Anna

Anna


Tercera parte. El Estrecho » 12

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12

Habían pasado cuatro días desde que los dos hermanos dejaron Cefalú.

Antes de partir subieron el cadáver de Pietro a la calle con unas cuerdas, lo cargaron en un carrito de la compra y lo llevaron a la playa. Cavaron un hoyo en la arena, lo enterraron y volcaron una barca encima.

De cuando en cuando, Anna se volvía a buscarlo, pero tras ella no marchaban más que Astor, que la seguía arrastrando los pies, y Mimoso, que iba olfateando por la orilla de la carretera. Entonces se llevaba la mano al colgante y lo apretaba hasta que se clavaba las puntas de la estrella.

Era como si Pietro le hubiera estallado en el pecho y miles de fragmentos afilados le corrieran por las venas y le rasgaran la carne.

Ahora entendía lo que era el amor, eso de lo que se hablaba tanto en los libros de su madre.

Sólo se sabe lo que es el amor cuando nos lo arrebatan.

El amor es sentir la falta.

Sin Pietro, el mundo había vuelto a ser amenazador, y el silencio, que antes le hacía compañía, ahora la ensordecía y la angustiaba. Había muerto de un modo estúpido, tras una larga agonía, y no le veía ningún sentido.

Era como si alguien la observara desde arriba y escribiera su historia inventando formas cada vez más crueles de hacerla sufrir. La ponía a prueba para ver cuándo se daría por vencida. Le había arrebatado a su padre, a su madre, y la había dejado sola con un niño al que debía criar. Se había divertido haciendo que conociera a Pietro y le fuera indispensable y luego se lo había quitado. La verdad es que caminaba como un hámster por un camino obligado. La idea de poder escoger entre ir por la derecha o por la izquierda era una ilusión.

Recordó lo que Pietro le había dicho tantas veces: «Este mundo no existe. Es una pesadilla de la que no podemos despertar.»

Faltaban unos cien kilómetros para llegar a Messina. Según sus cálculos, tardarían otros tres o cuatro días como máximo. La autopista discurría bajo sus pies siempre idéntica y el paisaje desfilaba a los lados lento y tedioso, interrumpido solamente por una serie interminable de túneles. Aún no se habían cruzado con nadie.

Se volvió hacia Astor, que caminaba cabizbajo arrastrando un palo. Hablar se había vuelto difícil, las palabras pesaban mucho y no podían pronunciarse.

—¿Todo bien? —El niño miró con aire ausente la costa verde que se hundía en el mar en medio de la niebla matutina—. Contesta cuando te hablo.

Astor resopló, cruzó los brazos y se adelantó corriendo, con fuertes pisadas.

Era irritante. Si ella se enfadaba, escapaba y se escondía en algún agujero.

Como si fuera culpa mía.

Se le acercó y le puso la mano en el hombro.

—¿Tienes hambre?

El niño dijo que no con la cabeza.

—Yo sí. —Se sentó a la vera de la carretera y sacó de la mochila dos latas de atún, una de comida para perros y una botella de agua.

Mimoso, sentado muy tieso, meneaba el rabo. Un hilo de saliva le caía por las comisuras de la boca. Anna le vació los trozos de carne en el asfalto y el perro los devoró temblando. Abrió las latas de atún, escurrió el aceite y empezó a comer con el cuchillo.

Astor daba golpes con el palo contra el guardarraíl.

—¿Quieres parar?

Él se tiró del pelo del cogote.

Estaba preocupada. Su hermano había empezado a mesarse el cabello y a hablar solo. Mantenía largas conversaciones consigo mismo en una lengua propia, llena de exclamaciones y risitas. Con Pietro, Astor se había vuelto hablador y sociable, y las lagartijas melenudas habían desaparecido. Pero ahora, después del accidente, había regresado a su mundo de pequeñas cosas, de piedrecitas, de insectos, de animalillos muertos y de palos.

—Pietro tenía la Roja, habría muerto igual. —La chica lanzó la lata a la cuneta—. Tenemos que seguir adelante. Seguimos siendo dos, tú y yo.

El niño hizo señas de que no.

—Somos tres. —Y señaló al perro.

Anna le ofreció la otra lata.

—¿Seguro que no quieres?

