejando la cabeza fuera. Con las piernas colgando, la cabeza apoyada en la pared, el agua batiéndole en los oídos, se llevó la botella a la boca. Notó que el mejunje le caía densamente en el estómago. Era a un tiempo dulzón y amargo.

Oía a los demás bañistas que hablaban bajo, los gorriones en los árboles, el viento entre las palmeras.

Astor se había hecho mayor, se había ido. Ya no la quería.

Mejor.

—¿Cómo lo llaman? Mandolino —susurró, divertida.

El líquido negro surtía efecto. Flotaba no sólo en el agua, sino dentro de sí misma.

Como llevadas por la corriente, se le acercaron unas cabezas que formaron un corro en torno a ella.

Los párpados le pesaban y en medio de aquellos vapores opalescentes no distinguía las caras. Parecían focas.

Un timbre de alarma sonó en su cerebro embotado, pero ella no lo escuchó, cansada de estar siempre en guardia.

Le arrebataron la botella de la mano. Quería protestar, pero las palabras no le salían de la boca. Pensó en irse a otra parte, pero era demasiado esfuerzo. Cerró los ojos. Aturdida e indiferente a todo, soñaba con hacer ovillos con sus pensamientos tristes y lanzarlos a un túnel oscuro.

El sol formaba un halo sobre las nubes de azufre. El calor que subía del fondo de la piscina sacaba a flote algas, burbujas perezosas y tierra. Le parecía que el borde opuesto se había alejado y que la piscina era una gran olla de caldo humeante en la que un cocinero había puesto a cocer todo tipo de cosas.

En Navidad su madre guisaba tortellini con carne asada y patatas. Ahora deja la sopera en la mesa del salón. «Esto se come en Bassano.» Y le sirve un montón de ranas verdes que nadan en el caldo salpicado de aceite.

Se mecía dentro de su propio cuerpo, caía en él, oscilando como una pluma en un pozo de paredes de carne, en una gruta cálida y acogedora. Cuando miraba hacia arriba, veía, allá en lo alto de su boca, un agujero redondo y oscuro. Por los arcos que formaban los dientes veía pasar las nubes.

Los que la rodeaban se le arrimaban, se restregaban contra ella, le untaban la cara con barro y le hablaban con una voz distorsionada que parecía salir de un tubo. Le tocaban la nariz, las mejillas, los labios con los dedos. Cavaban surcos en su piel como la reja del arado lo cava en la tierra húmeda.

—Quiero beber —murmuró, escupiendo el agua fétida que le llenaba la boca entreabierta.

El mejunje le parecía ahora salado. La niebla cambiaba de color, pasando del gris al verde y del verde al rosa.

—Eres guapa. ¿Te ha venido ya la regla?

No podía hablar. Las palabras le llegaban al paladar sin la fuerza necesaria para convertirse en sonidos. Se acumulaban en la boca como joyas de plata de sabor amargo. Notaba en la lengua las aristas afiladas de anillos y pendientes. Se miró la mano. Era transparente. Debajo de la piel fluían arroyos dorados entre haces de heno recién cortado.

—Eres muy guapa —susurraba la voz.

Anna se echó a reír.

Unas manos se le deslizaban por las piernas y el vientre, le apretaban los pechos y los pezones. Unos dedos le exploraban la boca, le buscaban la lengua, le tiraban de los labios, otros se le metían por los muslos. Enarcó la espalda, retorciéndose y estirando los brazos, se agarró del cuello de uno, le hundió la cara entre el pelo mojado y le arañó la espalda. Le respiraban en los oídos, le oprimían los labios con labios. Se la disputaban. La cogieron por los pies y las axilas y le abrieron las piernas. Le mordieron con fuerza un pezón y gritó, pero una mano le tapó la boca. La conciencia reaccionó con rabia y empezó a dar patadas y agitar los brazos. Se desprendió, tragando aquel brebaje tibio y hediondo que le bajó por la garganta. Tosiendo, se asió a los bordes de la piscina y se tumbó en la orilla, pero notó que la agarraban del gemelo y tiraban de ella.

