Anna

Anna


Tercera parte. El Estrecho » 13

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13

El día era ideal.

El viento había cesado, el cielo estaba despejado, el mar estaba en calma y el continente estaba allí.

Exploraron el puerto pero no encontraron embarcaciones en los muelles. Fuera, en la entrada de la dársena, cerca de los rompeolas, se veían cascos oxidados de ferrys hundidos, hélices y chimeneas que sobresalían del agua. Colonias de gaviotas se habían instalado en ellos y los habían cubierto de guano.

Echaron a andar por el paseo marítimo, que un paso elevado cruzaba. A la izquierda había una serie ininterrumpida de edificios modernos que daban a una fila de palmeras truncadas, farolas y a un guijarral bañado por el mar. Pero tampoco allí encontraron barcas. ¿Qué habían hecho con ellas? ¿Las habían usado todas para escapar de la isla?

El continente, que el día anterior estaba tan cerca, empezaba a resultar inalcanzable, y la ciudad, que se extendía como una franja opalescente al pie de las montañas, al otro lado del mar, iba pareciendo un espejismo.

Anna se sentó en un banco, desanimada.

Cruzar a nado era imposible. Y se confesó a sí misma que, aunque encontraran un bote, no sabía remar. Siguió dando vueltas con Astor, que hablaba solo, y Mimoso, que marcaba el territorio orinando en las farolas.

Pasada una gasolinera, había una fila de construcciones bajas. La Taberna del Marinero, Restaurante La Cigala del Mar, Bar Escila. Tras los cristales, que la sal del mar opacaba, se entreveían mesas polvorientas, pilas de sillas y acuarios vacíos.

Astor se metió por un caminito de arena que había entre dos locales y Anna lo siguió. Detrás de los edificios, sobre un pequeño promontorio, había un parque de atracciones oxidándose, escondido entre eucaliptos. Había un tiovivo con sus sillitas colgando, unos autos de choque, una caseta llena de estuches de videojuegos.

Durante el viaje habían visto otros parques de atracciones y Astor siempre montaba en los coches y se empeñaba en ponerlos en marcha, y luego le pedía a Anna que le contara cómo eran con las luces rojas encendidas, la música, los niños. Sin embargo, por aquél pasó sin decir nada.

El bosquecillo lindaba con un aparcamiento desolado en torno al cual había una serie de contenedores carbonizados. La larga explanada daba a una playa de guijarro, llena de basura y de ramas cubiertas de sal que blanqueaban.

—Vamos… Aquí no hay nada —gritó Anna.

El niño saltó el muro que rodeaba el aparcamiento y desapareció de su vista.

—¡Astor! Yo me voy… —dijo ella, resoplando.

Pero Astor gritó:

—¡Anna! ¡Anna! Ven, corre.

Se llamaba Tonino II y no era una barca, sino un patín, blanco y rojo, con timón, asientos de plástico y un tobogán con su escalerilla en medio, que sobresalía por la popa. Astor lo había encontrado debajo de una lona.

Era perfecto. No había que remar, sino pedalear. Y Anna sabía pedalear. Y su hermano también podía ayudar.

Por fin un poco de suerte.

Había que llevarlo al agua, pero no sería difícil, bastaba con meterle unas ramas debajo y hacer que se deslizara.

Le estampó un beso en la frente a Astor, que se limpió asqueado mirando el mar.

—¿Y cuánto tardaremos?

—Mucho.

¿Qué necesitaban para la travesía?

Flotadores para Astor. No, mejor salvavidas. Y, mejor aún, chalecos salvavidas. Agua. Comida. Haría frío. Por lo tanto, ropa de abrigo. Mudas. Y chaquetas de esas amarillas para la lluvia. O sea, un montón de cosas.

Las tiendas del paseo marítimo tenían todas la persiana bajada y las que habían sido forzadas estaban vacías. En una cabina de un balneario encontraron salvavidas de color naranja y toallas. Rompieron una ventana del restaurante La Cigala del Mar y rebuscando en la despensa encontraron tres latas de paté de erizo de mar y dos botellas de Chardonnay. No encontraron las chaquetas amarillas, pero del maletero de un coche cogieron unas maletas llenas de jerséis y pantalones y de un camión unos impermeables de plástico transparentes.

El sol aún estaba alto cuando acabaron de equiparse y de colocarlo todo en la proa del patín.

