Anna

Anna


Tercera parte. El Estrecho » 10

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Anna le arrebató el libro de las manos a su hermano.

—¡Ya está bien con el dichoso pulpo! A ver qué ha encontrado Pietro.

El chico los llevó a un garaje de paredes encaladas ocupado en gran parte por un BMW gris cubierto con una lona. Entre botes, cajas y herramientas, había una Vespa con sidecar azul con el sillín blanco, flecos en los puños y el asiento del cochecillo de paja trenzada de imitación.

Pietro montó y asió el manillar.

—Ésta arranca, ya verás. Incluso tiene las ruedas infladas. Cabemos todos.

Anna, que se esperaba por lo menos una provisión de frascos de Nutella, no pudo evitar sentirse decepcionada y procuró disimular diciendo:

—Preciosa.

—¿No lo ves? —Pietro le mostró el motor—. Podremos movernos más rápido.

Ella guardó silencio.

El chico ladeó la cabeza y la miró tosiendo.

—¿Qué pasa?

—Nada. ¿Y adónde iremos?

—¿Cómo que adónde? A Messina.

—Ya. Pero… —¿Es que no estamos bien aquí? Esto se lo calló.

—Pero ¿qué?

—Nada. —Se dio cuenta de que había endurecido la voz—. ¿Y qué haremos con Mimoso?

Pietro se dio un manotazo en la frente.

—No lo había pensado… ¡Lo meteremos en el sidecar, con Astor!

—No cabrá. —Anna cogió un destornillador y resopló—. Voy a casa.

—Yo me quedo otro poco. Quiero limpiar la moto.

Astor se colgó del brazo de su hermana.

—Tengo hambre.

—Vamos —dijo Anna, y salieron del garaje.

Anna estaba furiosa.

Tonto del bote…

Pietro no quería quedarse en Cefalú. Quería irse porque se había cansado de ella.

Astor corría a su lado sofocado.

—No corras tanto. ¿Por qué estás enfadada?

—No estoy enfadada. Date prisa.

La sola idea de que Pietro quisiera abandonarla la aterraba. No se imaginaba otra vez sola. ¿Qué estaba pasándole? Nunca había necesitado a nadie y ahora dependía de aquel fanfarrón. Su humor se adaptaba al de él. Si Pietro estaba contento, ella se ponía contenta; si estaba serio, ella se ponía seria. Y bastaba que la llamase Annina para que se volviera idiota. En cuanto veía un espejo se plantaba delante, ya no le gustaba su nariz y odiaba el lunarcito que tenía en el pómulo. Para que no se le viera el colmillo desportillado que tenía, reía sin abrir los labios y se pasaba horas probándose ropa. Estaba tan cansada de sí misma que a veces, para desahogarse, arremetía contra Pietro, aunque enseguida se arrepentía. O intentaba escapar, aunque un elástico invisible la traía de vuelta.

Era un infierno que no habría cambiado por nada del mundo. La vida se componía ahora de minutos, y cada minuto que vivía junto a Pietro era un regalo. El aburrimiento había desaparecido. Aquel bobo la hacía reír, le hacía ver el mundo con una mirada menos grave y preocupada que aquella con la que ella lo veía. Además, tenía que admitirlo, era muy guapo. En aquellos meses, su nariz, sus ojos, su boca, su barbilla habían hallado sus justas proporciones. Ahora eran perfectos.

Pero había una cosa que la tenía en vilo: aún no sabía si era o no era su novia. Tenía ganas de acorralarlo contra una pared y preguntarle: «¿Somos novios o no?»

El problema era que temía la respuesta.

Dando vueltas por el pueblo habían encontrado un pisito en lo alto de un viejo edificio que daba al puerto. Unas escaleras mal iluminadas llevaban a una puerta por la que se entraba a un salón con suelo de ladrillo de terracota. Tres sofás blancos formaban una U en torno a una mesita de cristal y una larga cristalera daba a una terraza llena de plantas. Muchas de estas plantas se habían secado, pero otras, como los limoneros y las cicas, habían crecido y no cabían en las macetas. En medio había una mesa de hierro fundido con tablero de cerámica y a los lados una fila de tumbonas. A la izquierda se veía el pueblo nuevo que se extendía por la bahía. Al pie del edificio, y delimitada por un malecón de cemento, había una playita de arena con un par de barcas que se habían salvado. El mar se veía tan transparente que parecía que no hubiera mar. Del salón, y a través de un arco, se pasaba a una cocina con muebles lacados de rojo. En los cajones había cubiertos bien ordenados y en los estantes vasos y platos. En el armario del pasillo había ropa blanca bien doblada.

Pero nada podía compararse con la habitación, en la que había una cama con baldaquín de cortinas finas como gasa. En el piso de cerámica brillante había una alfombra que representaba a una tigresa asomando entre la vegetación. En ella se acostaba Mimoso. Cuando uno se tumbaba en la cama, veía el techo abovedado pintado de azul con cientos de estrellitas doradas. Las puertas y ventanas herméticas habían preservado el piso de polvo, insectos, manchas de humedad. Era evidente que los propietarios no habían vivido allí durante la epidemia. Aparte de que no había luz, agua ni gas, todo estaba perfecto, y Anna quería mantenerlo así. Aunque con aquellos tres cochinos era imposible.