—Un poquito —dijo Astor.

¿Qué haría su hermano cuando ella no estuviera? Escribir en el cuaderno era inútil, nunca lo abriría, se negaba incluso a leer las señales viales.

Ni siquiera estaba segura de que pudiera conseguir comida.

Por la tarde empezó a llover. El agua caía fría e implacable de un manto de nubes grises. Desde la autopista que serpenteaba siguiendo los pliegues de la costa se veía, allá abajo, una mar gruesa, del mismo color del cielo, que rompía espumeando contra las rocas negras. Empapados, tomaron un desvío y entraron en un pueblecito enclavado en lo alto de un monte, al pie de un viaducto de la autopista. Una ladera de la montaña se había derrumbado sobre las casas, invadiendo calles y arrancando árboles. El agua de lluvia había excavado lechos entre los escombros y corría hacia la playa formando un torrente que desembocaba en el mar y lo teñía de marrón.

Tampoco allí se veía un alma.

Entraron en un chalé blanco, rodeado de pitas, que seguía en pie. Las paredes estaban manchadas de hollín y el papel que revestía las de los dormitorios colgaba hecho tiras apolilladas. No quedaba una sola ventana intacta y soplaba una corriente fría. Hicieron un fuego con los armarios de la cocina, pusieron la ropa a secar y se acurrucaron en torno a las llamas. No les quedaba comida y estaban tan cansados que se quedaron dormidos enseguida. Las ascuas arrancaban destellos rojos a sus bultos en las tinieblas.

Reanudaron la marcha al alba. Había dejado de llover, pero las nubes seguían allí, amenazadoras. A menos de diez kilómetros encontraron un viaducto que se había hundido. En pie quedaban sólo dos trechos. Abajo, al pie de los pilares, corría un torrente que había crecido con la lluvia. Había un tráiler volcado y de las aguas fangosas sobresalían los bajos con sus filas de pares de ruedas.

Bajaron por un bosque tupido y lleno de zarzas que crecía en la ladera del monte. La corriente era impetuosa y, como no pudieron vadearla, tuvieron que remontar el curso hasta que llegaron a un meandro en el que había un gran chopo caído que formaba un puente. Manteniendo el equilibrio sobre el tronco, Anna cruzó la primera. Astor y Mimoso la siguieron a gatas.

La lluvia esperó a que llegaran a la autopista para volver a caer. Se cobijaron en un Volvo que había en un área de descanso. Aún estaba el triángulo de emergencia. Mimoso se tumbó en los asientos traseros y Astor se sentó al volante. El habitáculo resonaba con la lluvia que repiqueteaba en el techo y chorreaba por el parabrisas como si fuera una cascada. Anna inspeccionó el equipaje en busca de algo comestible pero lo único que encontró que tenía cierta relación con la comida fue un libro de recetas para olla a presión. Lo tiró fuera. Cuando cesó el aguacero estaba demasiado oscuro para proseguir la marcha y durmieron allí, aovillados en los asientos.

Anna despertó a mitad de la noche. Se hacía pis. Salió y vio una luz a lo lejos. Quizá era un fuego. Entró en el coche y se encontró a Astor despierto.

—Tengo hambre —le dijo el niño.

—No te preocupes, mañana encontraremos algo. Duerme.

—¿Por qué no volvemos a casa?

Anna se rodeó el tronco con los brazos.

—Tenemos que ir al continente.

—A mí me gustaba estar en casa.

—Y a mí también. Pero verás como estaremos mejor al otro lado.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Ahora duerme.

El sol se había abierto un hueco entre las nubes violáceas pero, con la ropa húmeda que llevaban, el viento era frío.

Anna empezaba a tener muchas dudas sobre la travesía del Estrecho. No sabía lo grande que era. ¿Como un río? ¿Como un mar? ¿Y cómo lo cruzarían? ¿En una barca?

Llegaron a la salida de Patti. A la derecha se elevaban unos cerros áridos y a la izquierda, más allá de una franja de vegetación sembrada de tejados, se veía el mar. Dejaron atrás los restos carbonizados de la estación de peaje y una fila de automóviles abandonados en medio de la calzada y tomaron la circunvalación que llevaba a la ciudad.

A los cien metros Anna se detuvo y se volvió.