Anna estiró los brazos e hincó las manos en el suelo. Plantó el talón en la nariz de alguien y logró liberarse entre las protestas de todos.

Jadeando, sacudida por escalofríos, se puso en pie, con las manos en el vientre, sin dejar de toser y escupir. Tenía la piel rosada y le humeaba como si la hubieran hervido. Dio unos pasos inseguros en medio del frío, frotándose el tórax; los dientes le castañeteaban. Fue a los bidones en los que había escondido la ropa pero ya no estaba.

Se apoyó en un muro, abrió la boca y soltó un chorro caliente y ácido que le regó los pies. Enseguida se sintió mejor, aunque la cabeza seguía dándole vueltas y no dejaba de temblar. Corrió alrededor de la piscina, esquivando cuerpos. Encontró un jersey hecho jirones que le llegaba a las rodillas. Dobló las mangas. Se puso un par de zapatillas y, tambaleándose, se dirigió a la escalera.

El monte se inclinaba de un lado y ella quería enderezarlo poniéndose en el otro. Por todas partes veía figuras negras. Las paredes del hotel se ondulaban y se le venían encima como olas de cemento. Aterrorizada, levantó las manos para defenderse, retrocedió y chocó con alguien que la rechazó diciendo:

—Los patos de Pascua.

Encogida como si le hubieran clavado un puñal en la tripa, se dirigió a un cobertizo.

La puerta estaba atrancada. Dio la vuelta dando puñetazos en las paredes de chapa. Exhausta, apoyó la frente en el canalón, rompió a llorar y se dejó caer al suelo.

El cobertizo descansaba sobre bloques de cemento. Se metió debajo. Allí no la encontrarían.

Los efectos del mejunje se evaporaban de su cuerpo con lentas emanaciones verdes.

La fiesta del Fuego se celebró el 2 de noviembre de 2020, día de Todos los Santos. Que cayese en esa fecha fue sin duda una casualidad.

En Sicilia se contaba que, en la noche del 1 al 2, los difuntos volvían del más allá a ver a sus deudos cargados con regalos y dulces para los niños. Cuando se levantaban, y ayudados de los mayores, los pequeños encontraban crozzi ’i mottu, una especie de sequillos crujientes rellenos de almendras tostadas, chocolatinas y otras delicias que había escondidas entre las mantas, en los armarios y debajo de los cojines de los sofás.

Quizá algunos de los huérfanos del Gran Hotel de las Termas Elíseas recordaban todavía aquella fiesta, pero habían perdido la noción del tiempo. Celebraciones, conmemoraciones y cumpleaños ya no significaban nada. Ahora era la Roja la que marcaba el ritmo del tiempo con manchas, pústulas y granos. El que llevaba un reloj de pulsera lo llevaba por vanidad. En el mercado del regateo, un reloj costaba lo mismo que un móvil, un ordenador o un Boeing 747. Menos que un caramelo Smarties.

Cuando el sol asomó entre dos montes frente al hotel, eran las siete y diez de la mañana, pero pocos pudieron disfrutar del espectáculo.

Muchos habían dejado de sufrir durante la noche. Otros muchos dormían postrados por el alcohol, las medicinas y las Lágrimas de la Picciridduna. Otros, que estaban en las últimas, miraban al frente con los ojos vítreos y los labios contraídos, como místicos en trance, o se debatían sacudidos por la tos, ardiendo de fiebre, asfixiados por el catarro. Otros, por último, se paseaban envueltos en mantas, encorvados y con unas piernas flacas como patas de marabú, buscando sobras, algo que comer.

El puntito del sol se disolvió como mantequilla en una sartén negra, se ensanchó formando un cúpula anaranjada, dejó atrás los montes tiñendo el cielo de espumas violáceas y proyectó sus rayos sobre el hotel. A las ocho y diez se coló debajo del cobertizo.