El asqueroso de Mimoso no había aprendido a orinar fuera y cuando tenía ganas levantaba la pata y se meaba en los sofás. Un día hasta se cagó en la mesita. A Astor, en cambio, le encantaba hacer de vientre en el váter, «como los Mayores». Pero como la cisterna no tenía agua, el cuarto de baño era zona prohibida. Pietro no era mucho mejor, aunque por lo menos se iba a cagar al piso de abajo y se descalzaba antes de meterse en la cama.

Pietro entró en casa y encontró a Anna y a Astor echados en los sofás.

—¿Qué hacéis? —preguntó.

El niño se levantó de un salto.

—Te esperábamos. —Corrió al mueble bar y sacó una botella de licor de arándanos—. Tenemos que bebérnosla toda, hemos visto el pulpo.

—¡Bien dicho! —Pietro no rehusaba nunca un trago. A veces se emborrachaba tanto que no se tenía en pie, y entonces Anna le echaba una manta por encima y lo acostaba en el sofá.

Empezaron a pasarse la botella y en menos de diez minutos estaban los tres como una cuba. La conversación se atascaba, entre bostezos, y el viento batía los cristales.

Anna observaba a Pietro que, hundido en los cojines, apoyaba las piernas en la mesita. Llevaba un anorak, una camisa, unos pantalones largos e iba en calcetines.

Nunca se quitaba la ropa ni iba a la playa. Siempre tenía algo que hacer. Anna sospechaba que quería evitar que le vieran las manchas, pero prefería no pensarlo. Desde los días del hotel, la cuestión del virus había sido arrinconada. Fingían, con un acuerdo tácito, que no existía. Con el paso de los días, la Roja se había convertido en un ruido de fondo, como el del mar, que se colaba por las ventanas cerradas y sólo se oía si se prestaba atención. Sin embargo, cuando menos se esperaba, el cuervo agitaba las alas y acababa con toda felicidad.

De pronto, Pietro se puso en pie y dio unas palmadas.

—¿No cenamos? Dentro de poco se hará de noche. —Y zarandeó a Astor, que se había adormilado.

Anna, medio atontada, se levantó y fue a la cocina. Sacó los cubiertos y los platos y los colocó en la mesa. Cogió el candelabro, que estaba cubierto de cera derretida, y lo puso en el centro.

Pietro apareció con tres latas.

—Esta noche nada de garbanzos.

Anna dio vueltas a las latas con aire incrédulo.

—Sopa de pollo… ¿De dónde la has sacado?

El chico levantó la mano, movió la cabeza con aire socarrón e hizo aparecer una botella oscura con tapón forrado de papel dorado—. Champán. El mejor. El que tomaba mi padre cuando ganaba una competición.

Astor se abalanzó sobre la sopa, pero Pietro lo sujetó.

—Espera. Antes tenéis que contestar a una pregunta.

Astor apoyó la frente en la mesa.

—Es que tengo hambre…

—¿Qué día es hoy?

Anna se encogió de hombros.

—¡Vaya pregunta!

—Es 8 de julio. —Para Astor, siempre era 8 de julio.

El chico cabeceó.

—Hoy, mientras vosotros os repantingabais en la playa, me he dado una vuelta por el pueblo y he encontrado la joyería Cammarata. En el escaparate había un reloj muy grande con un cartel que decía que era el Solar Quantus, el reloj solar de los exploradores. Los números se movían y hasta marcaba la fecha. —Miró a los dos hermanos como si quisiera hipnotizarlos.

—¿Y? —Astor estaba intrigadísimo.

Pietro sacó del bolsillo un reloj con correa de goma negra.

—¿Cuándo naciste, Anna?

La chica, que empezaba a intuir algo, balbució:

—El 12 de marzo.

Pietro batió palmas.

—Felicidades, Anna.

Y se puso a descorchar el champán.

Astor se subió a la silla.

—¡Es tu cumpleaños! ¡Es tu cumpleaños! ¡Es el cumpleaños de mi hermana!

Mimoso, viendo aquel jaleo, empezó a aullar. El tapón de la botella saltó con un estampido y un chorro de espuma inundó la mesa.

Anna, con las manos en la boca, quería dar las gracias, pero tenía un nudo en la garganta. Murmuró algo, luego dobló la cabeza y empezó a tragar saliva.

Pietro le pasó la botella.

—Bebe. Es tu fiesta.

La chica se sorbió la nariz y se quedó mirándolo.

—¿Cómo lo has sabido?

—Me lo dijiste tú, en Palermo.

—¿Y aún te acuerdas?

—Claro. ¿Cuántos años cumples?

Anna lo miró desorientada.

—Trece, creo. O quizá catorce. No lo sé…

—Bueno, da igual. —Pietro se metió la mano en el bolsillo—. Lo importante es que hoy cumples años. —Sacó una cadenita de oro con una estrellita de mar esmaltada de azul—. Feliz cumpleaños. —Se la puso.