Se oía un rumor grave, una especie de retumbo, que aumentaba de volumen.

—¿Lo oyes? —preguntó a Astor.

El niño asintió y miró al suelo.

El asfalto temblaba como si fuera un terremoto. Unas cornejas que había en un cedro levantaron el vuelo.

Mimoso gruñó, enseñando los dientes y levantando las orejas.

Por una curva apareció una manada de vacas ocupando la calzada como un río animado que avanzaba al galope hacia ellos.

Anna cogió a su hermano y saltó el guardarraíl.

El tren de pelo y cuernos pasó a su lado comprimido por las vallas de metal. Duró casi un minuto, y luego, y en medio de una nube de polvo, aparecieron decenas de niños armados con palos que corrían tras los animales, gritando y silbando.

Astor se quedó mirando boquiabierto a su hermana, saltó a la carretera y se unió a aquella tropa vociferante, seguido de Mimoso.

—¿Adónde vas? —dijo Anna, y salió también corriendo.

La manada recorrió toda la circunvalación y entró en un aparcamiento donde la esperaba un centenar de niños que, a gritos, la dirigieron hacia el centro comercial Re Artú, una gran construcción de color rosa que parecía un castillo, con sus almenas y sus torreones.

Las vacas galopaban desbocadas entre dos muchedumbres que les daban palos y, sin reducir la velocidad, franquearon una serie de puertas y llegaron a una galería oscura que conducía a las entrañas del gran centro comercial. Los puestos de Fastweb, de Sky y de la escoba mágica Super Mop fueron arrollados por las bestias en medio de un estrépito de pezuñas y mugidos. Las vacas de los lados entraban en las tiendas de ropa, derribaban los expositores vacíos, destrozaban los escaparates del bar Lo Zecchino, asaltaban el kebab Bosforo y se llevaban por delante mostradores, parrillas y mesas. Otras resbalaban y caían y eran pisoteadas. Tras ellas, brazos menudos enarbolaban antorchas que arrancaban destellos de los letreros del Big Burger, de las tiendas y de la Würstelleria Liebe. La manada, cojeando, herida, aterrorizada, llegó a un enorme balcón circular que había al final de la galería. No tenía balaustrada y a derecha e izquierda había dos barricadas llameantes que no dejaban escapatoria.

Una tras otra, y sin frenar siquiera, las vacas se lanzaron al vacío, como hacían los mamuts que se despeñaban empujados por los hombres primitivos, con la diferencia de que, tras un vuelo de quince metros, no caían en los bosques helados del Pleistoceno, sino que, como bombas vivas, se estrellaban contra las mesas del restaurante La Paranza, contra una gran pecera de cristal que en su día albergó a una pareja de tiburones azules y contra una barca que hacía las veces de mostrador del pescado fresco.

Anna llegó al final de la galería medio asfixiada por el humo y el polvo. Jadeando, se asomó al balcón.

A sus pies agonizaba una montaña de vacas con las espaldas partidas y las cabezas rotas. Muchas habían muerto en el acto, otras se retorcían sobre sus compañeras. De aquel amasijo subía un hedor a mierda, sangre y gasolina. Un ejército de niños cubiertos con harapos sucios daba voces de incitación desde los balcones y las escaleras automáticas. Algunos se habían pintado la cara con rayas negras y todos, varones y hembras, llevaban el pelo largo, que les llegaba a la mitad de la espalda. Estaban lisiados, tuertos, iban marcados por cicatrices. Gritaban, se daban manotazos en el pecho, daban golpes con los pies en el suelo, cada vez más fuerte, hasta que ahogaron los berridos desgarradores de las bestias. Cuando la sala fue un único estruendo, los que estaban abajo empezaron a escalar la montaña de carne y fueron rematando a palos a los animales que aún estaban vivos, azuzados por los espectadores de las gradas.

Son todos pequeños…

El corazón de Anna dio un vuelco.

¡Astor!

Del humo que invadía la galería emergían bultos irreconocibles que se fundían entre sí. Anna buscaba a su hermano abriéndose paso entre los cuerpos, tropezando con los bancos de mármol. Pero, en la oscuridad, todos eran iguales.

Dio la vuelta a la columna de los ascensores y a codazos se abrió paso hacia las escaleras.

