Anna

Anna


Tercera parte. El Estrecho » 11

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Las nubes se veían allá lejos, en el mar, espectadoras de un día de sol más cálido y sereno que el anterior. También lo celebraban las palomas que zureaban en el pequeño pinar que había detrás de los restaurantes.

Anna, sentada en la playa, llevaba un nuevo sujetador azul de media copa con un gracioso lacito blanco en el centro. Le venía grande y los pechos parecían dos bolas de helado. No se había quitado los pantalones cortos. Los tampones seguían haciendo su papel, pero parecía que la sangre no quería detenerse.

Un moscardón negro, fuera de estación, chocó con su frente y cayó aturdido a la arena, donde siguió vibrando. Anna sacó el cuaderno de las Cosas Importantes de la mochila, se lo apoyó en las piernas y empezó a repasarlo en busca del nombre del somnífero que iban a darle a Mimoso.

Era la primera vez que lo abría desde que lo recuperó en Torre Normanna.

No lo había necesitado durante el viaje. Se lo sabía de memoria y había muchas cosas de aquel mundo que su madre no había podido imaginarse.

Encontró la página que hablaba de somníferos. Decía que eran: el Minias…

Los demás nombres los había emborronado una mancha de agua.

Tenía pocas esperanzas de encontrarlos en las farmacias. Los somníferos fueron los primeros medicamentos que desaparecieron, pero nada perdía por intentarlo. Siguió hojeando el cuaderno y llegó a las últimas páginas, que estaban en blanco. Se quedó mirando el horizonte. El viento le revolvía pelo.

¿Y si escribiera yo algo?

Fue una especie de revelación. Nunca se había atrevido ni a imaginar semejante cosa. Aquél era el cuaderno de las Cosas Importantes que su madre le había dado a ella antes de morir.

Y que yo le daré a Astor.

Contó las páginas en blanco. Eran treinta y dos. ¿Le molestaría a su madre que escribiera ella? Miró las nubes, cogió un lápiz y empezó a escribir.

MAÍZ

Astor, no comas maíz, esas bolitas amarillas que te sientan tan mal y hacen que te pases todo el día cagando. Siempre te olvidas. Por favor, nada de maíz. Todo lo demás…

—¡Anna!

La chica levantó la vista y vio a Mimoso corriendo por el paseo marítimo seguido de su hermano—. ¡Anna! ¡Anna!

Guardó el cuaderno en la mochila y fue a su encuentro, primero caminando y luego corriendo.

Astor se detuvo delante de ella, vencido por el esfuerzo.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

—Pietro… —El niño se llevó la mano al pecho—. Pietro ha arrancado la moto. ¡Funciona!

En alguna parte del pueblo viejo retumbaba un motor. Recordó cuando oía pasar las motos a toda velocidad por la carretera que había más allá del bosque y tuvo la impresión de que no había pasado más que un día.

—Vamos —dijo Astor, echando otra vez a correr.

Anna fue tras él, seguida del perro.

Pietro apareció entre las casas montado en la Vespa. Con aquel cochecito pegado, la moto era casi tan grande y aparatosa como un coche.

El chico avanzaba despacio, procurando evitar los amplios trechos de calzada cubiertos de arena.

Los alcanzó delante del restaurante La Lámpara y frenó junto a una barca pesquera. El sidecar dio una sacudida y el motor se caló con un chasquido brusco.

—No sé usar bien las marchas. —Pietro estaba todo sudado, colorado, y llevaba dos manchurrones oscuros en la camisa, debajo de las axilas.

—Es increíble… —murmuró Anna, dando vuelta al sidecar. Era precioso, azul, con retrovisores cromados que brillaban al sol. En el cochecito decía: «For hire».

Pietro estaba entusiasmado.

—Y las luces funcionan, podemos viajar de noche. —Desmontó y le dio con fuerza al pedal de arranque. La moto, obediente, empezó a ronronear de nuevo—. ¿Lo ves?

—¡Qué bien! —aplaudió Anna.

Astor daba brincos lleno de contento.

Pietro puso una sonrisilla insinuante.

—Di la verdad, ¿a que no creías que lo conseguiría?

—Sí lo creía. Es que…

—¿Qué?

—Que es extraño. Eso. —Anna pasó la mano por la carrocería.

—Es una Vespa 125, de cuatro marchas. Se cambia de marcha girando el puño.

Astor se encaramó al sillín y se agarró al manillar todo excitado.

—¿Vamos? ¿Vamos?

—Sí, pero tenemos que sacarla de la arena. Ayudadme.

Los dos hermanos empujaron con todas sus fuerzas por detrás mientras Pietro conducía sentado en la punta del sillín. La moto se hundía y se calaba una y otra vez.

Llegaron rendidos de cansancio a la entrada de una calle que subía recta hacia el monte. Tan pronto como la rueda trasera tocó el asfalto, la moto salió disparada, derrapando y despidiendo gravilla. El perro la seguía ladrando e intentando morder las ruedas.

—¡Mimoso! —exclamó Anna—. ¡Ven aquí!

Pietro sonrió y aceleró. El animal le pisaba los talones.

Anna estaba sofocada.

—Ese subnormal de Mimoso no subirá nunca en ese chisme.

El sidecar avanzó haciendo eses y rozando los coches que había aparcados a los lados, pero luego, de algún modo, Pietro consiguió domarlo, lo devolvió al centro de la calle, redujo la velocidad, tomó una curva y desapareció.