Anna se tapó los ojos, corrió trompicando por el pasillo y se encerró en el baño. Apoyó la frente en la puerta y rompió a llorar.

Pietro la llamaba desde fuera.

—¡Anna! ¡Anna! ¿Qué te pasa? ¡Abre!

—¡Abre! ¿Te has enfadado? —repetía Astor, mirando por la cerradura—. Ahí dentro te vas a morir. Está toda mi caca.

—Ahora salgo. Empezad a cenar —acertó a balbucir Anna.

—No, te esperamos —dijo Pietro.

—Pero sal pronto —añadió Astor.

Cuando volvió a la mesa, Anna se había arreglado pero aún tenía los ojos hinchados. La estrella le colgaba en el pecho.

Comió sorbiéndose la nariz mientras los dos varones se atracaban y se bebían el champán, eructando a placer.

Pietro levantó el vaso.

—Hoy Anna es la reina y puede hacer lo que le dé la gana. Nosotros somos sus esclavos.

—Nosotros somos siempre sus esclavos —dijo Astor.

—Así es, no interrumpas —lo interrumpió el chico—. Ésas son las reglas de cumpleaños de mi tía Celeste.

—¿Y qué tenemos que hacer? —preguntó el niño.

Anna no lo sabía. Miró alrededor y vio a Mimoso, que estaba junto a la mesa lamiendo un bote de garbanzos.

—Juguemos al juego de los animales.

Astor se paseó por el salón dando saltos como un mono. Pietro imitó a un abejorro que se parecía bastante a una moto.

Cuando le tocó a ella, Anna se tumbó en el suelo, empezó a agitar los brazos y las piernas y se metió debajo de la mesa.

Su hermano no entendía.

—¿Qué es?

—¿Una araña? —aventuró Pietro.

Ella negó con la cabeza.

—¿Una serpiente con brazos? —dijo Astor.

—¿Una oveja borracha? —dijo Pietro.

Anna seguía retorciéndose y abriendo y cerrando la boca.

Astor se echó a reír.

—Es un sapo que se ha comido una oveja borracha.

—No. Es una serpiente con brazos que se ha comido un sapo que se ha comido una oveja borracha —añadió Pietro.

Astor no pudo aguantar y se arrojó al sofá desternillándose de risa.

—Y que imita a Anna —concluyó Pietro, acuclillándose a su lado con lágrimas en los ojos.

Anna, ofendida, se puso en jarras.

—Es un pulpo.

Astor reía, señalándola.

—Un pulpo. Sí, un pulpo borracho.

Y se daban palmadas uno a otro como tontos.

—¡Y eso que yo era la reina! —protestó ella.

Astor rodó por el suelo, le dolía mucho la tripa.

Anna los mandó a freír espárragos y se fue a la cocina a quitar la mesa, lo que hizo con gran estrépito de platos. Los oía hablar en el salón.

—¿Se ha enfadado? —decía Astor.

Pietro no podía parar de reír.

—Eso parece.

—¿Por qué?

—Las mujeres son así. Ya se le pasará.

—¿Así cómo?

—Susceptibles.

—¿Qué quiere decir susceptibles?

—Que se cabrean fácilmente si les tomas el pelo. Mi padre era un playboy y decía que no hay nada peor que una mujer cabreada.

—¿Qué es un playboy?

—Un hombre que va con muchas mujeres. Él decía que para tener muchas mujeres hay que hacerles regalos.

—¿Y por eso le has dado el colgante a mi hermana?

—Sí.

Anna tiró un bote al suelo y volvió al salón hecha una furia.

—¡Ajá! ¿Conque me regalas el colgante porque quieres tener muchas mujeres?

Pietro tragó saliva sin poder contestar. Astor, a su lado, se mordía el puño.

Anna indicó a Pietro con la barbilla.

—¿Eh? ¡Di!

—No. Yo no. Mi padre era así, yo no quiero muchas mujeres. A mí me sobra contigo. Y el colgante te lo he regalado porque es tu cumpleaños.

Ella lo observó con el ceño fruncido como preguntándose si decía la verdad.

—Reconoce que quieres ser un playboy.

Pietro se llevó la mano al corazón.

—No. Te lo juro.

—Yo tampoco —aseguró Astor.

Anna señaló la cocina.

—Y ahora, como yo soy la reina, esclavos, arrodillaos y pedid perdón y luego limpiadlo todo.

Con un soplo la vela se apagó y en el cuarto se hizo una oscuridad densa como la pez. No se veía una estrella, ni luna, ni una lucecita a lo lejos. Sólo se oía el ruido de las olas que rompían en el muelle.

Anna se colocó la almohada y con el culo corrió un poco a Astor, que dormía pegado a ella. Pietro yacía inmóvil a su derecha, boca arriba, y debajo de la cama roncaba Mimoso.