Anna, medio dormida y medio despierta, lo notó en el cuello y a través de los párpados cerrados. La cabeza le pesaba y el vientre le dolía, pero el efecto de la droga había pasado. Apretó los dedos y se pasó la lengua por los dientes. No recordaba por qué estaba allí ni lo que había pasado en la piscina, pero aún notaba las manos rapaces de los chicos que la tocaban. Se estremeció con un sentimiento de vergüenza. Abrió los ojos y vio, a unos centímetros de su cara, las tablas del piso del cobertizo, cubiertas de telarañas.

Tenía que irse de allí.

Salió deslizándose y entrecerró los ojos, deslumbrada por el sol. La multitud había aumentado y no quedaba espacio libre. Todo el mundo acampaba en torno a hogueras extintas y se protegía del frío con plásticos, mantas y cartones. Por el camino de salida transitaba en los dos sentidos una multitud que se entremezclaba.

Anna se dirigió a la puerta pasando por encima del anfiteatro. Los cascos de botella, las latas y los envoltorios de colores de las golosinas centelleaban al sol. Las gradas eran una extensión de enfermos de la que se elevaba un coro de toses, quejidos y estertores. Los guardianes se llevaban a rastras a los que no habían sobrevivido a la noche y los amontonaban al pie de las columnas. Una chiquilla de pelo largo y rojo cantaba junto a un cuerpo sin vida.

Entró en el pasaje cubierto que llevaba a la entrada, pero no era fácil avanzar contra corriente. Se vio aplastada contra la pared. No había nadie controlando a los que entraban.

Se preguntó adónde iba.

La Finca de la Morera había sido profanada e ir a Calabria sin Astor no tenía sentido. Nada tenía sentido sin Astor. Había crecido junto a su hermano como un árbol crece junto al alambre de espino, se habían fundido uno con otro y ahora eran una sola cosa.

Observó los rostros demacrados, los ojos apagados de los chicos que se empujaban para entrar.

Era uno de ellos, uno de tantos que se confundían en aquella muchedumbre de desesperados, una sardina en un banco de sardinas que la Roja devoraría, como un atún hambriento que no haría distingos.

Dejó que la muchedumbre la arrastrara de nuevo hacia dentro.

Entre dos excavadoras oxidadas, unos chicos se habían hecho un refugio y habían encendido un fuego que alimentaban con cartones y maderos. Se pasaban latas de comida y paquetes de galletas.

Anna los miraba a unos metros de distancia con la boca hecha agua. Se armó de valor, se acercó y preguntó:

—¿Me dais algo?

Los chicos la miraron.

Anna juntó las manos en actitud de oración silenciosa.

Fuera porque vieron la belleza oculta bajo los mechones de pelo sucio y la mugre que le cubría la cara, fuera porque sintieron lástima, le hicieron señas de que se sentara y le pasaron un frasco.

Anna sacó un pepinillo en vinagre blando y viscoso que se le antojó delicioso. Se lo acabó en un instante y con los dedos hurgó en el fondo en busca de los restos.

Viéndola tan hambrienta, un chico con la cabeza rapada, de rasgos femeninos, buscó en un gran bolso que tenía entre las piernas y le dio un bote.

Anna, sin leer siquiera lo que decía, desenroscó la tapa y se lo llevó a la boca. Era una papilla insípida. Sin pedir permiso, cogió del suelo una botella de Sprite y bebió. Observó a los chicos. Todos llevaban una camiseta de tirantes roja y ceñida, con un número en la espalda, y entre sus pertenencias había un balón naranja.

Descubrió que eran los supervivientes de un equipo de minibasket de Agrigento. Después de la epidemia, se habían reunido en el gimnasio y allí habían vivido los últimos cuatro años, organizando grupos de recolectores. Los mayores habían muerto. Habían tardado mucho en llegar al hotel y en el camino les había pasado de todo. Los habían atacado unos perros, una noche los habían asaltado unos chicos que les habían robado y pegado sin motivo. Al base lo habían apuñalado y al delantero derecho le había picado una víbora cuando cruzaban un campo.

