Anna

Anna


Tercera parte. El Estrecho » 8

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Por arriba, la arena estaba caliente, pero en cuanto excavaba un poco con los pies, la notaba fría y húmeda. Anna estaba tumbada sobre una toalla y el sol tibio le calentaba la frente y los miembros. Unas olas perezosas arrastraban los guijarros de la orilla y las gaviotas chillaban mar adentro.

Se sentía lánguida y sin ganas de nada.

Giró la cabeza, abrió los ojos y vio el rabo y las nalgas huesudas de Mimoso, que estaba acostado junto a ella. Los cojinetes negros y escamosos de los dedos le temblaban como si estuviera soñando que corría. En la orilla del agua, Astor, desnudo, jugueteaba con las olas. Los brazos parecían varas que salieran de sendos flotadores verdes. Con la punta de los pies, trazaba rayas en la arena que las olas borraban.

—¿Qué haces? —le gritó.

El niño la observó un instante, cogió un palo largo y nudoso y corrió a su lado, salpicándola de arena.

—Cuidado… —se quejó Anna, limpiándose la cara.

—¡Mira qué chulo! —Astor agitó el palo en el aire.

—Un palo.

—No es un palo. —Señaló una ranura oscura en la madera blanca—. Es una serpiente. ¿Ves la cabeza? Tiene hasta boca.

—¿Tienes hambre?

—Una poca.

—¿Nos vamos?

—Dijiste que nos bañaríamos.

—¿Cuándo? No me acuerdo.

—Ayer. —El hermano le cogió el dedo y quiso levantarla.

—¿Seguro? —Anna se incorporó y se desentumeció la espalda. En el horizonte se habían elevado unas nubecillas que parecían columnas de vapor blanco. En una punta de la bahía, donde Cefalú metía su viejo hocico de piedra en el agua, una bandada de gaviotas sobrevolaba un banco de peces.

—Venga… —gimoteó el niño.

—Bueno.

Astor exhibió feliz su colección de dientes torcidos y se revolcó en la arena. Se levantó, se acercó brincando a Mimoso y lo cogió del rabo.

—¡Al agua!

Anna protestó.

—¡Déjalo en paz!

Pero el niño, sin soltar al animal, gruñía tratando de arrastrarlo.

Aquel perro era un santo. Se lo habían encontrado al salir del hotel y Astor y él enseguida habían hecho amistad. Su hermano lo montaba, le tiraba de las orejas, le exploraba las fauces como si fuera un domador de leones. No lo dejaba dormir. Pero cuando jugaba con el niño, el animal era delicado como si temiera romperlo. Hacía como que le mordía, pero sin apretar. En el largo viaje que habían hecho hasta Cefalú, no lo había perdido de vista en ningún momento. Si Astor reducía el paso, Mimoso iba y venía de un hermano al otro incansablemente.

—¿Por qué no quiere bañarse?

Anna se encogió de hombros.

—No le gustará.

—¿Por qué?

—No lo sé. ¿A ti te gusta el melocotón en almíbar?

Astor hizo una mueca.

—¿Esas cosas blandas metidas en un líquido transparente? No, me dan asco.

—Pues a él le dará asco el mar. Conque no lo molestes porque, como un día se enfade y te muerda, ganado te lo tendrás.

Los dos hermanos echaron a andar, cogidos de la mano, hacia la playa. Junto a las barcas invertidas había una pequeña tabla de surf de poliestireno con manchas de alquitrán. Le faltaba la punta, parecía que la hubiera mordido un tiburón.

Anna se quitó los pantalones vaqueros cortos y se quedó en bikini, uno verde con lunares blancos y con un sujetador acolchado que la hacía parecer mayor. Sacó de la mochila unas gafas y un tubo, cogió la tabla y se metió en el agua. Astor la adelantó y se zambulló de bruces, lanzando gritos de alegría.

Aunque era un invierno suave, el agua estaba helada. La chica avanzaba encogida como si caminara por una alfombra de cristales. Su hermano, indiferente a la temperatura, intentaba bucear con la nariz pinzada, pero los flotadores lo mantenían en la superficie.