Estaba cansada, pero no podía dormirse. Aferraba la estrella de mar. Se volvió de lado y su cadera huesuda se hundió en el colchón de látex. Oía a Pietro tomar aire, retenerlo y expulsarlo.

—¿Estás despierto? —le susurró al oído.

—Sí.

—¿No puedes dormir?

—No. ¿Y tú?

—Yo tampoco.

Anna se arrimó a su hombro.

—¿En qué piensas?

—En los perros. En que viven como mucho catorce años. —Se quedó unos segundos en silencio—. Como nosotros.

Anna le oprimió el gemelo con el pie.

—Es verdad…

—En catorce años lo hacen todo. Nacen, crecen y mueren. —Anna oyó que se sorbía—. Al final, lo importante no es lo que dura la vida, sino cómo la vives. Si la vives bien, toda entera, una vida corta vale lo mismo que una larga. ¿No te parece?

Anna deslizó la mano por debajo de la manta y buscó la de Pietro. Se la cogió y con el pulgar le acarició los dedos.

Anna abrió los párpados en medio de un raudal de luz. Pietro y Astor dormían uno con la cabeza debajo de la almohada y el otro al borde del colchón envuelto en las mantas.

Se levantó de la cama, se desentumeció las vértebras y fue al salón. Cogió el libro de pesca submarina y bostezando salió a la terraza.

Era otro día sin viento, con un sol que lucía en un cielo azul apenas manchado por unas cuantas nubecillas blancas. El mar estaba en calma y más transparente si cabe que el día anterior. Mimoso acudió moviendo la cabeza y meneando con desgana el rabo y se restregó contra ella.

Anna hojeó el libro tendida en la tumbona. Había un capítulo en el que se explicaba la técnica de la compensación, que sirve para equilibrar la presión del agua en los oídos y evitar que duelan cuando uno se sumerge. El truco era sencillo: bastaba con taparse la nariz y soplar con fuerza.

—¿Vamos? —le dijo al perro, que empezó a menear el rabo contento.

Fue a la playa escoltada por el animal, que se encontró cara a cara con un gato negro detrás de un coche. El felino trepó por la fachada de una casa, contra todas las leyes de la física, y se refugió en un balcón. El perro, con las patas delanteras apoyadas en la pared, ladraba frustrado.

Anna iba por el paseo marítimo cantando una canción que oía en el coche cuando su madre la llevaba al colegio:

—Ven a mi casa cuando quieras, por la noche más que nunca, duerme aquí, te vas, siempre estás ocupado. Porque sabes que aquí siempre me tienes, cuando te apetezca, por una noche… —Se puso a dar saltos—. Na, na, naaa…[5]

Se sentía animada, capaz de pescar una ballena. La invadía una felicidad chispeante, todo se le antojaba hermoso, las barcas rotas, los restos ruinosos de los restaurantes, los automóviles cubiertos de arena, las filas de gaviotas inmóviles en la orilla. Cerró los ojos y trató de imaginarse Cefalú como debió de ser unos años antes. Turistas que se apeaban de autobuses con cámaras de fotos, mesas puestas con manteles a cuadros, camareros con una servilleta en el brazo sirviendo ensaladas y chuletas, bandas de música tocando en el paseo marítimo y negros vendiendo bolsos en las aceras, patines en la orilla del mar, muchachos jugando al voleibol en la arena.

Abrió los brazos como si quisiera abarcar todo el pueblo. Ahora es mejor. Ahora Cefalú es mío. ¿Qué turistas, qué camareros, qué muchachos de aquéllos habrían podido decir lo mismo, habrían podido siquiera imaginarlo? Miró hacia el pueblo viejo. El sol bañaba la terraza de su casa, y la ventana de la habitación en la que dormían Astor y Pietro centelleaba.

—Bueno, ¿qué? ¿Te bañas conmigo? —le preguntó a Mimoso, pero el perro, en cuanto entendió lo que le decía, se fue a una punta de la playa y se sentó muy tieso a observarla.

Anna se quitó la camiseta y los pantalones cortos, se puso las gafas en la frente y, en bikini, se tumbó sobre la tabla de surf. Empezó a remar con los brazos en dirección al bloque de cemento. Tardó un poco en encontrarlo. Al fin se le apareció detrás de un banco de pececillos. El pulpo ya no estaba, pero había llegado hasta allí y quería probar la técnica expuesta en el libro. Con una mueca se lanzó al agua helada. Llenó los pulmones y se sumergió. En cuanto notó que los oídos le dolían se tapó las narices y sopló. Le pareció que el aire le salía por las orejas, luego sintió como una pequeña explosión en los tímpanos y el dolor desapareció. Siguió descendiendo en medio de aquel azul oscuro mientras el frío le quitaba el calor del cuerpo. El sol proyectaba rayos que iban de la superficie al fondo. Liberada de la fuerza de la gravedad, era como si volara. Con movimientos lentos, casi sin darse cuenta, llegó al fondo. Allí la temperatura era aún más baja. Miró hacia arriba y sintió una especie de vértigo. La superficie del mar era un espejo plateado en el que flotaba la tabla de surf. Lástima que no estuviera Astor, se habría sentido orgulloso de ella. Por efecto de la presión, las gafas le apretaban y los oídos empezaron a dolerle otra vez. Se estaba quedando sin respiración. Repitió la técnica de la compensación y, para llevarse un recuerdo, cogió una piedra cubierta de algas. Acuclillada, se disponía a impulsarse con las piernas cuando vio los dos ojos amarillos del pulpo que la espiaban debajo de una piedra que había junto al bloque de cemento. Se quedó un momento indecisa y pensó en su hermano. Metió la mano debajo de la piedra. El animal, más rápido, retrocedió a su refugio. Anna introdujo medio brazo en el agujero y tocó con los dedos la carne viscosa y fría del molusco. Lo cogió e intentó sacarlo, pero parecía pegado a la roca.