—¿Sabes cuándo es la fiesta? —le preguntó un rubito, retirándose el flequillo de los ojos.

—No sé nada. —Anna había visto un frasco de pesto junto a las ascuas. Le encantaba aquella salsa verde.

—Dicen que la Picciridduna es altísima, que mide más de dos metros —terció un chico alto y delgado como un insecto palo, que debía de ser el capitán del equipo.

El rapado no estaba de acuerdo.

—No, dicen que es guapa. La tienen encerrada en la habitación 237 del hotel.

Cada uno tenía su teoría.

Anna dio otro trago de Sprite.

—¿Sabéis por qué no dejan que la veamos?

Los otros la miraron en silencio.

—Porque no existe ninguna Picciridduna. Es una mentira. Todos los Mayores han muerto.

El delgado protestó:

—Pero ésta es especial. Ha resistido. Es…, ¿cómo se dice?

—Inmune —contestó uno que llevaba un gorro de lana calado sobre la frente—. Tiene una sustancia en la sangre que destruye el virus.

Anna hizo un gesto malicioso y repitió:

—Todos los Mayores han muerto, ¿no os acordáis? —Señaló el hotel—. Este tinglado sólo sirve para que los de los collares les saquen lo que llevan a los que entran. Apuesto a que no habrá ninguna fiesta, se ríen de vosotros.

Los chicos se quedaron callados con los ojos fijos en las llamas.

Uno que permanecía aparte y tenía los labios llenos de costras y pústulas dijo con una vocecita débil:

—Te equivocas. Existe. ¡Claro que existe! —Y tosió como si fuera a echar los pulmones—. La quemarán, nos comeremos las cenizas y nos libraremos de la Roja.

—Si queréis creerlo, allá vosotros. —Cogió el frasco de pesto, untó el dedo y se lo chupó.

La atmósfera había cambiado. Ahora la miraban con ojos menos amables.

Anna se pasó la lengua por los labios.

—Lo comía siempre con la pasta.

El que estaba enfermo suspiró con un hilo de voz:

—¿Tú por qué estás aquí? —Antes de la enfermedad debía de haber sido gordo, pero ahora la piel le colgaba del esqueleto como un vestido de una percha.

—He venido a buscar a una persona… Pero no la he encontrado. No tardaré en irme.

—Vete ya —le dijo el capitán—. Nosotros estamos seguros de que nos salvaremos porque somos más fuertes… —Se quedó mirando a los otros y se llevó la mano al oído—. ¿Quiénes somos?

—¡El San Giuseppe Club! —exclamaron todos a coro, alzando los brazos.

Anna se levantó y fue a sentarse en un muro.

A unos metros de ella, unos chicos rebuscaban en la basura y se disputaban una manta.

Pasó el resto del día buscando comida y dormitando. Había intentado entrar en el hotel, pero como no llevaba collar, no se lo habían permitido.

Corrían rumores de que la fiesta del Fuego se celebraría aquella noche. Habían visto cuadrillas de guardias levantando barricadas en la cantera y hasta se decía que había un camión que se movía.

Incluso Anna empezaba a creer que ocurriría algo. Eran muchos, la expectación había crecido y se temía una rebelión.

Deambulaba sin rumbo entre la multitud. Mecheros, velas, linternas iluminaban la noche y las sábanas que tapaban los cadáveres yacientes se inflaban como velas luminosas. Las hogueras desprendían chispas y devoraban ruedas, leña, plástico y todo lo que era combustible. Las percusiones marcaban un ritmo rápido y monótono. Un par de veces se cruzó con Pietro. La rondaba sin atreverse a acercársele.

El cansancio ralentizaba sus pensamientos, que se sucedían lentos y eran poco importantes.

Le tocaron el hombro.

—Perdona…

Se volvió y se halló frente a una especie de simio. Tenía una cabeza ovalada que parecía hecha de plastilina, una nariz chata y dos ojillos negros. Los hombros le caían a pico como vertientes de un tejado. Se había pintado la cara de rojo y blanco y la boca de verde como si fuera a ver un partido del equipo nacional italiano. Iba desnudo, a excepción de unos calzoncillos sujetos con una goma negra y en los que decía: «Sexy boy» que le ceñían las nalgas.