Anna y Astor oían el ruido de la moto, que fue disminuyendo de volumen hasta que se hizo el silencio.

—¿Se ha ido? —preguntó Astor.

Anna se encogió de hombros.

—No lo sé.

—¿Y Mimoso también?

—No, ése vuelve seguro.

Pasados unos minutos, volvieron a oír el motor que aceleraba y treinta segundos después reapareció la moto, que fue cogiendo velocidad cuesta abajo.

Anna y Astor levantaron los brazos como si celebraran la llegada del vencedor de una carrera.

Pietro, tocando el claxon, bajaba por el centro de la calzada, pero de pronto ocurrió algo. La Vespa viró bruscamente a la izquierda como si la hubiera embestido el soplo de un gigante invisible, y sin reducir, sin frenar, sin motivo aparente, chocó contra el bordillo. El sidecar se desprendió y se estrelló contra el muro de piedra que bordeaba la calle. La moto y el chico salieron despedidos por el aire y, dando vueltas, desaparecieron por la cuneta en medio de un estrépito de chatarra.

Todo ocurrió en menos de tres segundos.

Anna y Astor se asomaron jadeando por el muro.

Había una caída de tres metros y abajo un peñasco cubierto de chumberas, matas de alcaparra y basura.

La Vespa estaba junto al borde del peñasco, que dominaba la playa.

—¿Y Pietro? —preguntó el niño.

—Debe de haberse caído. —Anna sintió que la sangre le bajaba a las piernas y temió desmayarse. Cayó de rodillas y vomitó los garbanzos que había comido en el desayuno.

Astor se asomó más.

—Creo que lo veo.

Anna se limpió la boca con la mano. Todo le daba vueltas, pero pudo balbucir:

—¿Dónde?

—Debajo de la moto.

La chica quiso levantarse, pero las piernas no la sostenían.

—Ve a ver, pero ten cuidado.

El niño descendió agarrándose a rocas y arbustos. Al llegar al peñasco, se puso a cuatro patas y, entre chumberas, se acercó a la moto.

—Está aquí debajo.

Anna levantó la cabeza y se puso en pie.

El cielo era cerúleo. Nubecillas blancas. Mar gris. Playa amarilla. El fondo sereno e indiferente que no había cambiado desde que habían llegado. Anna tuvo la certeza de que allí se escondía el mal.

—¿Está vivo?

—No lo sé.

Mientras saltaba el muro, reprimiendo las náuseas, vio a Mimoso a su derecha. Aullaba y se balanceaba hacia delante armándose de valor para saltar.

—Por favor —le suplicó—. Sé bueno. Quédate aquí quieto.

El perro obedeció y se sentó gimiendo.

La chica se abrió paso entre las palas de las plantas crasas. Astor, sentado junto a la Vespa, se mordía el pulgar mirando el brazo de Pietro que sobresalía de la chatarra, y cuya mano descansaba sobre un botellón de lejía renegrido. El resto del cuerpo lo tapaba la moto. El viento había cesado y sólo los gemidos del perro rompían el silencio.

—Tenemos que sacarlo de ahí —le dijo a su hermano, aunque si movían la moto corrían el riesgo de aplastarlo—. ¿Me oyes? —Se volvió hacia Astor, que tenía la mirada perdida y estaba como alelado—. ¡Espabila, jolines! ¡Ayúdame! Cógelo de la mano y sostenlo mientras yo levanto la moto.

El niño, como un autómata, cogió la muñeca de Pietro con ambas manos.

—No lo sueltes. No lo sueltes en ningún momento.

Anna asió la trasera de la Vespa e hizo fuerza con las piernas. Logró levantarla unos diez centímetros, pero tuvo que dejarla. Pesaba demasiado. Lo intentó de nuevo. Nada, estaba trabada por algún sitio. Se sentó, apoyó la frente en las rodillas y susurró:

—No puedo.

¿Por qué le había permitido arreglar la moto? Ella le había dicho: «Inténtalo otra vez mañana.» Habría bastado con un: «Lo siento, pero vamos a pie.» Cuatro palabras distintas y ahora estarían caminando hacia Messina.

Se quedó mirando las dos torres amarillas de la catedral.

—Tenemos que levantarla los dos. Yo por detrás y tú por delante.

Al primer intento consiguieron desplazarla un poco. Aparecieron un hombro y un costado de Pietro, la camisa de rayas. No se veía sangre. La segunda vez, Astor cambió de agarre y Anna tiró dando un grito desesperado. La moto se dobló sin dar la vuelta. La chica se irguió sosteniendo el bastidor con los brazos tensos.

—Astor, ven aquí. Ven aquí, rápido.

El niño soltó el manillar y se puso a su lado.

—A la de tres hacemos fuerza a la vez. Cerramos los ojos y hacemos fuerza. Aunque le hagamos daño, da igual. Tú haz fuerza y punto. —Lo miró a los ojos azules—. Como si fueras el más fuerte del mundo, ¿de acuerdo?

Astor hizo señas de que sí.

—A la una…, a las dos… ¡y a las tres!

La moto dio la vuelta levantando una nube de polvo y arrancando unas chumberas, se precipitó por el peñasco y cayó a la playa con un estrépito metálico.