Lo has intentado. Sal.

Cuando retiraba el brazo, notó que un tentáculo oscuro y duro como una maroma le arrollaba la muñeca. Nunca habría imaginado que un ser blando, sin huesos, tuviera el valor de desafiar a un ser humano. El libro decía que eran animales inteligentes, pero no dejaban de ser parientes de los mejillones y las babosas. Y en ningún sitio decía que eran peligrosos. Estos pensamientos le cruzaron por la mente como relámpagos y acabó dando un grito. Una miríada de burbujitas remolinearon delante de las gafas. Le faltaba el aire. Presa del pánico, cogió el tentáculo con la mano libre e intentó quitárselo, pero enseguida el pulpo se la rodeó también con otro tentáculo. Expulsó el poco aire que le quedaba en medio de un burbujeo desesperado. La presión le había subido del pecho a la garganta. Se ahogaba. Empezó a forcejear, a revolverse, perdió las gafas y se vio de pronto en un universo borroso en el que todo aparecía y desaparecía con fogonazos escarlatas y espirales de burbujas, entre el resonar de sus gritos. Una bocanada de agua le entró por la garganta y le bajó por los bronquios, y su organismo, privado de oxígeno, empezó a sacudirse con espasmos. Pero algo coriáceo le impedía ceder, la indómita voluntad de existir se apoderó de sus miembros y le hizo apoyar los pies en la roca y la espalda en el bloque de cemento. Empezó a tirar y a empujar con todas sus fuerzas. Una nube de arena se elevó lentamente del suelo y la envolvió. Un rumor sordo de piedrecillas que entrechocaban le indicó que algo se movía, se desmoronaba.

La roca debajo de la cual se escondía el pulpo dio la vuelta. El animal se vio expuesto y, entre roca y brazos, eligió seguir agarrado a los brazos.

Anna empezó a subir agitando las piernas y contoneándose como una anguila, con aquel ser encima que se expandía y se agarraba al cuello y a los hombros. La superficie del mar parecía alejarse en vez de acercarse. La falta de aire la devoraba. Por fin emergió dando boqueadas y aspiró una vida que le oxigenó la sangre. Escupió agua, tosió. Sujetando a la bestia, que ahora quería huir, miró a los lados.

La corriente se había llevado la tabla de surf. La playa estaba lejos y sujetar la cabeza viscosa del molusco le quitaba fuerzas.

Suéltalo.

Pero no lo hizo. Se volvió de espaldas y empezó a nadar así, respirando por la boca, escupiendo agua, agitando los pies, manteniendo los ojos cerrados y repitiendo:

—Uno, dos, tres. Uno, dos, tres.

Supo que había llegado a la playa cuando rozó el fondo con los omóplatos. Respirando con ahogo y tambaleándose como un náufrago, dio unos pasos por la orilla y se desplomó de bruces. El animal, fuera del agua, intentaba escapar con sus últimas energías, pero ella lo aplastaba contra la arena sin soltarlo. Y así siguió, oprimiendo al pulpo bajo su pecho palpitante, respirando a pleno pulmón, sorprendida de seguir viva.

—¡Qué grande soy! —se decía dando diente con diente por el frío—. Estoy hecha una pescadora.

Estaba deseando correr a enseñarles su presa a Pietro y a su hermano.

Mimoso se le acercó con su andar indolente, la observó y empezó a lamerle la cara con una lengua ancha como la suela de un zapato.

Cuando notó que el pulpo dejaba de moverse, Anna lo cogió de la cabeza con dos dedos y lo levantó. La muerte lo había convertido en una cosa mísera, sucia, que parecía la punta de un pincel que hubieran mojado en un líquido gelatinoso. Sacó de la mochila una bolsa de plástico y lo dejó caer dentro.

Había perdido el sujetador del bikini, pero, afortunadamente, su estrella seguía colgándole del cuello. Llevaba la tripa y el pecho manchados de moco y tinta. Se quitó las bragas del bikini, dio tres pasos hacia el agua y se detuvo. Por la ingle derecha le caía un hilo de sangre que le llegaba al gemelo.

Me he hecho una herida.

Debía de haberse arañado con la roca mientras forcejeaba bajo el agua con el pulpo, pero no le dolía.

A lo mejor es la sangre del pulpo.