—El jersey es mío. Me lo has quitado en la piscina.

Anna se cogió el jersey hecho jirones.

—¿Te refieres a esto?

—Sí. ¿Podrías devolvérmelo? —No pronunciaba bien las erres ni las pes.

La chica se encogió de hombros.

—Era de mi abuelo Paolo —explicó el de los calzoncillos. Las llamas de las hogueras iluminaban una sonrisa demasiado cándida y perfecta que se movía independientemente de los labios.

Una vocecita prudente rogó a Anna que se callara, pero ella no la escuchó.

—¿La dentadura postiza también era de tu abuelo?

El otro cambió de tono y empezó a escupir saliva:

—Devuélvemelo si no quieres que…

—Si no quiero ¿qué? —Anna se dio cuenta de que el aturdimiento que la había invadido todo el día había desaparecido. La adrenalina la inflamó y se sintió viva, con ganas de pelea—. ¡Pues toma! —Y, dando un grito, se abalanzó sobre él y le dio con la cabeza en la panza. Fue como golpear la puerta de un frigorífico. Rebotó y cayó al suelo, en medio de un corro de espectadores que los alumbraban con linternas dispuestos a disfrutar del espectáculo.

El de los calzoncillos, en jarras, la miraba indeciso.

—¿Qué querías hacer?

Anna se levantó, sacudió la cabeza y arremetió de nuevo, pero la esperaba una mano ancha como una pala de cocer pizzas que le soltó un bofetón.

Anna giró sobre un pie como una bailarina torpe y, al caer, se golpeó con la clavícula en el borde del muro que flanqueaba la calle. Una punzada de dolor le atravesó el hombro.

Los del corro animaban a gritos al de los calzoncillos, que abrió los brazos y apretó los puños.

—¿Me lo devuelves o no?

Anna observó el cielo. Las estrellas eran agujeritos temblorosos por los que se filtraba la luz de un inmenso sol que había detrás del telón de la noche. En los dientes notaba el sabor metálico de la sangre.

Éste te mata. Dale el jersey y listo, le aconsejó la vocecita prudente.

Pero el público la incitaba al combate y no podía decepcionarlo. Su rival no era más que un gordinflón como el que se había llevado a su hermano.

Escupió un salivazo sanguinolento.

—Ya sé quién eres. Eres el Picciridduno.

Al de los calzoncillos no le hizo gracia. La cogió por el brazo y por el gemelo y la levantó por los aires como si fuera un muñeco de trapo. Anna cerró el puño y le propinó un golpe certero en la nariz mocha. Los ojos del bruto explotaron, escupió la dentadura y, soltándola a ella, se llevó las manos a la cara.

El público, traidor, empezó a animarla a ella. Dos espectadores se peleaban por la prótesis como si fuera una pelota de tenis que hubiera caído en las gradas del Roland-Garros.

Anna se levantó, dio dos saltos y le soltó una patada apuntando a sus partes. Le dio en la ingle.

El de los calzoncillos se dobló sobre sí mismo, gimoteando. Anna levantó los brazos para excitar al público y olvidó la única regla verdadera que existe en la lucha: no perder nunca de vista al adversario.

El de los calzoncillos se lanzó contra ella con los brazos abiertos y la golpeó en el costado. Anna cayó de espaldas entre cascotes y basura. El impacto la dejó sin respiración. El ogro brincó el muro y le pegó un puñetazo fortísimo en el hombro.

La espalda de Anna se arqueó, su cabeza se levantó. Lanzó un alarido agónico y cayó ensordecida por sus propios quejidos. Caras, brazos, llamas se diluían y se condensaban en medio de destellos de luz amarilla. Veía al adversario, imponente como una montaña, empuñar un bastón y a la multitud que ondeaba a cámara lenta como si fueran pelotas entre las olas del mar.