Arrastrar la embarcación a la orilla del agua fue más complicado de lo previsto. Pesaba, y las ramas no rodaban por los cantos grandes. Cuando sumergieron la proa en el agua estaban agotados.

El mar estaba poco agitado pero el viento les salpicaba agua fría en la cara.

Se pusieron dos jerséis y dos pares de pantalones cada uno, y luego los impermeables transparentes. Parecían muñecos envueltos en celofán.

¿Lista?

Lista.

Astor se había sentado en su puesto y hacía pedorretas imitando el ruido de un motor.

—Despídete de Sicilia —le dijo Anna.

El niño cerró la manecita.

—Adiós.

Por lo menos él no tenía nostalgia.

El perro estaba sentado al final de la playa y los miraba con la oreja buena tiesa.

—Ven, Mimoso, vamos.

El animal no se movió.

—Astor, ve por él.

Resoplando, el niño fue por el perro.

—Ven, Mimoso. —Pero en cuanto se le acercó, el perro se apartó—. Ven. —Lo intentó de nuevo, en vano—. ¡Quieto! Estate quieto. —Se puso en jarras y se volvió hacia su hermana—. No quiere venir.

Intentaron atraparlo por todos los medios, pero, como si danzaran, el perro daba vueltas en torno a ellos con el rabo entre las piernas y se apartaba en cuanto se le acercaban.

—¿Qué hacemos? —preguntó Astor, jadeando.

Anna se encogió de hombros.

—No lo sé. —Había pensado en todo menos en Mimoso. Creía que subiría a la barca, que al fin y al cabo era como un pequeño trozo de tierra—. Tengo una idea. —Sacó de la mochila una lata de paté de erizo de mar, la abrió y se la enseñó al perro—. Hum… —Metió el dedo en la papilla naranja—. ¿Quieres un poco? —La verdad es que aquello daba asco.

El perro dio unos pasos cautos hacia la comida y Anna, conteniendo la respiración, dio uno hacia él.

—Pruébalo. Está riquísimo.

Vació la lata en una piedra y se retiró. El animal se acercó con recelo, olfateando, sacó la lengua y empezó a lamer.

Los dos hermanos, a la vez, se le echaron encima, lo sujetaron y Anna le puso una cuerda al cuello.

—Pillado.

Empezaron a tirar de él hacia la orilla, pero el animal se resistía y sacudía la cabeza gimiendo, hasta que, con un estirón, se liberó del dogal y escapó al aparcamiento.

—No subirá nunca. —Anna arrojó la cuerda y miró al cielo—. Basta. Es tarde. Lo dejamos aquí.

Astor abrió los ojos como si no hubiera entendido.

—¿No nos lo llevamos?

—No.

—Démosle somníferos.

—No hay tiempo, tenemos que irnos. Si no, se hará de noche.

—¿Lo dejamos aquí?

—Sí.

El niño se hincó de rodillas.

—No.

Anna se le acercó y le acarició la cabeza.

—Escúchame. No subirá nunca a esa barca. Y aunque consigamos que suba, en cuanto pueda se echará al agua. Y si lo hace en pleno mar, se ahogará. —Anna reparó en que las nubes habían cubierto el sol—. Tenemos que irnos.

Astor hundió los dedos entre las piedras.

—Por favor… No lo dejes.

Ella se acuclilló delante.

—Mimoso nos ha acompañado hasta aquí. Nadie lo ha obligado, él ha decidido seguirnos. Y ahora decide no venir. Si quiere quedarse, no podemos hacer nada. Es libre. —Y esbozó una sonrisa—. Es un perro siciliano, se las arreglará.

Astor se sorbió la nariz.

—No es un perro siciliano. Es nuestro perro.

Anna le tendió la mano.

—Vamos.

El hermano ladeó la cabeza y gruñó:

—Yo no voy.

—Por favor…

El niño dio un manotazo en el suelo.

—Yo me quedo con Mimoso.

—No digas tonterías. —E intentó cogerlo de la mano.

Astor cruzó los brazos.

—No.

La chica lo miró en silencio, y luego, con calma, dijo:

—Ven.

El niño se enrolló un mechón de pelo al dedo y tiró de él.

—No, no y no.

Anna se mordió los labios y apretó los puños.

¿Por qué era todo tan difícil? Habían encontrado un patín, salvavidas, ropa, pero aquel perro idiota tenía miedo al agua y ahora encima su hermano lo complicaba todo.