Levantó la vista. Una bandada de gaviotas sobrevolaba los tejados del pueblo. No las vio, su mirada se concentró en los murallones de roca.

¿Tiene sangre el pulpo?

Hundiéndose hasta los tobillos en la arena tibia, abrió las piernas, cerró la mano derecha, estiró los dedos índice y medio, imitando una pistola, se los introdujo en la vagina, bien hondo, en aquella humedad recoleta del vientre, mirando el cielo límpido.

Sacó los dedos.

Estaban empapados en una sangre marrón.

Caminaba asustada, tragando una saliva que no tenía, por el callejón de San Bartolomeo. Llevaba la mochila al hombro y en la mano la bolsa con el pulpo. Por los pantalones vaqueros cortos seguía saliendo un hilo de sangre.

Tenía que encontrar unos tubitos que su madre guardaba en el mueble del baño junto con una especie de pañales pequeños que parecían de muñecas.

En años de exploración había visto miles de aquellos tubitos. Los había visto en los cuartos de baño junto a las medicinas y al papel higiénico, en las farmacias y en los supermercados, donde incluso había un estante lleno de ellos. Los había usado como si fueran antorchas, mojándolos en alcohol; para limpiarse heridas; a modo de cigarros puros y como pajitas, una vez desprovistos del algodón. Los había usado de todas las maneras posibles menos como había que usarlos.

Pietro y Astor se habrían despertado y seguro que estaban preguntándose adónde había ido.

No debían verla así.

Torció la primera esquina y, seguida de Mimoso, se dirigió a la farmacia Muzzolini, que estaba al lado de la catedral. Un Range Rover se había empotrado contra el escaparate. Saltó por el capó y entró. Las paredes estaban revestidas de caoba y en los estantes había viejos envases de barro blancos y azules. En el suelo, entre mostradores volcados, había paquetes de compresas. Cogió Tampax, que eran los que usaba su madre. Las instrucciones decían que había que relajarse cuando se introducía el tampón por primera vez.

Se sentó en el capó del coche y se metió uno. La sorprendió que fuera tan fácil y tan poco doloroso. Entró en una boutique, se limpió con una camiseta y se puso unos pantalones cortos oscuros y una camisa de rayas que le llegaba a las rodillas. Volvió a casa aliviada. Llevar un paquete de compresas en la mochila la tranquilizaba.

La sorprendía que hubiera tenido la menstruación de pronto, sin dolor. Su madre, cuando «la tenía», se encontraba mal y tomaba un medicamento. A lo mejor se debía a la inmersión, que había alterado algún equilibrio de su cuerpo y un saco oculto en su vientre se había roto, como el saco de la tinta del pulpo. ¿Y no era curioso que le hubiera venido la regla justo el día después de su cumpleaños?

En el hotel había visto chicos de su edad, e incluso más jóvenes, ya contagiados de la Roja. Todos la observaban sorprendidos de que tuviera tetas y pelo y no tuviera ni una mancha. Al principio no había hecho caso, pero poco a poco había ido insinuándose en su ánimo la ilusión de ser distinta, especial. Creyendo que aquella esperanza era como la de quien, mientras cae, espera que le salgan alas, siempre la desechaba. Pero es sabido que las ilusiones brotan como flores envenenadas en quien tiene poco futuro.

Ahora, con aquel tubo metido allí, lo pensaba y se sentía una idiota. Era como todo el mundo. Anna recordó lo que su madre había escrito al final del capítulo dedicado al agua.

Cuando tengas sed, no esperes a que llueva. Reflexiona y busca una solución. Pregúntate: ¿dónde puedo conseguir agua potable? Es inútil esperar encontrar una botella en un desierto. Las esperanzas, para los desesperados. Existen preguntas y existen respuestas. Los seres humanos son capaces de convertir un problema en una solución.

Sumida en sus pensamientos, llegó a una plazoleta frente al mar. Se sentó en un banco y, distraída, se puso a acariciar a Mimoso.

Tenía que pensar. Tener la regla no significaba nada. Antes del virus, menstruar quería decir que el cuerpo estaba preparado para concebir hijos. Sólo después de la epidemia era señal de que una se iba a morir. No debía confundir la regla con la Roja.

O sea, no significa que no seas inmune. Calla, no empieces otra vez.

Lo cierto es que, entre la primera menstruación y la aparición de manchas, pasaba tiempo. A veces, poco; a veces, mucho. En cualquier caso, suficiente para llegar al continente.

Messina no quedaba lejos. Una semana de camino. Y, según los mapas, tampoco la tierra que había al otro lado del mar parecía muy lejana. Nadie sabía lo que pasaba al otro lado del Estrecho. Sicilia era una isla habitada por pocos supervivientes y en cinco, seis años como mucho no quedarían más que animales y plantas. Quizá en el resto del planeta habían vencido al virus.

Cefalú era un lugar bonito, pero allí morirían.

Comprobó una vez más que los pantalones no se hubieran manchado, respiró y entró en el garaje.

Pietro y Astor, en la penumbra, estaban llenando bidones de gasolina.