Anna avanzó hasta que el agua le llegó a los muslos y entonces se tendió en la tabla.

—Motor, arranca —ordenó, colocándose las gafas.

Astor se asió de la popa de la tabla y empezó a hacer pedorretas.

—Adelante. Despacio. Siempre recto.

La chica sumergió la cabeza con el tubo puesto. Debajo vio una superficie de guijarros grises y bancos de arena barrida por la corriente. Era un paisaje mudo que tenía poco que ofrecer, pero que Anna no se cansaba de observar. Cuando respiraba por el tubo y notaba el agua borbotear en los oídos, se sentía en paz.

—¡Cuidado! —gritó por el tubo, doblando la espalda como si le hubieran dado un latigazo. Por el cristal empañado vio que Astor agitaba los pies como un condenado—. ¡Despacio, que me mojas! ¿Eres tú el motor?

—Sí —contestó el hermano, muy serio.

Anna dijo, silabeando bien:

—Pues entonces, motor, escucha: ve despacio y no salpiques, o te desinflo los flotadores y mueres ahogado.

—Vale.

Reanudó la exploración. Bancos de mújoles que se perseguían, salmonetes que barrían el fondo con sus bigotes. Con la cabeza sumergida, los pensamientos se formaban con pereza, crecían y estallaban en burbujas abstractas. No estaría mal perder los huesos, ser de gelatina transparente en lugar de carne y dejarse llevar por la corriente como una medusa. Hundirse despacio hasta las profundidades abisales y encontrarse allí, entre las criaturas luminosas que las habitan, a Cola Pez, el chico que cargaba a hombros con Sicilia.

Mar adentro, el fondo salpicado de matas de posidonia se volvió más azul y de pronto apareció un gran bloque de cemento verde y marrón cuajado de mejillones y rodeado de pececillos con la cabeza de colores. Era un pequeño planeta que bullía de vida en medio de un desierto de arena.

—Motor, alto.

Ya había visto otros bloques como aquél y no sabía qué eran. Quizá eran para amarrar las barcas. Justo al lado vio como dos piedrecitas amarillas con una raya negra en el medio. Las miró por todos lados hasta que, poco a poco, fue distinguiendo una forma mimetizada. Era del color de la arena, aunque ligeramente distinto. Alrededor de aquellas dos piedrecitas, que debían de ser los ojos, había una corona de tentáculos carnosos.

—¡Un pulpo! ¡Es un pulpo! —dijo toda excitada, y notó que el hermano le cogía un tobillo.

—¡Hala! ¿Y cómo es? ¿Es grande? —Astor temblaba como si le hubiera dicho que allí abajo había una cesta llena de embutidos. No había visto nunca un pulpo vivo, pero había tenido uno de peluche.

—Está escondido en la arena. —Le pasó las gafas. Astor empezó a bracear y a tragar agua y Anna temió que se sintiera mal.

—Por favor, por favor, ¿me lo coges? —Astor pestañeó como hacen los niños buenos. Se acordó de sí misma cuando, delante del escaparate de la juguetería de la calle Garibaldi, le pedía a su madre que le comprara la Barbie china con su oso panda y su vestido rojo.

—No llego. Está muy hondo.

—Pero sabes nadar.

—Una cosa es nadar y otra bucear. Además, ¿cómo lo cojo?

—Con las manos. Es bueno. No muerde.

Una vez su padre pescó un pulpo en el parque natural del Zingaro. Salió del agua todo ufano con aquel ser que se estiraba y se contraía clavado en la punta del arpón y lo golpeó contra las rocas como si fuera un paño de la colada. Lo hizo, según le explicó, para ablandarlo, pero cuando lo cocieron quedó convertido en una especie de mustia flor carnosa.

—Quiero jugar con él —dijo Astor.