—¡Ven ahora mismo! —murmuró con los ojos cerrados.

Astor agachó la cabeza.

—No, no voy. No voy. No voy.

Al tercer «No voy» la rabia invadió a Anna, que tensó los músculos del brazo. Hizo un último y desesperado intento por contenerla y susurró:

—Astor, haz lo que te digo. Sube a la barca. Es mejor. —Pero obtuvo otro «No» por respuesta—. ¡Ya está bien! —Cogió a su hermano del pelo y lo arrastró hacia el patín. Astor gritaba, pataleaba, se retorcía e intentaba agarrarse a las piedras—. Ahora mismo vas a subir a la puñetera barca. —Lo cogió por los bajos del pantalón y lo aupó a la plataforma donde se toma el sol, haciendo que se diera con la frente en la barandilla. Astor chillaba con los ojos hinchados e inyectados en sangre, la cara congestionada y los mocos colgando. Anna no lo oía. No sentía lástima ni se arrepentía. No permitiría que nadie la detuviera, menos aún un perro miedoso.

No miró atrás. Dio un último empujón al patín, arañándose las rodillas en las piedras, y se subió. Pasó por encima de Astor como si fuera un saco, se sentó y empezó a pedalear.

Los aullidos de Mimoso se perdieron con el viento.

Anna pedaleaba y Astor gimoteaba. El patín se hacía lentamente a la mar en medio de una red de boyas.

Después de probar un poco el timón, comprendió que cuando tiraba de él hacia la izquierda, la barca iba a la derecha y viceversa.

Sacó de la mochila una botella de vino, la abrió y bebió.

Astor había dejado de llorar, pero seguía gimoteando y sorbiéndose la nariz.

Ya se le pasará.

Cuando llegaran al continente ya se habría olvidado de Mimoso. Todo se olvida. Todo pasa. Su madre. La Finca de la Morera. Pietro. Ahora sólo estaban él y ella.

Y si no se le pasa, paciencia.

La corriente arrastraba la embarcación mar adentro. Anna no sabía cuánto tardarían en llegar a la otra orilla. Dio otro trago de vino y se concentró en los pedales.

—¡Anna! ¡Anna! —Su hermano le apretó con fuerza el hombro y empezó a saltar—. ¡Anna! ¡Mira!

Anna se irguió y se volvió. Un puntito blanco aparecía y desaparecía entre las olas.

Al principio le pareció una boya, luego una gaviota flotando, y al final vio la cabeza del perro.

—No es posible —murmuró—. ¿Cómo ha podido? Estamos muy lejos. —Una ola de calor le quemó la garganta—. ¡Qué mala que soy!

Astor se puso a su lado y empezó a pedalear.

—Vamos, rápido.

Anna tiró del timón y el patín describió una amplia curva, dejando una estela blanca. Pedaleaban con los dientes apretados, agarrados a los brazos del asiento, procurando no perder de vista al perro. Lo veían un momento y al momento siguiente dejaban de verlo.

—¿Dónde está?

—No lo sé…

—¡Allí, allí! —Astor señaló la cabeza del perro, que había reaparecido.

Siguieron pedaleando con vigor renovado, aunque las piernas empezaban a dolerles.

—Aguanta, aguanta, por favor, Mimoso, aguanta —rogaba Anna. Pero la barca, contra corriente, avanzaba muy despacio. El perro se ahogaba, agitando las patas entre salpicaduras.

—¡Mimoso! ¡Mimoso! —le gritaban.

Estaban cerca. Llegaron a ver un instante el hocico del perro, que movía las patas con los ojos desorbitados, y luego el mar se lo tragó.

—¡No pares! —le gritó Anna a su hermano—. ¡Pedalea! —Y se tumbó en la proa sacando el tronco y los brazos. Vio venir velozmente una masa blanca que se deslizaba casi a ras de agua, como un fantasma. Se estiró y agarró al perro del pelo con ambas manos, pero la corriente lo arrastró por debajo de la barca. Anna buscó algo en lo que sujetarse con los pies, no lo encontró, perdió el equilibrio y cayó al mar. Tragando agua y golpeándose la cabeza con el casco, pasó por debajo del patín, pero no soltó al perro. Sujetándolo con una mano, pudo, con la otra, asirse a la escalerilla. Medio ahogada y tensa como una maroma entre Mimoso y la barca, resistió hasta que el impulso cesó. Astor, queriendo ayudarla, saltó a la plataforma donde se toma el sol, que estaba mojada, resbaló, cayó y por poco no se fue también al agua. Se levantó y cogió a su hermana de la muñeca.