De todas las muertes posibles, aquélla era la más estúpida: morir a manos de alguien que quería que le devolvieran el jersey de su abuelo Paolo.

Anna se cubrió la cabeza y apretó los párpados.

Una explosión estremeció el monte.

Abrió los ojos.

En el firmamento estrellado, una hortensia bermellón proyectó parábolas amarillas que se extinguieron tras las paredes del hotel. La siguieron una esfera verde que despidió saetas blancas y explosiones menos luminosas, pero más sonoras, que repercutieron en el valle.

El de los calzoncillos, cuyos ojillos brillaban con luces de colores, soltó el bastón y se puso a aplaudir con sus manos rollizas. Todos miraban hacia arriba y abrían la boca maravillados.

—¡Ha empezado la fiesta del Fuego! —gritó alguien.

Como un organismo pluricelular, la masa humana acampada en torno al hotel se extendió por las laderas del monte, ocupó senderos y caminos, rebasó las extensiones de basura, atravesó los bosques, escaló las montañas de escombros y se dirigió gritando a la cantera.

Habían retirado la valla que cortaba el paso. Un río de chicos inundó el camino, guiado por las hogueras que ardían en el fondo del valle. Había quienes, en la oscuridad, se despeñaban, resbalaban en los guijarrales, eran aplastados.

Del anfiteatro también acudían a la explanada grupos de chicos con fiebre, cojos, pustulosos. Unos caminaban a duras penas ayudándose de muletas, a otros los sostenían sus compañeros, otros se rendían y se dejaban arrollar por la corriente.

Anna, apretujada, tuvo que combatir contra cientos de brazos, de hombros, de caras aterrorizadas, de cuerpos apiñados. Una ola la oprimía y la empujaba hacia delante.

Se volvió y vio un camello. La cabeza del animal se balanceaba desarticulada. En la grupa, agarrados, iban tres chicos con sendas antorchas. Lanzando berridos desesperados, el animal se llevaba por delante a quien se cruzaba en su carrera. La lengua le colgaba de la boca como si fuera una enorme babosa morada. Anna se arrojó al suelo y dejó que pasara. Cuando se levantó y siguió corriendo, vio el culo pelado del cuadrúpedo que se alejaba por el pasillo abierto en la muchedumbre. Un par de desesperados se habían asido de la cola y se dejaban arrastrar procurando mantenerse en pie.

Anna llegó al final del camino y se halló ante un mar oscuro de cabezas que ondulaba cubriendo la explanada y extendiéndose por los montecillos de arena y los guijarrales. Dividía el valle una larga franja de basura que ardía despidiendo lenguas de fuego. A un lado, se aglomeraba el público; al otro, detrás de una cortina de humo denso, estaban la grúa del esqueleto, los montones de huesos y el camión cisterna en el que ella y Pietro se habían escondido. Intentó abrirse paso, pero a los pocos metros renunció. La silueta de la nave sobresalía de la multitud como una isla de chapa. En los destellos rojizos, figuras pequeñas como hormigas trepaban por los pilares que sostenían la estructura.

Bordeó la multitud y se abrió paso entre los que intentaban escalar. En los pilares se había formado una columna humana y algunos, al no encontrar dónde agarrarse, caían sobre los que tenían debajo.

Anna se agarró a travesaños oxidados, a hombros, a brazos, apoyó los pies en cabezas y llegó al tejado de chapa ondulada. Bajo el peso de cientos de chicos, la chapa se doblaba. Pudo encontrar un hueco en la misma vertiente y se sentó.

La barrera de fuego devoraba crepitando neumáticos y plásticos, y tapaba las estrellas y la luna. Ahora reinaba un extraño silencio, sólo interrumpido por el ruido de un motor que traqueteaba en alguna parte en la oscuridad.

—¿Y ahora qué pasa? —le preguntó una chica que tenía al lado. Llevaba un brazo vendado con gasas sucias y le faltaban tres dedos de una mano.

—No lo sé —contestó Anna.