—Trae el embudo, que, si no, se sale —estaba diciendo Pietro.

Astor se irguió y vio la silueta de su hermana a contraluz.

—¿Dónde estabas?

No esperó a que le contestara. Corrió por un gran embudo azul que había en la mesa de las herramientas.

Anna levantó la bolsa.

—¡Sorpresa! —Ninguno de los dos se volvió—. ¡Eh! ¿Me oís? Traigo una sorpresa.

Astor echó un vistazo a la bolsa.

—El pulpo. Lo has atrapado. Bien. —Lo sacó y volvió a meterlo enseguida—. Luego lo veo. Estamos tratando de arrancar la moto.

Anna se apoyó en el coche.

Pietro, concentrado, sacaba los labios como si estuviera chupando por una pajita. Le caían mechones de pelo por la frente. Un rayo de luz incidía en su cuello. Tenía la nuca bronceada, pero más abajo, donde la tapaba la camiseta, la piel era blanca como la leche.

—¿Qué? ¿Cómo va la moto? —preguntó Anna, procurando mostrarse interesada.

—Hay que limpiar el carburador y cambiar la bujía. —Pietro cogió un bidón y con un embudo vertió un poco de gasolina en el depósito.

Anna dejó pasar unos segundos.

—Podríamos comernos el pulpo con guisantes. O con tomate. Pero no nos quedan. Y hay que encender fuego en la terraza.

—Vale. Ve tú —dijo Pietro, dejando el embudo.

Anna miró fuera. Se había levantado al alba, había salido en silencio para no molestarlos, casi muere luchando con el maldito pulpo y le había venido la regla.

El chico se volvió hacia ella.

—Tengo que comprobar los frenos.

Los ojos color avellana, jaspeados, restaban seriedad a la cara y le añadían un punto de incertidumbre. Era como si no creyera mucho en lo que decía.

—Muy bien —le contestó ella con una sonrisilla sarcástica.

Pietro no se percató, o no hizo caso.

—Creo que la bujía está sucia y por eso no arranca… —Calló y se quedó mirándola con la cabeza ladeada.

Anna se puso tensa y se miró los pantalones.

—¿Por qué me miras?

—Llevas camisa.

—Sí, ¿y qué? ¿No me queda bien? ¿No te gusta?

—Nunca te había visto con camisa. —Empezó a rebuscar en el banco de las herramientas y cogió un martillo. A todo esto, Astor se había puesto a sacarle brillo a la carrocería del sidecar con un trapo. Era la primera vez que su hermano limpiaba algo.

—Yo voy a casa. —Se volvió y dio dos pasos, pero cuando llegó a la persiana se detuvo—. Mañana nos vamos.

Pietro la miró con asombro.

—¿Mañana? No sé si podré arrancar la moto para mañana.

—Tú verás. Si la arrancas, bien. Si no, nos vamos a pie. Como siempre.

—Ya veo, hoy estás enfadada…

La chica levantó los brazos.

—¿Enfadada? No. Simplemente digo que nos vamos mañana.

Pietro dejó bruscamente el martillo en el banco.

—¿Porque tú lo dices?

—Sí. —Anna apretó los puños—. Y si no te gusta… —No concluyó la frase.

Astor pataleó.

—Pero Anna… —Se le colgó del brazo—. ¿Por qué?

—Porque lo he decidido. —Y se lo sacudió de encima.

El niño, en un arranque de rabia, soltó una patada a una moto, que cayó con un estrépito metálico.

Anna estalló. Dio un grito y lanzó la bolsa con el pulpo que, con un chasquido, se estampó contra los omóplatos de su hermano. Éste cayó de rodillas, lloriqueando.

Anna llamó a Mimoso con un silbido y salió del garaje.

Entró en la casa dando un portazo, fue a la terraza y se tendió con los brazos cruzados en una tumbona, sin dejar de hablar para sí. Luego, resoplando, se despojó de aquella horrible camisa. Se quitó los pantalones, se sacó el tampón empapado de sangre y lo lanzó por la barandilla. ¿Cada cuánto debía cambiarse aquel estúpido chisme? Se puso otro, llorando de frustración.

Quería matar a Pietro. Ella estaba atenta a cualquier cambio de humor que tuviera y él no se daba cuenta de nada. Apenas la había mirado. Ni siquiera había hecho caso de lo del pulpo.

—Se acabó —le dijo a Mimoso, que dormía con serena inconsciencia.

Se arrastró hasta la cama, se dejó caer en ella y se abrazó a la almohada. Se concentró en el ruido del mar y del viento que soplaba entre las hojas de los limoneros, esperando un sueño que no llegaba.

Despertó de repente. Llamó a Pietro y a Astor, pero no contestaron. Mimoso estaba en la cama, con la cabeza en la almohada. Lo echó arrugando la nariz:

—¡Dios mío, qué mal hueles!

Las puertas y ventanas vibraban batidas por el mistral. Un frente de nubes bajas y moradas se acercaba a la costa envolviendo el sol.