Trataron de izar al perro por el tobogán de popa, ella empujando por abajo y él por arriba, tirando de las patas. Parecía de plomo.

—Sujétalo, sujétalo —dijo Anna, y subió con su hermano. Haciendo fuerza con los pies en la barandilla y tirando a la vez, consiguieron subir a Mimoso a la barca.

Anna estaba agotada, temblaba de frío, casi no podía respirar. Vomitó agua de mar y Chardonnay. Astor respiraba inflando y desinflando el pecho.

Zarandearon al perro para reanimarlo, pero la cabeza, con los ojos abiertos y vítreos, rebotaba inerte contra la superficie de fibra de vidrio. La lengua colgaba negruzca de la boca.

—¿Está muerto? —balbució Astor.

Anna empezó a golpear al perro en el pecho, gritando:

—¡No, no está muerto!

Aquel animal era como los gatos, tenía siete vidas. Había sobrevivido a las torturas del hijo del dueño del desguace, al fuego, a las luchas mortales, al hambre y a la sed, a las heridas, a las infecciones, y ahora moría así.

Anna se hizo un ovillo y se tapó la cara con las manos.

—Es por mi culpa, todo por mi culpa.

Astor lloraba con la cara hundida en el cuello del animal. El mar, mojándolos y meciéndolos, los arrastraba hacia la costa de Calabria.

Toc, toc, toc.

El rabo de Mimoso golpeteaba débilmente contra la barca.

Aún le quedaba por vivir la séptima vida.

—Yo me caso con éste. —Anna abrazaba a Mimoso, que resollaba junto a un charco de agua y saliva—. ¿Se puede una casar con un perro?

Astor abrió los brazos.

—No lo sé.

Anna, temblando, estampó un beso en el morro del animal y le susurró al oído bueno—. Perdóname. Tú eres mi amor. Y yo soy tonta.

—Yo también quiero casarme con él —dijo el niño.

—Vale. Nos casamos los dos.

Anna, con los dientes castañeteándole, se quitó la ropa mojada, se frotó fuertemente la piel con la toalla y se puso otra muda.

Vertió un poco de vino en las manos huecas de Astor, pero a Mimoso no le gustó. Poco después, como si no le hubiera ocurrido nada, como si no hubiera resucitado, el perro se levantó solo, se sacudió un par de veces y, andando inseguro, se plantó en la proa, como un mascarón.

Los hermanos continuaron pedaleando. El sol seguía descendiendo por el oeste. La corriente los arrastraba a gran velocidad hacia tierra. Las olas rompían contra la proa y los salpicaba de un agua salada que se secaba en la cara como si fuera una máscara. De cuando en cuando salía del agua un pez volador y se alejaba planeando.

Pasaron cerca de una gran boya amarilla con paneles solares y con una torrecilla en la que un faro emitía destellos de luz roja.

Esto es lo que vi desde la terraza.

A medida que se acercaban a la costa iban distinguiendo playas desiertas, rompeolas, casas y edificios silenciosos y sin vida.

Anna no hablaba. Sentía una opresión en el pecho. Durante el viaje, día tras día, había ido concibiendo esperanzas y empezado a creer, para sus adentros, que Calabria era distinta.

Dejaron el patín en una playa llena de barquichuelas amontonadas y se dirigieron a la ciudad.

Atravesaron un olivar, bordeando la verja de un chalé con una piscina en la que habían crecido las hierbas. Pasaron junto a filas de edificios a medio construir, con los ladrillos a la vista y las varillas de metal que sobresalían oxidadas de los pilares. Miraron un pantano pútrido en el que flotaban manchas de gasolina tornasoladas.

A lo lejos, en lo alto, descansando sobre enormes pilares que se clavaban como garras en la montaña, discurría una autopista. Llegaron a una plaza en la que había un bar con el letrero colgando, una tienda de móviles saqueada y una gran iglesia de cemento gris en cuyo frontón había un mosaico que se había despegado. Subieron por una calle larga, llena de tiendas y de bares incendiados. En medio de la calzada había un camión volcado, contra el que se había empotrado un Smart.