Instintivamente, Anna abrazó a Astor y lo estrechó contra su pecho.

Pietro yacía con los brazos abiertos. Tenía la cabeza ladeada y hundida entre trapos y bolsas de plástico. Por debajo de las rodillas, los pantalones estaban empapados de sangre. Uno de los tobillos, destrozado, era un amasijo de tejido de calcetín, hueso y carne. Por un codo le salía un pico de hueso rosado.

Anna se arrodilló y acercó el oído a la boca.

—Está vivo.

Tres días después murió.

En aquellos tres días, Anna intentó subir a Pietro a la calle. Preparó una escalera y unas cuerdas, pero en cuanto intentaba moverlo él se ponía a gritar desesperado y temblaba como si lo atravesara una corriente eléctrica. Anna entonces se asustaba y desistía.

Cortaron las chumberas, encendieron un fuego y con cuidado tumbaron a Pietro en una colchoneta hinchable. Anna le abrió los pantalones y la camiseta con un cuchillo. Tenía un moratón oscuro que empezaba debajo del ombligo, le cubría el vientre y se extendía costado arriba. En el trasero y bajo las axilas, como ella sospechaba, se veían las manchas escarlata del virus.

El chico yacía semiinconsciente, ardiendo de fiebre. Cuando le daban de beber, escupía el agua como si fuera veneno.

Por la noche empezó a gritar.

En una oscuridad profunda, y escoltada por Mimoso, Anna recorrió las callejuelas de Cefalú en busca de medicinas. Quedaba poco o nada en los cajones de las farmacias. Cremas para la piel, desodorantes y cajas comidas por los ratones. Encontró un frasco de melatonina, Tachipirina y antibióticos, pero nada que calmara el dolor.

Al día siguiente, Pietro cayó en un estado de somnolencia jadeante del que salía gritando, como si lo acometieran rachas de dolor. Una y otra vez repetía que tenía frío, ni siquiera el fuego y las mantas lo calentaban.

A la mañana siguiente, salió un sol pálido y frío de un mar gris como una piedra. Los dos hermanos dormían hechos un ovillo junto a Pietro, que había perdido el conocimiento. La sangre se había coagulado y formaba una masa negra y densa como la pez que lo mantenía pegado a la colchoneta. La mancha morada del vientre hinchado era oscura y estaba caliente.

A mediodía empezó a delirar. Estaba enfadado con un tal Patrizio. Decía que dejara de escribir, que el ruido de las teclas lo sacaba de quicio.

—Ahora se lo digo —lo tranquilizaba Anna, levantándole la cabeza—. ¿Oyes? Ya ha parado.

Pietro hacía muecas de terror mirando con unos ojos vítreos el cielo apagado como si sobre él aleteara algo pavoroso.

Anna corrió de nuevo a la farmacia, abrió todas las cajas del almacén y encontró compresas y ampollas inyectables, pero no jeringas. Le vertió el líquido entre los labios agrietados y trató de meterle en la boca un puñado de píldoras, pero él apretaba los dientes como si quisiera llevarle la contraria. Lo intentó varias veces, en vano, y al final lanzó las compresas por el aire, dio patadas a botes y chumberas y arrancó arbustos gritando. Astor se le agarró a las piernas y le suplicó que parara.

A cuatro patas, recogieron las pastillas y se las metieron en la boca una a una hasta que se tranquilizó. Su rostro se distendió y concilió un sueño pesado.

Al tercer día, despertó a Anna la voz de Pietro que la llamaba.

—Anna… Anna…

Salió de entre las mantas, se arrodilló a su lado y le agarró la mano.

—Soy yo, estoy aquí.

El chico apretó los párpados como si un faro lo deslumbrara, levantó un poco la cabeza y la miró con unos ojos ciegos.

—La rueda. Está bloqueada. He intentado… —Tuvo un ataque de tos que pareció desgarrarle el pecho y escupió un grumo de sangre oscuro. Le buscó la mano en las tinieblas y se la palpó—. Tienes que encontrar las zapatillas.

Anna se enjugó las lágrimas y le acarició la frente sudada.

—Sí, las encontraré.

—Tienes que encontrarlas, ¿entiendes? Te salvarán.

—Entiendo. Ahora descansa.

Las palabras de Anna parecieron tranquilizarlo, una especie de sonrisa le crispó los labios y durante unos minutos permaneció en silencio. Luego dijo, con los ojos cerrados—: Anna…, trae dos bolsas.

—¿Para qué?

—Dos bolsas. Sin agujeros.

LAS DOS BOLSAS

En Vita, un pueblecito del interior de la provincia de Trapani, en la calle Aleramo, había un palacete moderno rodeado de un jardincito con árboles frutales, propiedad de la familia Lo Capo. En la planta baja vivía doña Costanza, viuda de Domenico Lo Capo, dueño de una constructora que murió a los sesenta años de un infarto fulminante. En la primera planta vivía Laura, la hija mayor, madre de Pietro, divorciada de Mauro Serra, mecánico del equipo de carreras de Ducati. La segunda planta estaba dividida en dos apartamentos ocupados por las otras dos hijas, Annarita y Celeste.