Pasó un rato y la multitud volvió a rumorear.

De pronto se oyó una música alta y la voz de una mujer amplificada y distorsionada empezó a cantar: «Si quieres irte te entiendo… Sí… Aún puedes atraparme… Sensual en mi corazón… Porque aún te amo.»[2]

Se oyó un clamor.

Uno de los que había en el tejado dijo que la que cantaba era la Picciridduna.

Uno tras otro, se encendieron tres faros eléctricos que transformaron el humo en una masa iridiscente que se reflejaba en miles de rostros atónitos.

El público tomó aire al mismo tiempo y contestó con un «¡Ohhh!» maravillado.

—¿Qué es aquello? —La chica señaló con los tres dedos[3] algo que se veía por encima de la cortina de humo—. Mira.

Una forma oscura, inmensa, se condensaba en la niebla. Sopló una racha de viento en el valle y apareció el gran esqueleto que flotaba en el aire colgado por la cabeza.

Se movía lento y desarticulado. Levantaba un brazo y bajaba el otro, doblaba una pierna y extendía otra, parecía un astronauta en el espacio. Cuadrillas de diablillos azules, pendientes de cuerdas atadas a las muñecas, a los codos, a las rodillas y a los tobillos de la marioneta, se elevaban por el aire y volvían a caer equilibrando el peso de las extremidades.

Parecía que el gigante fuera a saltar por encima de la cortina de humo. A la luz de los reflectores, los huesos con los que lo habían decorado temblaban y semejaban pelo.

La masa excitada se empujaba, acercándose a las llamas, pero el calor la hacía retroceder.

Luego empezó a cantar un hombre: «Lo escucharán los americanos que ayer precisamente se fueron y con sus camisas de flores colorean nuestras vidas y nuestros días de primavera… Y de tus ojos preciosos…»[4]

Ante aquel espectáculo de música y luces eléctricas, todos los que había en el tejado se pusieron en pie y se abrazaron con los ojos llorosos.

Sólo los Mayores pueden hacer algo así, pensó Anna, mientras la chica de al lado le cogía la mano y le decía:

—No es verdad… No es verdad.

Un proyector descendió y se deslizó por encima de los miles de cabezas, pintándolas de luz y haciendo que saltaran excitadas. El haz se desplazó deslumbrando a los del tejado, que empezaron a batir los pies, transformando la nave en un tambor.

Dentro de la construcción, un motor se encendió y sonó una sirena.

Anna, cegada, se agarró al tejado. Abajo, cientos de chicos daban puñetazos contra las paredes.

El motor se aceleró y las puertas se abrieron, repeliéndolos. Apareció el morro verde de un camión.

Anna vio que el vehículo penetraba en la multitud como un rompehielos, en dirección al esqueleto. La masa se abría para dejar que pasara y enseguida se cerraba de nuevo. El largo remolque tenía los laterales bajados. Subidos a él, iban decenas de niños de azul con bastones y antorchas como si fueran en una carroza de carnaval.

En medio, entre volutas de humo negro, sobre un pedestal, entre Rosario y Angelica, que incitaban a la multitud, había un extraño ser alto y enjuto encadenado. Tenía la piel tan blanca que parecía que nunca hubiera estado expuesto al sol. Los brazos le colgaban largos y rectos. Una fila de prominencias puntiagudas le recorría la espalda. El cráneo calvo y alargado era muy grande y las orejas muy pequeñas y carnosas. Una barba rala, entreverada de gris, le caía como un babero por unos pechos de mujer que colgaban fláccidos sobre unas costillas hundidas.

—¡La Picciridduna! —gritaron los del tejado, y se adelantaron para verla mejor.

Cinco o seis, empujados por los de detrás, cayeron sobre la multitud, que los engulló.

A Anna le costaba mantener el equilibrio pero no podía evitar mirar al extraño ser.