Astor estaba asomado frotándose la boca.

Lo zarandeó del brazo.

—Te quedas conmigo, ¿entiendes? No vuelvas a escaparte. —Y lo abrazó estrechamente.

Astor temblaba de excitación.

—¿Has visto? ¿Has visto lo que han hecho? Las han tirado abajo.

—¿Es que no me…?

Los ladridos de Mimoso atronaron en la galería. El perro, acorralado contra el escaparate de una tienda de teléfonos móviles, con el lomo erizado, enseñaba los dientes. Unos niños esgrimían contra él unos palos terminados en punta.

Anna corrió hacia allí.

—Es bueno. Dejadlo en paz. —Hizo señas de que se tranquilizaran, pero uno de los niños, más atrevido que los otros, quiso golpear al animal, que de un salto lo derribó y le mordió en el brazo.

Anna cogió del pescuezo a Mimoso y lo apartó.

Los otros, excitados y asustados, gritaban, gruñían y hacían rechinar los dientes como si fueran una manada de macacos, amenazándolos con las lanzas, mientras el otro se levantaba cogiéndose el codo.

—¡Astor! ¡Astor! ¿dónde estás? —gritó Anna, que seguía sujetando al perro.

Astor asomó entre el corro y se reunió con ella.

—Haz que se siente, deprisa.

Astor sentó a Mimoso empujándolo por el trasero y lo abrazó.

—Acarícialo. Éstos nos matan. —Anna levantó las manos—. ¿Veis? No es malo.

El grupo se abrió para dejar paso a una niña rubia y delgadísima que miró a los dos niños y al perro y tendió los brazos como hacen los predicadores. Los demás enmudecieron y dieron un paso atrás. Unas gafas de sol de montura verde le cubrían gran parte de la cara a la niña. Llevaba unas botas rotas, una falda escocesa que dejaba a la vista unas piernecillas finas y un abrigo de piel mugriento.

Anna, poniendo una sonrisa forzada, le acarició la cabeza al perro.

—Es bueno.

—¿Bueno? —dijo la niña, poco convencida, y señaló al niño al que había mordido en el brazo—. Malo.

—No, no. Bueno. Perro bueno.

La rubia se acercó a Mimoso. Los cazadores se aprestaron a clavar sus lanzas en la bestia. La niña fue a tocar la cabeza del perro, sin vacilar.

Anna cerró los ojos, convencida de que el animal se la arrancaría de un mordisco. Pero no: el perro la observó con sus ojos como canicas brillantes, estiró el cuello y la olfateó.

La niña retrocedió un paso, se llevó los dedos a la nariz y miró a los lados sonriendo.

—Bueno —les dijo a los otros, que miraban conteniendo la respiración—. Bueno.

Todos prorrumpieron en carcajadas. Sólo el pobre al que el perro había mordido sonreía, poco convencido.

Anna comprendió que aquellos niños eran demasiado pequeños para recordar que, antes, los perros eran animales de compañía. O quizá lo habían olvidado.

Se sintió vieja.

El pueblo de cazadores de Patti organizó una comilona de carne asada en el aparcamiento. Unos sacaban las reses muertas, otros las troceaban, otros alimentaban el fuego con ropa, muebles, palés.

Un vientecillo ligero arrastraba por la explanada bolsas de plástico, papeles y hojas, y el sol, un círculo naranja, desaparecía tras los cerros.

Las columnas de humo atraían a más niños, que llegaban al centro comercial solos o en grupos. Al caer la noche, la explanada estaba llena de bultos negros que hacían cola delante de las hogueras en espera de su ración de carne.

También Astor y Anna hacían cola. Llevaban dos días sin comer y aquel olor a carne asada los hacía desfallecer. Incluso Mimoso se removía, muerto de hambre. Lo habían atado con una cuerda y lo tenían bien sujeto. Al principio había intentado soltarse, empinándose y sacudiendo la cabeza, pero luego se había acostumbrado.

Gracias a él, Anna y Astor se habían convertido en la atracción de la velada. Todo el mundo, a la debida distancia, los observaba admirado y comentaba con sonidos guturales y aspavientos el tamaño de aquella bestia que estaba tan tranquila al lado de sus amos. Astor miraba a un lado y otro todo orgulloso, fingiendo estar distraído. Anna se reía. Era la primera vez que veía a su hermano presumir de algo.