Annarita, la más joven, estudiaba arquitectura. Celeste acababa de cumplir treinta años, era soltera y tenía una tienda de cerámica en el centro. La gente decía que Celeste no era ni chicha ni limonada, sino uno de esos seres que no tienen interés por el sexo, sea del género que sea. En cambio, de Annarita se rumoreaba que era lesbiana y que lo de la universidad era una excusa para ir a Palermo, donde tenía una novia que trabajaba en el ayuntamiento. Habladurías de pueblo.

El caso es que, tras la muerte de Domenico, en el palacete de la calle Aleramo no quedaron más que mujeres devotas de Pietro, que era un reyezuelo mimado por las tías y malcriado por la abuela.

El único varón que tenía permiso para entrar en aquel gineceo era Mauro, el padre del niño. El mecánico, que siempre estaba por esos mundos, encontraba un fin de semana al mes y dos semanas en verano para visitar al hijo y a la ex mujer, quien, con las hermanas, lo cebaba a base de platos típicos de la cocina siciliana. Esos días la estrella de Pietro se eclipsaba y brillaba la de su padre.

Mauro Serra era alto y pelirrojo, de ojos azules y con una barba tupida que le enmarcaba el rostro. Vestía camisas de franela y calzaba botas tejanas con punta. Las hermanas afirmaban que era clavadito a Robert Redford. Y, como el actor norteamericano, era un mujeriego de tomo y lomo.

Cuando, los domingos, acudían las tres a ver las carreras del gran premio, trataban de adivinar a cuál de las chicas que salían al lado de los motociclistas había seducido Mauro.

—A una en cada carrera —decía Laura resoplando, mientras servía uno de esos platos.

Laura Lo Capo era una mujer guapa, morena de piel y con dos ojos negros como el carbón, pero tras el divorcio había engordado y dejaba que las raíces de su largo cabello le crecieran blancas. Llamaba a su ex marido playboy, pero, en lugar de celos, sentía orgullo.

—¿Se puede impedir a un león que cace? Habría que meterlo en una jaula y yo no me veo capaz. Es un crimen contra el sexo femenino.

El hecho de que ella fuera la única leona con la que había tenido un hijo la enorgullecía y le bastaba. Con que no se olvidara de Pietro y le trajera de sus viajes imanes de esos que se pegan en el frigorífico, se conformaba. También sobre las hermanas menores ejercía fascinación el cuñado, y siempre que venía se vestían bien, se ponían guapas y jugaban a ver quién era la más seductora. El sueño de vivir en un harén compartiendo los favores del mecánico les producía arrebatos de libido.

—Como le han gustado los canelones que he preparado con estas manos divinas que tengo, seguro que esta noche se acuesta conmigo —decía la menor, perdiendo la vergüenza.

—¿Qué va a hacer con una tabla como tú? —replicaba Celeste—. Yo soy la…, ¿cómo se dice, Mauro? La Milf. —Y hacía el gesto de cogerse unas tetas gordas.

—Eso sí… Si os apretáis cabéis las dos en la cama. Porque, Maurino, ya sé que esas cosas las haces —gritaba Laura acalorada, mientras enjuagaba los platos.

Excitadas como jovencitas, las mujeres prorrumpían en risillas nerviosas, sintiéndose transgresoras y modernas.

El mecánico ya se veía jubilado, viviendo a lo grande, servido y adorado por las tres mujeres como un rey babilonio.

También el pequeño Pietro creció en el mito de aquel padre apuesto y especial que le traía camisetas y recuerdos de Ducati. Se pasaba horas en el garaje viéndolo arreglar una vieja Laverda Jota.

Los días soleados se acercaban al mar, montado el pequeño a horcajadas en el depósito.

En fin, todo iba bien, pero, como en cualquier trama que se precie, ocurrió algo que vino a alterar la armonía de la familia Lo Capo. En la calle Aleramo se presentó Patrizio Petroni, el último novio de Annarita. Romano, macizo, bajo y ancho, era más fácil saltar por encima de él que rodearlo. Pelo rizado negro en forma de casco que arrancaba justo encima de una ceja única. Gafas de montura gruesa apoyadas en una narizota chata. La panza rebosaba por unos pantalones cortos de surf ceñidos a una cintura baja y los gemelos, redondos como muslos de pavo, salían directamente de un par de zapatillas de baloncesto negras.

Annarita se resistía a contar cómo se habían conocido, pero por ciertos detalles se intuía que algo tenía que ver Facebook. Patrizio, con aquella manera de hablar arrastrando las palabras típica del Prenestino, explicó a las hermanas que él y Annarita se amaban desde siempre, casi casi desde el Big Bang. En esta existencia por fin habían podido unirse, después de miles de vidas pasadas persiguiéndose.

—Estos dos pegan como «pan duro con cuchillo romo» —comentó la vieja Costanza, echando mano del refranero de la tierra.

—Patrizio se quedará un tiempo con nosotros, tiene que terminar su novela —explicó Annarita a las hermanas, que se quedaron boquiabiertas.

El escritor se instaló en casa de la novia y transformó el salón en su despacho. Y en menos de una semana, y con pocas y precisas maniobras, logró que lo odiara toda la familia.

A Pietro no le gustaba porque le birlaba los Kinder Bueno. La abuela decía que aquel hombre era como el «villano, que le das el dedo y se toma la mano». Laura lo detestaba porque decía que era sucio y feo como la peste. Y Celeste, porque había engañado a su hermana, que, la pobre, era más bien corta.

