Anna

Anna


Segunda parte. El Gran Hotel de las Termas Elíseas » 5

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Anna Salemi decidió buscar a los niños de azul. Si los encontraba a ellos, encontraría también a su hermano. La idea de que estuviera muerto ni se le pasó por la cabeza.

Dejó la Finca de la Morera el 30 de octubre de 2020 para no volver. En la mochila llevaba una linterna, un mechero, el cuaderno de las Cosas Importantes envuelto en una sudadera verde, un cuchillo de cocina y el fémur derecho de su madre.

Los árboles vibraban con el trino de los gorriones, las zorras se deslizaban entre los arbustos, las cornejas graznaban con voz desagradable. Al salir del bosque se encontró bajo un manto de nubes espesas y azuladas que parecía un mar proceloso al revés. Ráfagas de aire caliente procedentes de la costa la empujaban por la espalda y le revolvían el pelo. Sobre las montañas que se veían al fondo de la llanura se formaba una tormenta en medio de un resplandor polvoriento. Se oyó un trueno potente como un cañonazo y una lluvia furiosa se precipitó sobre los campos sedientos, que la absorbieron exhalando un hálito húmedo de tierra quemada.

No había llegado aún a Torre Normanna y ya iba Anna hecha una sopa, con la botas llenas de agua, el pelo pegado a la frente y la tela con la que se había vendado la mano herida colgando.

Hacía meses que esperaba lluvia y ésta llegaba ahora, torrencial e inoportuna, y lo empeoraba todo. Aunque quizá había obligado a los de azul a hacer un alto. Podían haberse guarecido en Torre Normanna.

El pueblo estaba envuelto en una nube de agua que chorreaba de los canalones obstruidos e inundaba las calles. La plaza de los Venti había desaparecido bajo un lago que burbujeaba azotado por la tormenta.

La lluvia dio paso al granizo.

Anna se refugió en el pórtico de El Gusto de Afrodita. Ráfagas de bolas de hielo del tamaño de cerezas hacían vibrar el tejado de uralita de la galería. Anna sacó el cuaderno de la mochila. La sudadera lo había salvado y sólo se habían mojado las esquinas de la cubierta.

Habían forzado la puerta del restaurante. Las mesas y sillas de la gran sala circular estaban amontonadas en un rincón como si las hubieran arrastrado con un tractor pala. En una pared aún colgaba una pizarra en la que decía, escrito a mano: «Especialidad del día: filete de atún a la mesinesa, 18 euros». Del techo pendía una lámpara de latón torcida, como si le hubieran dado unos bastonazos.

Anna se dirigió a la cocina entre ratones que correteaban. Quedaban pocos ladrillos en las paredes, todos estaban en el suelo, hechos añicos blancos. El enorme frigorífico estaba volcado, con las puertas abiertas.

Anna se arrodilló, abrió un cajón y metió en él el fémur y el cuaderno. Cerró la puerta y salió.

La granizada había cesado. Ahora caía una fina llovizna.

Estaba perdiendo el tiempo. Allí no había nadie. Quizá se habían dirigido a la autopista. Quizá iban a Castellammare. Le dio una patada a una silla de plástico blanca.

Calma.

Cogió la mochila de las correas y se encaminó a la salida del pueblo. A los pocos pasos se detuvo.

Había una bicicleta naranja apoyada en la verja de un chalé.

La puerta estaba atrancada por dentro. Pero a la derecha había una puertaventana abierta que daba al salón. También allí estaba todo destrozado. Muebles rotos, pintadas en las paredes, cenizas de un fuego en el que habían quemado sillas.

Subió la escalera cubierta de cascotes. Entró en el primer cuarto. Sobre un armario de espejo había un par de lechuzas que abrieron unos ojos que parecían cuatro canicas doradas y echaron a volar. En un colchón de matrimonio, envuelto en un edredón sucio, dormía Pietro. Del rollo harapiento salían mechones de pelo revueltos, un poco de frente y una ceja.

Anna le dio un empujón en el trasero con el pie.

—¡Despierta!

El chico abrió la boca y emitió un jadeo ahogado. Intentó levantarse, pero, atrapado en el edredón como en una camisa de fuerza, rodó del colchón y cayó al suelo.

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Quién es?

Cogió el cuchillo que tenía al lado de la bolsa y lo esgrimió contra el agresor.

—¿Has visto a unos niños de azul?

Pietro guiñó los ojos y reconoció a Anna.