Cuando por fin les llegó su turno, les dieron tres pedazos de carne enormes, quemados por fuera y chorreando grasa, pero aún sanguinolentos por dentro.

Se sentaron en un bordillo de cemento y los devoraron en silencio.

—¿Cómo está? —le preguntó Anna a su hermano.

Astor, con la boca llena, farfulló algo incomprensible mirando al cielo.

La chica se buscó la estrella de mar debajo de la camiseta. Se la sacó y le dio vueltas entre los dedos. Para las cosas malas podía prescindir de Pietro, ya se apañaba ella sola, pero ahora que podían disfrutar, reír, comerse un filete, su ausencia era más dolorosa. Se acordó de cuando tiraron por la terraza el pulpo pestilente y sonrió.

Astor le dio un codazo.

—Quiero más.

—Vamos a ver… —Iba a levantarse cuando se les plantó delante la rubia de las gafas verdes. En una mano llevaba una antorcha y en la otra un enorme brazuelo chamuscado que pareció que les ofrecía.

—Gracias —dijo Anna, pero la niña se lo echó a Mimoso, que lo atrapó al vuelo y se lo comió sujetándolo con las patas delanteras.

La flaca señaló al animal.

—Bueno.

Anna no sabía si se refería a Mimoso o a la carne.

La rubia señaló al perro.

—¿Mío?

Anna frunció el ceño.

—¿Qué?

—Mío.

Anna se dio un golpe en el pecho tratando de sonreír.

—No, mío.

La niña miró a Mimoso.

—Perro bueno.

—Bueno.

—Perro mío.

Anna se señaló a sí misma.

—No. Perro mío.

Astor le susurró al oído a su hermana, preocupado:

—Ésta quiere a Mimoso.

—Sonríe.

El niño puso una sonrisa exagerada enseñando sus dientes torcidos.

—Perro nuestro.

La rubia se levantó las gafas. El ojo derecho era vítreo y miraba a otra parte.

—¿Perro nuestro? —Se alejó rascándose la nuca y repitiendo—: ¿Perro nuestro? ¿Perro mío?

Anna tiró de la correa de Mimoso.

—Vámonos —le dijo a Astor.

—¿Adónde?

—Vámonos de aquí antes de que nos lo quite.

Astor miró alrededor.

—¿Y la carne?

—Olvida la carne. Vámonos, rápido. Mejor dicho, no, despacio, tranquilos, como si no pasara nada.

Dieron unos pasos y en cuanto la oscuridad los envolvió echaron a correr.

En ir de Patti a Messina tardaron dos días, marchando de sol a sol. La primera noche la pasaron en un edificio que había a la vera de la autopista. En la planta baja había una oficina de empleo, pero en un piso de la primera planta, rebuscando en los cajones de la cocina, encontraron pastillas de caldo enmohecidas que disolvieron en agua. Quitaron las cortinas de las ventanas y se taparon con ella.

El último día de viaje soplaba un viento frío, el cielo estaba azul y la atmósfera era tan límpida que todo parecía más cerca.

La autopista discurría por viaductos que salvaban las montañas y se internaba en túneles oscuros.

Más cerca de la ciudad había una fila ininterrumpida de automóviles que ocupaba todos los carriles. Los coches aún iban cargados de equipaje. En un todoterreno, buscando en las maletas, encontraron jerséis gruesos, camisetas limpias y anoraks.

Por fin, en lo alto de una larga pendiente, se les ofreció la vista que llevaban meses esperando. El Estrecho.

Anna y Astor empezaron a saltar y a dar vueltas cogidos de la mano.

—¡Lo hemos conseguido!

Y se subieron al techo de un camión para ver mejor.

La isla acababa en una hilera de edificios que daban a un gran puerto y a un brazo de mar azul más allá del cual se elevaba una cadena de montañas oscuras. El continente. Las dos orillas estaban tan próximas que parecía que las separase un río.

Anna se lo había imaginado anchísimo, imposible de atravesar, y ahora que lo veía pensó que podría cruzarlo a nado.