Patrizio era sensible a las miradas fulminantes de los Lo Capo como un búfalo lo es a la picadura de un mosquito. Se sentaba a la mesa y se hartaba de comer, luego se arrellanaba en el sofá abrazado a su noviecita y veía concursos de barbacoa en la tele. El resto del tiempo se lo pasaba escribiendo. El ruido de las teclas retumbaba por la escalera del palacete día y noche. Salía pocas veces de su apartamento, y cuando lo hacía, era para ir a comprar patatas fritas y kebabs.

En un campo abandonado, Celeste y Laura tuvieron una reunión secreta en la que trazaron un plan para echar al Aborto (era el apodo que le pusieron) sin herir demasiado a la hermana. Determinaron que correspondía a Mauro la tarea de convencerlo de que se fuera. Por las buenas o por las malas.

El mecánico invitó a Patrizio a una pizzería para hablar de hombre a hombre, y cuando volvió encontró a las dos hermanas levantadas, en camisón:

—¿Y bien?

—Se ha zampado dos patapizzas, un calzone de requesón y salchichas y cuatro jarras de cerveza.

Laura se dejó caer abatida en un sillón.

—¿Qué es una patapizza?

—Una pizza de patatas fritas.

Celeste se paseaba por el salón chupando un cigarrillo.

—Pero ¿le has preguntado cuándo se va?

—Tiene que terminar la novela.

Laura cortó un trozo de tarta y se la ofreció a su ex marido.

—¿Se puede saber al menos de qué coño va esa novela?

—Está reescribiendo la historia del mundo como si los seres humanos fueran hámsters gigantes.

Las dos mujeres lo miraban esperando que siguiera.

El mecánico dio un bocado a la tarta.

—Acaba de terminar la prehistoria.

Nada cambió en los tres meses siguientes, hasta que los telediarios empezaron a decir que en Lieja una enfermedad desconocida estaba segando la vida de la población y, por alguna razón poco clara relacionada con la falta de hormonas de la pubertad, los niños parecían ser inmunes.

Mauro había estado un mes en Holanda probando la nueva moto y en el avión de vuelta a Palermo no se había sentido bien. Era como si dos cuchillos se le clavaran en la nariz y una garra de acero le apretara las sienes. En el baño, después de vomitar, vio que le había salido una mancha roja en el costado.

Laura fue a recogerlo al aeropuerto. Lo vio salir por la puerta de llegadas demacrado y con los ojos brillantes. En el coche, de camino a casa, el mecánico empezó a toser. Lo acostaron y le dieron zumo de limón y aspirinas, pero aun así tuvo una fiebre de caballo. Panunzio, el médico del seguro, fue a visitarlo y tranquilizó a las hermanas.

—No es nada. Gripe. Que repose.

Las noticias que llegaban del norte de Europa no eran tranquilizadoras. El virus había pasado las fronteras de Bélgica y se propagaba imparablemente por todo el continente. Un grupo de científicos alemanes estaba trabajando en una vacuna eficaz.

En Italia, por suerte, sólo se habían registrado unos pocos casos aislados.

Dos días después, Mauro tuvo un colapso respiratorio y Laura lo acompañó en la ambulancia a Palermo. La mujer volvió con fiebre y moqueando. Contó que el hospital era un caos y que a Mauro lo habían dejado en un pasillo con cientos de enfermos más que tenían los mismos síntomas.

Una semana después, la familia Lo Capo, con la excepción de Celeste, que yacía en su cama sacudida por la tos, se reunía ante el televisor para ver el mensaje del presidente del gobierno que transmitían todas las cadenas de radio y televisión. Pero el que apareció ante las cámaras fue el ministro de Sanidad, que se excusó por la ausencia del presidente y, tosiendo, aconsejó a la población que se quedara en casa y no saliera más que en caso de extrema necesidad. «Todo el que sufra algún trastorno respiratorio agudo, acompañado de manchas cutáneas de carácter edematoso, fiebre y síntomas de pulmonitis u otra enfermedad respiratoria, debe ser inmediatamente aislado porque podría haber contraído el virus y constituir una amenaza para los que lo rodean.»

Laura, preocupada y ardiendo de fiebre, como llevaba días sin tener noticias del ex marido, pidió a Annarita que fuera a Palermo. La hermana se encontró en la autopista con una cola interminable de coches cargados de equipaje que trataban de abandonar la isla. Le dijeron que la capital estaba acordonada por la policía y no se podía entrar ni salir. El aeropuerto también lo habían cerrado y el servicio de ferrys con rumbo a Calabria estaba suspendido.

La primera que murió en el palacete de la calle Aleramo fue la abuela. El virus tardó menos de una semana en acabar con ella. Annarita fue la única de las hijas que pudo ir al entierro. En la iglesia, aparte de Patrizio y de Pietro, casi no había nadie. El coche fúnebre no apareció, y el ataúd tuvo que cargarlo un primo en su ranchera. El pueblo estaba desierto y gran parte de las tiendas estaban cerradas. En Vita, los que no guardaban cama, estaban delante de la televisión o hablando por teléfono con parientes que vivían lejos.