—¿Dónde están los Mayores? —se lamentó Astor.

Anna no contestó.

Un gato negro y blanco apareció de la nada y cruzó la calle ante ellos. Mimoso se echó a correr tras él.

El felino saltaba y zigzagueaba, pero el perro lo seguía de cerca intentando morderle por detrás. Con un salto prodigioso, el gato se encaramó al techo de un Opel y de allí, volando, se metió por la persiana de una tienda que estaba levantada medio metro. El perro lo siguió.

—Ahora persigue gatos. —Anna no daba crédito a lo que veía—. ¿No estaba medio muerto?

Los ladridos del perro llegaban graves y apagados del interior.

—¡Mimoso! ¡Mimoso! ¡Ven aquí! —lo llamó Astor.

—Va, ve por él.

El niño se sentó en la acera y se masajeó los gemelos.

—Ve tú.

Anna levantó los ojos al cielo. Cogió la linterna de la mochila, la encendió y se coló por la persiana.

Era un recinto rectangular sin ventanas. En las paredes colgaban tablas de surf, fotos de cantantes, camisetas, botas y vaqueros viejos. En un rincón, había una cabina telefónica roja y un flipper. Los estantes, hechos con tablones de madera, estaban vacíos y las prendas tiradas por el suelo. Oía a Mimoso desgañitándose, pero no lo veía. Se acercó al mostrador, que estaba adornado con ristras de candados. La caja estaba en el suelo. Detrás, una escalera estrecha y empinada descendía al almacén.

Alumbrándose con la linterna, Anna bajó la escalera y entró en un cuartito cuadrado, con unas claraboyas en el techo que difundían un luz tenue.

El perro estaba gruñendo al gato que, transformado en un puente de pelo, lo miraba desde lo alto de una pila de cajas. De pronto, el can se abalanzó sobre las cajas y éstas se desmoronaron. El felino saltó a la pared y desapareció por las escaleras.

En el suelo, delante de Anna, se había abierto una caja azul. Dentro había un par de zapatillas.

La chica cogió una. La apretó. Notó un olor grato a goma y a piel nuevas. Movió la lengua, entumecida, y percibió un sabor amargo. Alumbró la etiqueta con la linterna.

«Adidas Hamburg. Made in China. US 8½ UK 8 FR 42.»

Las tres bandas negras, el empeine de gamuza amarilla, la suela color avellana.

Cayó de culo, se dobló hacia delante y apoyó la cabeza en los ladrillos fríos.

Quiso llamar a Astor, pero se había quedado sin voz. Espiró el aire que tenía en los pulmones. El perro, las perchas con chaquetas, el dispensador de agua, el extintor rojo, las cajas azules, todo le daba vueltas.

—Anna. ¿Estás ahí?

Abrieron todas las cajas, buscaron en el almacén y en la tienda. No encontraron más.

Astor daba vueltas a una zapatilla como si no fuera de verdad. Se la dio a su hermana.

—Va, póntelas.

Anna lo miró en silencio, con los ojos llorosos y los labios apretados. Lentamente se quitó las botas, se limpió los pies con una camiseta, abrió los cordones, estiró la lengüeta y metió un pie. Hizo un nudo doble.

El hermano le dio la otra.

Ella se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja.

—Una cada uno.

Salieron por debajo de la persiana calzados con una Adidas y un zapato viejo y echaron a andar arrastrando los pies. Mimoso los seguía al trote.

El sol había traspuesto los edificios grises pero el cielo, en el horizonte, seguía teñido de rojo.

Una mariposa echó a volar de un algarrobo y flotó en el aire contra el viento. Una racha la arrastró hacia los hermanos. Pasó rozando el pelo de Anna y llegó a Astor, que estiró la mano. El insecto se posó un momento en la palma del niño y reanudó su vuelo vacilante. Al poco llegó otra mariposa y luego otra, hasta que se vieron envueltos en cientos de alas que llenaron la calle como nieve amarilla y negra.

Dejaron atrás las casas y subieron por una rampa de acceso a la autopista, que discurría por la ladera de una montaña con terrazas de viña.

Cuando llegaron al peaje, Astor de detuvo, estiró la pierna y se miró la zapatilla.

—¿Y si una sola no funciona?

Anna le dio la mano y dijo:

—No importa.

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