El resto del camino lo hicieron corriendo y sin pararse más que para recobrar el aliento. Salieron de la autopista y siguieron por carreteras periféricas que poco a poco se llenaban de edificios, tiendas, gasolineras y semáforos.

Messina era un embotellamiento de coches que ocupaban hasta las callejuelas, pero allí, cerca del mar, no se tenía aquella fuerte sensación de muerte y angustia que te embargaba en Palermo. La naturaleza estaba apoderándose de la ciudad. Por todas partes crecían, entre las grietas del asfalto, pimpollos y zarzamoras. Las calles y aceras estaban cubiertas de tierra y hojas, y la hierba y el trigo estaban echando raíces. Las plantas trepadoras escalaban lozanas la fachada de los edificios. Había animales por doquier. Junto a los monumentos pastaban rebaños de ovejas, a los contenedores de basura se encaramaban cabras barbudas, por las ventanas salían bandadas de pájaros y entre los coches corrían manadas de caballos y potros. Sólo el puerto, rodeado de alambradas y de vehículos militares, recordaba la violencia de los días de cuarentena, pero el viento traía el olor salino del mar y crestas de espuma orlaban las olas que batían los muelles.

Era tarde y decidieron esperar al día siguiente para emprender la travesía. Buscaron comida en las tiendas y en los supermercados, sin encontrar nada. Muertos de cansancio, entraron en un viejo edificio señorial con vestíbulo de mármol, portería y ascensor de jaula. En el último piso encontraron una puerta abierta. En el timbre de latón decía: «Familia Gentili».

El ático estaba lleno de cuadros, marcos, muebles de madera oscura y sillones floreados.

Las ventanas daban al paseo marítimo. En el dormitorio había dos esqueletos y en el salón racimos negros y membranosos de murciélagos que colgaban de las guardamalletas y de las lámparas de cristal del techo. En los armarios de la cocina no quedaba nada, pero en el aparador encontraron botellas de Schweppes, avellanas, pistachos y un bizcocho seco que compartieron con el perro.

Se acostaron en los sofás del salón, delante de la televisión.

Astor cayó rendido enseguida. Anna se dormía y se despertaba constantemente, saliendo de una maraña de sueños vagos y angustiosos. Tumbada sobre los cojines de terciopelo, respiraba con la boca abierta, oyendo las olas que rompían contra el muelle.

No sabía nada de Calabria. Se preguntó qué encontraría, si era verdad que los Mayores habían sobrevivido allí. Se imaginó que no les dejaban desembarcar.

¡Fuera! ¡Iros de aquí! ¡Estáis apestados!

Y recordó con nostalgia su casa, el bosque, Torre Normanna. Volvió con la mente a aquellos cuatro años vividos en soledad, a las falsas navidades, a las carreteras que había recorrido y al esfuerzo que le había costado tomar sola miles de decisiones.

Para mejor o para peor, al día siguiente todo cambiaría.

Le faltaba el aire. Abrió una ventana, salió a la terraza y dejó que el viento le agitara el cabello. Con escalofríos, se asomó por la baranda a la noche oscura y sin estrellas. Calabria estaba apagada.

No tengas demasiadas esperanzas.

Luego reparó en una lucecita a lo lejos que se encendía y apagaba a intervalos regulares. Era como si alguien hubiera oído sus pensamientos.

Una señal.

Observó la luz frotándose los brazos. ¿Quién podía ser?

Tienen que ser los Mayores.

Volvió dentro y se sentó en el borde del sofá, junto a su hermano. Dormía con la cara aplastada contra el respaldo y las rayas del terciopelo se le marcaban en la mejilla. Lo llamó con un hilo de voz.

—Astor… Astor…

El niño se restregó un ojo.

—¿Qué pasa?

Anna se encogió de hombros.

—Te quiero mucho.

El niño bostezó y se pasó la lengua por los labios.

—¿Estabas soñando? —le preguntó ella.

—Sí.

—¿Y qué soñabas?

Astor pensó un momento.

—Soñaba con bocadillos de salchichón.

Anna suspiró.

—¿Y tú a mí me quieres mucho?

El niño hizo señas de que sí y se rascó la nariz.

—Pues entonces hazme sitio.

Acostada al lado de su hermano, logró por fin conciliar el sueño.

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