Patrizio se pasaba los días ante el ordenador buscando noticias. Todo el planeta se había contagiado, desde India a Estados Unidos, y ni Australia se había librado. Ya estaba claro que el contagio se había producido mucho antes de los casos documentados en Bélgica. La forma como el virus se propagaba y su largo periodo de latencia era una atroz genialidad, según muchos de origen humano, que lo había convertido en una bomba biológica. La velocidad con la que mutaba hacía imposible sintetizar una vacuna. Ni siquiera los investigadores que trabajaban en ello, pese a los rigurosos protocolos higiénicos, sobrevivían.

Vita, que antes de la epidemia contaba con dos mil quinientos habitantes, en poco menos de un mes había perdido la mitad. Había quien moría esperando con confianza la vacuna y quien, más escéptico, se atrincheraba en casa, sellándolo todo con cinta adhesiva, pero nadie escapaba a la enfermedad. Los niños, los únicos que seguían sanos, merodeaban por la región en busca de comida y agua para padres y abuelos.

La televisión había suspendido los noticiarios y sólo emitía películas antiguas. Las redes telefónicas dejaron de funcionar una tras otra. Cuando la electricidad se interrumpió también, el ave del Apocalipsis desplegó sus alas de oscuridad y hielo sobre Vita.

En el palacete, y después de la muerte de doña Costanza, le tocó a Celeste. Echaron el cadáver en una fosa común sin ceremonia fúnebre. Laura y Annarita yacían en la cama consumidas por la fiebre e inconscientes. Pietro se pasaba las horas sentado junto a su madre en un silencio asfixiante, jugando con sus soldaditos. Una mañana, con una excusa, Patrizio lo agarró de la mano, se lo llevó a su habitación, cerró la puerta con llave y dijo:

—Se mueren. No podemos hacer nada por ellas, están condenadas. Tenemos que quedarnos aquí y esperar.

Había hecho acopio de cajas de comida y latas de cerveza en la habitación.

Pero Pietro lloraba, quería estar con su madre. Entonces el muchacho perdía los estribos y empezaba a dar patadas al armario, a arrancarle los brazos a los muñecos de peluche, a vaciarse en la cabeza el cubo de las piezas de Lego.

—¿Por qué no lo entiendes? ¿Por qué no te adaptas? Olvida el viejo mundo. Tienes toda la vida por delante. Hemos pasado a una nueva era.

En cuanto entraba un poco de luz por las cortinas, se sentaba a la mesa y llenaba resmas de papel con una vieja máquina de escribir Olivetti. Estaba entusiasmado:

—Es una obra maestra. —Se acercaba al niño y le acariciaba la cabeza—. Es la crónica cruda y desnuda del Apocalipsis. No he censurado nada.

Pero Pietro no sabía lo que era el Apocalipsis.

—Es cuando morimos todos porque Dios ha dicho que se acabó. Os he dado un juguete y lo habéis roto. Os he dado un planeta precioso y lo habéis convertido en una mierda.

La epidemia era, según Patrizio, la cosa más extraordinaria que podía ocurrirle a la humanidad. Iba y venía por el cuartito como un orangután y hablaba y hablaba, se hacía preguntas y se daba respuestas hasta que, borracho, se desplomaba despatarrado en una silla.

Pietro sabía que Patrizio llevaba la llave de la puerta en el bolsillo de los pantalones. Una noche se levantó e intentó quitársela. Pero le costaba meter la mano en el bolsillo, que los michelines tapaban.

El ogro se despertó con un gruñido.

—¿Quieres la llave? —La sacó—. Bonita, ¿eh? —Abrió la boca y se la tragó como si fuera un caramelo Saila Menta—. Magia. Ya no está. —Cruzó los brazos y siguió roncando.

Otro día fue Patrizio quien despertó al niño.

—Pietro… Pietro… —Susurraba como si hubiera micrófonos en la habitación—. ¿Lo oyes?

El niño, abrazado a su oso panda, hacía días que no oía nada. Ni siquiera los lamentos ahogados de su tía Annarita y de su madre. Hasta los automóviles habían desaparecido.

—¿Lo oyes o no?

—¿El viento?

—Se parece, pero no es el viento. Es el rumor de millones de almas que abandonan el planeta, un flujo constante e imparable de espíritus que atraviesan la atmósfera, recorren el sistema solar y vuelven a reunirse.

Pietro estaba preocupado.

—Tú estás bien, ¿verdad? ¿No te morirás? ¿No me dejarás aquí solo?

—Tranquilo. Yo soy distinto. Mira. —Se daba la vuelta—. No tengo manchas y en mi vida me había sentido tan bien. Estoy en estado de gracia. Existen unos pocos elegidos a los que Dios salvará y cuya tarea será refundar la humanidad. Yo soy un bardo, mi misión es contar el fin y el renacimiento. Y tú serás mi ayudante.

La comida empezó a escasear y Patrizio decidió racionarla. En cuanto oscurecía, se tumbaban en la camita azul de Pietro, entre los muñecos. Patrizio, con el aliento oliendo a alcohol, le contaba historias de ejércitos de hámsters que combatían contra antiguos dioses egipcios o le silbaba «We Are the Champions» de Queen.

Una mañana, Pietro despertó y se lo encontró sentado delante de él, mirándolo. Se había cambiado de camiseta y se había afeitado. La puerta de la habitación estaba abierta de par en par.

—Ayudante, buenos días. ¿Cómo has dormido? Hoy volvemos al mundo. Un bardo no puede contar lo que pasa encerrado en un cuarto.