—Puedo intentarlo. —Anna se deslizó hasta el agua. Millones de alfileres helados le pincharon la piel. Miró al fondo. Ya no estaba tan segura de que fuera un pulpo ni sabía cuántos metros había. Sin duda serían como tres o cuatro Annas puestas una encima de la otra. Y, además de bajar, tenía que subir.

Empezó a inspirar y espirar hinchando los pulmones. Se daría por contenta si llegaba al fondo y cogía un puñado de arena. Contó hasta tres, cerró la boca y se sumergió. A las dos brazadas notó que, por efecto de la presión, las gafas le oprimían la cara. También empezó a notar molestia en los oídos. Procuró no hacer caso, pero enseguida sintió como si le perforaran los tímpanos. Volvió a la superficie y se agarró jadeando a la tabla.

—¿Lo has cogido? Enséñamelo.

A veces Anna se preguntaba si su hermano no sería tonto.

—¿Es que no ves? ¿Traigo acaso un pulpo en las manos?

Astor reflexionó.

—Podrías habértelo metido en el bikini para darme una sorpresa.

—Motor, en lugar de pensar, arranca y llévame a la playa.

—Va, inténtalo otra vez.

—Me muero de frío.

Decepcionado, el niño arrancó con una pedorreta.

—Oye, Anna, ¿y cuántos tentáculos tiene un pulpo?

—No lo sé.

—¿Diez?

—Puede.

—¿Y por qué tiene diez y no nueve? Y ventosas, ¿cuántas?

—Muchas.

—¿Y por qué tiene tantas?

—Porque son así.

Desde que había estado con los niños de azul, Astor había cambiado. Era más suelto de lengua y no hacía más que hablar. El encuentro con el mundo lo había hecho menos introvertido y más petulante.

—Y si una ventosa se te pega, ¿puede arrancarte la piel?

—No lo sé.

El hermano la alcanzó a la carrera y la cogió de la muñeca.

—Otra cosa: ¿los pulpos tienen pilila? ¿Y por qué no viven en la tierra en vez de en el mar?

Anna se detuvo en seco.

—¡Ya está bien! No sé nada de pulpos.

Una pregunta pasó por los ojos despiertos del niño.

Anna se llevó el dedo a los labios.

—No me preguntes nada más. No vuelvas a hablar hasta que lleguemos a casa. Si tienes preguntas, te las guardas, eliges cuatro y me las haces mañana.

Astor la miró extrañado.

—¿Por qué cuatro?

—¡Chis!

Iban por el paseo marítimo de Cefalú. Los tres: el perro delante, Anna en medio y Astor detrás con cientos de preguntas en la punta de la lengua.

La arena había cubierto la carretera, las aceras, los bancos de hierro, y sólo sobresalían algún que otro muro de cemento y las farolas, corroídas por el óxido. La fila de restaurantes que había al otro lado de la carretera formaban un bloque. Muchos letreros seguían en su sitio: La Gaviota, Casa Nino, La Cueva del Pirata, pero, tras cuatro años de abandono, las fachadas se veían descoloridas y las puertas y ventanas agrietadas. Muchos locales tenían los cristales rotos y el interior estaba lleno de plásticos, maderos y tumbonas que el mar había arrastrado. En uno había incluso una barca boca abajo.

—¿Mañana volvemos por el pulpo?

—Calla.

Ante los hermanos se extendía la bahía, en cuyo extremo había un puertecito, al pie del pueblo. Casas de piedras, apretujadas, se asomaban al mar en medio de un caos de arcos, ventanas y balcones. Tras los tejados de tejas oscuras descollaban los dos campanarios cuadrados de la catedral y las paredes escarpadas de la Roca, una montaña circular que parecía un panetón.

Pasaron por un aparcamiento lleno de coches con manchas de salitre y guano blanco, siguieron por una callejuela estrecha de cuyas casas sobresalían balcones, farolas, cables eléctricos y cuerdas que en el pasado se usaron para tender la ropa. Las persianas de las tiendas estaban bajadas y muchas de las ventanas atrancadas. Aún se veían señales que indicaban la catedral, bares, hoteles.