Tenía la frente baja y redonda y carecía de cejas. Esbozaba una sonrisa boba y por la boca desdentada le salía un hilo de saliva que le caía sobre la barba canosa. Los ojillos, negros como ónix, tenían una expresión atemorizada. Sacudía la cabeza como si quisiera ahuyentar un enjambre de avispas.

En aquella mirada reconoció Anna la idiotez.

Se acordó de Ignazio, el hijo de la mujer que venía a limpiar a la finca una vez por semana. Al pobre le faltó el aire cuando nació y se quedó tonto. Se revolcaba por el suelo babeando, con la cabeza encogida sobre el hombro, y se comía todo lo que encontraba, caca incluida.

Anna se preguntó por qué se había salvado la Picciridduna de la Roja. Quizá porque era medio hombre y medio mujer. Seguro que no era un Mayor de verdad.

No salvará a nadie. Ni siquiera se salvará a sí misma.

En los labios de la chica se formó una sonrisa amarga, mientras todos, enloquecidos, se arrojaban sobre el carro queriendo tocar al ser deforme, aunque eran repelidos a bastonazos por los niños de azul.

Su hermano iba en una punta del camión y, como los demás, luchaba contra hordas de manos que trataban de hacerle bajar.

Anna lo llamó con todas sus fuerzas, pero su voz se perdió entre los gritos, la sirena y el crepitar del fuego.

Miró al suelo. Por un momento estuvo tentada de saltar. Al fin, se dirigió a cuatro patas al pilar por el que había subido. En el centro, el tejado se había hundido y dentro de la nave se agitaba una maraña de cuerpos.

Bregó con los otros para bajar, agarrándose a pelo y camisetas. Cuando iba por la mitad, le fallaron las fuerzas y se dejó caer sobre la multitud, que la acogió en su seno. Junto con cientos de chicos más, se lanzó a correr tras el camión.

Corrientes humanas que chocaban gritando la arrastraron primero hacia delante y luego hacia atrás.

El camión se alejaba dando bocinazos en dirección al esqueleto y racimos de chiquillos histéricos se agarraban a los laterales y a la cabina. Entró en el fuego con todo su séquito.

Lo que entonces sucedió no lo supo Anna, porque estaba muy lejos, pero sí vio que la marioneta, con una llamarada, se inflamó y ardió por completo en unos segundos, convirtiéndose en una antorcha que iluminó toda la cantera. Un brazo incandescente se separó del tronco y las llamas envolvieron el camión cisterna.

La explanada era un hormiguero frenético, todos escapaban en todas las direcciones, y Anna, inmóvil, miraba el infierno al que se había dirigido su hermano.

El mundo explotó.

El camión cisterna, con un estruendo, se convirtió en una bola roja. Se elevó en la oscuridad y se expandió, despidiendo meteoritos que dejaban estelas luminosas y silbantes que acababan cayendo sobre la multitud y sobre los montes de arena, e incendiando los pinos de las laderas. La onda expansiva, cual bofetada candente, repelió a Anna y le quemó la cara, el cuello, las pestañas, le entró por la boca y le llegó a los pulmones.

La esfera se contrajo y un manto de humo negro y denso se extendió por todo el valle. En la niebla perlada se elevaban remolinos de fuego y en medio del humo aparecían y desaparecían figuras negras.

Anna se levantó y echó a andar. Abría y cerraba los párpados para limpiarse los ojos de lágrimas. Tosía, sofocada por las emanaciones acres de la gasolina. Chocó con una niña que corría ciega y cayó al suelo. Se levantó y siguió avanzando hacia el incendio. Su hermano estaba allí. El calor le quemaba las piernas y se preguntó si no estaría ardiéndole el pelo.

Alguien, por detrás, la cogió del hombro.

—Anna.

Anna movió la cabeza y no se volvió.

—Anna.

Esta vez la cogió de la muñeca.

Pietro, negro de hollín, con la camiseta rasgada, llevaba en brazos a un niño que apoyaba la cabeza en su hombro.

La chica se acercó llevándose las manos a la cara.

El niño levantó un poco la cabeza, la miró y estiró el brazo.

—Anna.

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