El niño corrió a ver a su madre. No estaba en su habitación, ni tampoco en el salón. Salió a la escalera y se la encontró tirada en el rellano. Estaba hinchada y cubierta de moscas. Pietro se pegó a la pared tapándose los ojos.

Patrizio lo cogió en brazos.

—¿Ves lo que le pasa a un cuerpo cuando el alma lo abandona? Huele mal. Se convierte en pasto de los gusanos y las moscas. No llores. Esa cosa no es tu madre. Tu madre ha sido liberada y ahora vuela más allá de Alfa Centauri.

—¿Y mi papá? ¿Dónde está mi papá? —preguntó el niño sollozando.

—Lo mismo. También él se ha ido. Sus átomos se han fundido con los de tu madre en un mundo de perfección.

Encontraron a Annarita viva, tumbada en una cama de matrimonio. El virus la había consumido y era un esqueleto resollante. Pietro se le acercó y le acarició el pelo. La chica, con los ojos cubiertos por un velo gris, abría y cerraba la boca como un pez.

Patrizio acercó el oído a sus labios.

—Nos pide que la ayudemos. —Llevó al niño al salón y lo sentó en el sofá—. Ese cuerpo enfermo tiene aprisionada al alma de Annarita. Tenemos que liberarla. Al final lo haría ella misma, pero podría sufrir mucho más y nosotros no queremos que sufra, ¿verdad que no?

El pequeñajo, cabizbajo, guardó silencio un momento. Luego miró a Patrizio:

—¿Quieres matarla?

Patrizio se sentó a su lado.

—¿Has visto esos vídeos de animales salvajes a los que ponen en libertad? A veces resulta que, cuando les abren la jaula, no quieren salir, y los guardias forestales tienen que sacarlos empujándolos con palos. ¿Sabes por qué no salen? Porque tienen miedo de la libertad. Lo mismo le pasa al alma. —Patrizio movió los dedos rollizos como si tuviera delante un teclado—. El alma, esa cosa misteriosa, esa partícula de Dios que ha dado vida a la carne de tu tía, se asusta ante la idea de dejar el cuerpo. Pero en cuanto lo haga, sentirá un goce infinito. Nosotros seremos los guardias forestales. ¿Has entendido? La liberaremos.

El niño hizo señas de que lo entendía.

Patrizio miró a los lados. El sol partía el salón en dos y en la atmósfera cerrada de la estancia el polvo flotaba volviéndolo todo dorado.

—¿Dónde tenéis las bolsas de plástico?

—En la cocina, debajo del fregadero.

—Ve a buscar dos. Que no tengan agujeros.

Patrizio estaba en la cabecera de la cama. Debajo tenía la cabeza enflaquecida de Annarita y en las manos las bolsas metidas una en otra. Miraba a su pequeño ayudante que, de pie junto a la cama, cogía la mano de su tía.

—Ahora se las pondré en la cabeza. Se agitará. Tú échate sobre ella y sujétala con todas tus fuerzas, que no se suelte.

El niño asintió, serio.

—Cuando el alma de tu tía deje el cuerpo, pasará a través de ti, vivirá aún un instante en tu cuerpo. La sentirás deslizarse por dentro como una caricia. Será su modo de despedirse. ¿Listo?

Pietro se subió a la cama y, abrazando a la moribunda, se tendió sobre ella.

—Listo.

La tía tardó poco en irse.

Patrizio, sudando, respiró.

—¿La has notado?

—Sí.

—¿Y cómo ha sido?

Pietro bajó de la cama.

—Muy chulo.

Annarita Lo Capo fue la primera. Los días siguientes, los dos liberadores de almas se encargaron de los moribundos de la calle Aleramo, y luego de todos los del pueblo. Salían por la mañana temprano y regresaban al anochecer. Actuaban guiándose por los números de las calles. Muchas veces se veían obligados a derribar las puertas, a escalar por las fachadas. Los enfermos se habían encerrado en sus casas por miedo a que les robaran. Aún había muchos que se debatían entre la vida y la muerte. Los pocos adultos que aún se tenían en pie los llevaban a casa de parientes moribundos. Detrás del Ferrari 458 del notario Botta, que Patrizio conducía rompiendo el silencio del pueblo, corrían muchas veces bandas de huérfanos.

El sistema de la doble bolsa funcionaba, el problema era que a veces los liberandos, como ellos los llamaban, se agitaban presa de convulsiones y Pietro daba con el cuerpo en tierra. Al final perfeccionaron las técnicas de inmovilización atando al enfermo a la cama con gomas antes de que el niño se tendiera encima.

Un día Patrizio decidió ampliar su radio de acción e incluir un conjunto de casas que había cerca de Vita. Aparcaron el Ferrari delante del bar y se apearon armados de bolsas y gomas. Dos hileras de edificios flanqueaban la calle recta. Rompía la continuidad de los edificios una serie de jardincitos vallados en los que crecían palmeras y limoneros. Una manada de perros callejeros desaparecieron por las casas en cuanto los vieron.

—A esos cabrones hay que matarlos. Entran en las casas y se comen a los muertos. —Patrizio volvió al Ferrari, cogió una escopeta y la cargó—. Algún día te enseñaré a usarla.

En las casas el virus no había dejado títere con cabeza. Sólo encontraron cadáveres. Patrizio se arrellanó en un sofá, desalentado.

—Nuestra misión terminará pronto.