Los saqueos y los incendios que habían devastado Sicilia no habían llegado a Cefalú. Había encontrado pocos esqueletos en las casas, como si los habitantes hubieran abandonado el pueblo antes de que la epidemia los matase. Ahora era un refugio para ratas, patos y colonias de gaviotas. Mimoso se había encargado de que casi todos los gatos desaparecieran.

Anna se detuvo delante de la librería La Brújula. Intentó levantar la persiana, pero estaba cerrada. Al lado había una puertecita verde con la luneta abierta.

Aupó a Astor y éste se coló como una ardilla. Un instante después se abrió la puerta, que daba a un patio interior enlosado. En las macetas que había arrimadas a las paredes crecía una selva verde. En un rincón resistía el bar La Cometa, con mesas de hierro junto a una tarima. Un cartel informaba de que el jueves actuaría el Mariano Filippi Jazz Trio.

Anna cogió una silla y rompió con ella el cristal de una ventana. Saltó por encima de la repisa, seguida de su hermano, y encendió la linterna.

La librería estaba llena de expositores de postales, de platos pintados, de jarrones con forma de cabeza y de soles de cerámica con la cara sonriente. En las mesas había pilas de ladrillos de colores y cajas llenas de objetos de recuerdo. Si Cefalú tenía un defecto, era el de ser un inmenso recipiente de fruslerías de cerámica.

Anna siguió inspeccionando y encontró en un rincón unas estanterías con libros. Libros de cocina siciliana, guías turísticas y un tomito con la cubierta plastificada.

—¡Ajá! —Se lo mostró a Astor.

—¿Qué es?

—Lee. —Enfocó el título con la linterna.

Astor se rascó la nariz.

—La… pes… ca sub… ma… rina. La pesca submarina.

Aquellos meses que habían pasado viajando no habían hecho ejercicios. Tenían que retomarlos.

—¿Qué significa «submarina»? —preguntó Astor.

—Significa bajo el agua.

Los ojos de Astor se despertaron.

—¿Entonces podremos pescar pulpos?

—Veremos.

Salieron al patio y Anna se sentó a una mesa.

El hermano se le acercó con aire impasible.

—¿Qué va a ser, señorita?

Después de oír hablar tanto de bares y restaurantes, Astor había decidido que, cuando fuera mayor, sería camarero, porque los camareros están todo el día rodeados de comida.

Anna no se decidía.

—¿Qué me recomienda?

—Carne con tomate y leche de almendra.

—Tráigame leche de almendra.

El niño corrió a un rincón y manipuló unos vasos imaginarios.

—Aquí tiene.

Anna bebió el líquido inexistente.

—¡Ahhh! ¡Buenísimo!

El libro dedicaba tres páginas al pulpo, el rey de los invertebrados. Descubrieron que tenían ocho tentáculos y eran tan inteligentes que podían resolver problemas geométricos. Y, sobre todo, que eran animales solitarios: buscaban un refugio y en él se quedaban. Anna le enseñó las fotos a su hermano, que movía la cabeza con asombro. Nunca había visto un animal tan raro.

—Es más raro que las lagartijas melenudas.

—¡Aquí estáis! ¿Cómo habéis tardado tanto? —Pietro salió de un garaje que daba a una callejuela. Iba blanco de polvo como un panadero que acabara de amasar—. Mirad lo que he encontrado…

Astor no le dejó acabar. Con habla atropellada y comiéndose las palabras, le refirió la aventura que habían corrido en el mar. Luego lo cogió de la mano y lo obligó a sentarse en un escalón y mirar las fotos del libro.

Anna se apoyó en la pared y cruzó los brazos. Pietro la miró.

Ella agachó enseguida la cabeza, ruborizada. Esperó unos segundos, pero cuando volvió a mirar, él seguía observándola con una sonrisilla de…, no sabía decir de qué. Ladeó la cabeza y dijo, moviendo los labios:

—¿Eres tonto o qué?

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