—¿Por qué no vienen? —le preguntó al perro, que se rascó el cuello.

Se había comportado mal en el garaje y ahora se sentía culpable. Se llevó la mano a la estrella de mar y la apretó. Cerró los ojos y recordó la noche anterior, en que habían dormido uno pegado al otro.

Una ola de calor lánguido le subió por el pecho y la dejó sin respiración.

Los chicos volvieron cuando el sol ya se había puesto, cargados de tarros de tomate que, muy satisfechos, dejaron caer en el sofá.

—¿Van bien éstos con el pulpo? —Pietro llevaba la bolsa con la bola viscosa.

—¡Sí, claro! ¡Perfecto! —Anna seguía aplaudiendo como una tonta, quería que la perdonaran—. Pero hay que cocerlo. Encendamos un fuego en la terraza.

Los iris de Pietro reflejaban la luz, parecían los de un animal de la selva, pero no estaba enfadado. Quizá con él podía fingir que no pasaba nada, pero había alguien al que debía pedir excusas.

Astor estaba jugando en la terraza con Mimoso. Se le acercó por detrás y le susurró:

—¿Estás enfadado?

Astor se volvió. Sus ojos azules habían perdido algo infantil que tenían y ahora había en ellos una seriedad adulta.

Turbada, le cogió las manos.

—Lo siento.

El hermano se echó en sus brazos. Entre los muchos defectos que le había transmitido, no estaba el rencor.

Como una perra con su cachorro, se abrazó estrechamente a aquel pequeñajo que era todo huesos y lo colmó de besos, en el cuello, en la frente, hasta que él empezó a cansarse.

—¿Qué pasa? ¿No te gusta que te besen? ¿Prefieres que te muerdan? —Se le echó encima y le mordió un brazo. Astor puso una sonrisa de oreja a oreja. Y mientras ella le hacía cosquillas con el pulgar en los costados, él, riéndose, la golpeaba en la espalda. Aquella lucha repentina excitó a Mimoso, que quiso montar a Anna. Ella le soltó una patada y el animal corrió a esconderse tras las macetas de los limoneros, con el rabo entre las piernas.

Los dos hermanos se quedaron tumbados en el suelo de ladrillos, mirando las estrellas. Parecían tan cercanas que si uno alargaba la mano podía cogerlas y metérselas en el bolsillo.

—Bueno, ¿hacemos el fuego o qué? —La cabeza de Pietro tapó el cielo. Llevaba un bidón de gasolina medio lleno. Hicieron un montón con sillas y tumbonas, lo regaron de gasolina y le prendieron fuego. Enseguida se elevaron lenguas de fuego rojas y azules, cada vez más altas y chispeantes. Entusiasmados, arrastraron fuera los muebles del salón y los arrojaron a las llamas. El humo ennegreció los cristales del ático e invadió el piso. Pronto quedó el fuego reducido a ascuas.

—¡Echemos el colchón! —propuso Astor.

—¡No, el colchón no! —le contestaron a coro Anna y Pietro.

La chica abrió la bolsa del pulpo y se vio asaltada por una vaharada hedionda. Se consideraba una persona avezada a los malos olores, estaba tan acostumbrada al hedor de la carroña que ya no lo notaba, pero aquél pudo con ella.

—¿Da asco? —preguntó Pietro.

Anna se encogió de hombros y agitó la bolsa por el balcón. El monstruo tentacular que a punto estuvo de matarla voló en la oscuridad y se estampó contra la playa, no lejos del Tampax.

En una gran olla calentaron los tomates y los guisantes de lata, dándoles vueltas por turno y apostando a ver quién resistía más el calor. Cuando la sopa estuvo lista, la sirvieron en unos platos y se atracaron de aquella bazofia caliente, algo insípida pero buena.

Ni Pietro ni Astor le habían dicho nada de la moto y Anna se moría de curiosidad.

—¿Cómo va la Vespa? —preguntó de pronto.

Pietro rebañó con el dedo el borde de la olla.

—Pues ha arrancado un momento pero luego se ha calado y ya no ha habido modo de volver a arrancarla.

—Inténtalo otra vez mañana.

El chico se quedó parado con el dedo lleno de salsa.

—Pero ¿no dices que nos vamos? Montas un follón para…

—Un día más ¿qué cambia? Y es verdad que podremos llegar antes a Messina.

Astor se llevó el dedo a la sien mirando a Pietro y acarició a Mimoso, que bostezó abriendo mucho la boca.

—¿Y éste?

Los tres se quedaron pensativos.

—¡Somníferos! —dijo de pronto Anna—. Mamá dejó escrito que hay somníferos que te duran un día entero. Se los damos, esperamos a que se duerma y lo cargamos en la moto. Y cuando se despierte ya estamos en Messina.

Pietro no estaba muy convencido.

—Funcionará, ya verás —lo tranquilizó ella—. Mañana voy a la farmacia a buscarlos. Y, si no, a pie.

—A pie… —repitió Astor, abatido.

Se callaron, cansados, llenos de dudas, y se quedaron mirando las ascuas.

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