—¿Y qué haremos? —le preguntó Pietro, jugando con las manecillas paradas de un gran reloj de péndulo antiguo.

—Iremos a Palermo, luego a París. —Se volvió y se reclinó sobre el respaldo para coger de una mesa una caja de chocolatinas. La camiseta se le levantó y los pantalones se le bajaron, dejando a la vista una mancha roja. Pietro tuvo que apoyarse en el reloj para no caerse. Se preguntó si Patrizio sabía que tenía las manchas. Siempre había dicho que era inmune, que nunca enfermaría.

—¿Quieres? —El muchacho le pasó la caja después de zamparse tres bombones.

Pietro rehusó moviendo la cabeza.

—¿Qué te pasa? Es la primera vez que rechazas un dulce. —Y con los dientes manchados de chocolate desenvolvió un turrón.

El niño se mordió el labio, tragó saliva y, con el poco aliento que le quedaba en el cuerpo, susurró:

—Tienes manchas. —Patrizio pareció no oír o quizá no lo entendió—. Tienes manchas —repitió Pietro, balbuciendo. Los ojos se le habían llenado de lágrimas.

Patrizio se levantó de pronto, lo cogió de la camiseta y lo levantó como si fuera de trapo.

—¿Qué has dicho? —La boca, demasiado pequeña para la cara anchísima, le temblaba, y los ojillos, echando chispas, se habían refugiado entre las ojeras oscuras y las cejas revueltas—. ¿Qué coño has dicho? —Levantó un puño. Era la primera vez que le ponía las manos encima—. ¿Dónde?

Pietro cerró los ojos.

—En la espalda.

Patrizio lo soltó y se acercó a un espejo con marco de ébano. Se quitó la camiseta. Se miró largo rato respirando por la nariz. Se bajó los pantalones. También las nalgas, blancas y peludas, estaban cubiertas de manchas rojas.

El niño se había refugiado en un rincón del salón. Patrizio se quedó mirándolo largo rato y luego señaló la puerta.

—Vete.

—¿Adónde?

—Afuera. Vete.

Pietro rompió a llorar y no se movió.

—Tienes que irte. Enseguida —ladró el muchacho. Cogió una lámpara de cristal que había en la mesa y la estampó contra el suelo.

Pietro deslizó la espalda pared abajo y se rodeó las piernas con los brazos.

—Haz lo que quieras. —Patrizio se sentó en el sofá, cogió la escopeta, se metió el cañón en la boca, puso el pulgar en el gatillo y lo miró.

Pietro se tapó los ojos con las rodillas y los oídos con las manos. Trató de pensar en algo bonito. En sí mismo y en su padre montados en la Laverda. En el día en que pararon en una laguna cuya superficie era lisa como una tabla de la que se elevaban montañas de sal blanca. A lo lejos se veían aves de color rosa que tenían el cuello en forma de ese, un pico que parecía un plátano y unas patas finas que parecían tacos de billar.

—Levántate, vamos. —Una mano fuerte como una tenaza lo cogió del brazo.

—¿Adónde vamos?

—Te llevo a casa.

El ayudante siguió a su maestro, que caminaba a zancadas con la escopeta al hombro.

En el coche no se dijeron una sola palabra. Patrizio conducía a gran velocidad y Pietro cerraba los ojos cada vez que tomaban una curva. Se detuvieron delante del palacete de la calle Aleramo dando un frenazo y dejándose medio neumático en el asfalto.

El muchacho abrió la portezuela.

—Baja.

—¿Adónde vas?

—Baja.

—¿Puedo ir contigo?

—He dicho que bajes.

El Ferrari arrancó con estruendo y espantó a todos los cuervos de los árboles.

Ya no volvió.

Pietro se unió a los demás niños del pueblo. Vivían todos en la escuela. Eran unos treinta, niños y niñas, de entre cinco y trece años. Jugaban al fútbol en el patio, dormían en las colchonetas del gimnasio y registraban las casas en busca de comida.

Un día, Pietro y otros dos decidieron ir a un supermercado que había en la carretera nacional donde al parecer aún quedaba Coca-Cola. Era un cuadrado de cemento en medio de una explanada de asfalto desolada.

Uno de sus compañeros señaló algo.

—Mirad.

Era un Ferrari que se había estrellado contra unos contenedores de basura y tenía una portezuela abierta.

—Id a ver, ahora voy yo —dijo Pietro.

En el coche estaba Patrizio, sentado al volante, entre latas de cerveza vacías y un olor repulsivo a excrementos. Tenía los brazos cubiertos de manchas y cardenales y la tripa le colgaba como si se le hubiera desinflado. La papada, que siempre había sido turgente, le caía ahora fláccida y amarillenta sobre el cuello tumefacto. Los ojos, opacos como dos marron glacés, miraban el parabrisas salpicado de vómito seco. Por la boca abierta le salía un estertor cavernoso.

El niño se sorprendió al ver que seguía vivo. Le tocó un hombro.

—Patrizio. Patrizio, ¿me oyes? Soy Pietro.

El muchacho cerró los ojos, pero nada cambió en aquel rostro inexpresivo.

—¿Cómo estás, ayudante?

Pietro tragó saliva.

—Bien… ¿Y tú?

Algo, quizá una sonrisa, pasó por los labios finos, llenos de cortes y costras.

—¿Tienes dos bolsas?

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