—¡Es que eres tonta! —Soltó el cuchillo y se llevó la mano al pecho—. Por poco me matas del susto.

—¿Has visto a unos niños de azul?

Pietro se arrastró hasta la pared y se apoyó en ella de pie, frotándose un ojo.

—Los niños de azul…

Anna tuvo que tragarse un nudo antes de poder murmurar:

—Se han llevado a mi hermano.

Pietro miró a la chica que tenía delante, que chorreaba agua.

—¿Cuándo?

—Ayer por la mañana, creo. —Se asomó a la ventana—. No deben de estar lejos. ¿Los has visto?

—No. Pero los conozco —contestó Pietro bostezando.

En el rostro de Anna afloró la esperanza.

—¿Quiénes son?

—Viven en el hotel. Los mayores los recogen del campo y los hacen esclavos.

—¿Para qué?

Pietro se desperezó. Llevaba unos calzoncillos de rayas amarillas y verdes rotos y una camiseta de tirantes que le estaba pequeña.

—Para preparar la Fiesta del Fuego. Tienen un montón.

Anna cerró los ojos y los abrió. Le pareció que el cuarto se descomponía y se recomponía en un instante: el colchón, el mueble, el chico en calzoncillos. Hinchó el pecho y respiró de nuevo. Astor estaba vivo. Tragó saliva.

—¿Cómo se va al hotel?

—Un momento. —Pietro se frotó la mejilla—. A mí por las mañanas me cuesta pensar.

Anna esperó tres segundos.

—¿Cómo se va al hotel?

Pietro ladeó la cabeza. Se oprimió las aletas de la nariz.

—Cruzas la autopista por el paso subterráneo y en la rotonda coges la carretera que va hacia las montañas. Cuando veas un cartel grande que dice «Gran Hotel de las Termas Elíseas», sigues recto y llegarás. Pero está lejos.

Anna dio un paso y, en un arranque, lo abrazó.

Pietro se quedó quieto y, avergonzado, cogió un bote de mermelada del suelo, metió el dedo índice y se lo llevó a la boca.

—Pero ten cuidado. No es un lugar agradable.

Anna se encogió de hombros.

—Tengo que rescatar a mi hermano.

Pietro bebió un trago de agua de un botellín medio vacío.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? Porque es mi hermano.

Fuera seguía lloviendo, pero la capa de nubes se había resquebrajado y se veía un rodal de cielo azul.

Cuando bajaba la escalera, Pietro la llamó:

—Espera, ponte esto. Está seco.

Y le lanzó un jersey.

Anna lo atrapó al vuelo y dijo:

—Gracias.

Anna miró varias veces atrás esperando ver al chico en la bici. Le habría gustado tener a alguien con quien compartir la angustia que sentía crecer a cada paso.

La lluvia había lavado la niebla que había envuelto las montañas todo el verano. Ahora parecían más próximas. Todo era nítido, las manchas verdes de los árboles, los mordiscos de las canteras y los barrancos de piedra blanca que las abrían como las grietas abren los tomates maduros.

En algún lugar de aquellas montañas estaba Astor.

Anna avanzaba a paso regular, alternando el movimiento de brazos y piernas. Devanaba lentamente los pensamientos de una madeja enredada y dejaba que se perdieran por el camino. Ya no se aferraba a ejercicios inútiles como sumar los números de las matrículas de los coches o calcular los pasos que había que dar para ir de un punto a otro.

El paso subterráneo de la autopista estaba inundado. Lo cruzó mojándose los zapatos, llegó a la rotonda y tomó la carretera que llevaba a las montañas.

En aquella zona, los incendios, alimentados por plantas industriales y depósitos de carburante, habían sido particularmente violentos. Todo lo que no era de piedra o metal había quedado reducido a cenizas. Los automóviles que había en un aparcamiento, frente a un edificio bajo, parecían cucarachas achicharradas. En el tejado se veía el armazón de un gran letrero.

—Pi… zza… rium —descifró Anna—. Pizzarium.

Desfallecía de hambre y en el talón izquierdo le había salido una ampolla.

Tras una larga verja se veían los restos de una fábrica. De las naves quedaba poco o nada, pero los enormes depósitos blancos se habían salvado. Alrededor se extendía una red de conductos oxidados y cubiertos de musgo. Por las juntas de los tubos se escapaba agua y la explanada de asfalto, inundada, era un pantano en el que flotaban pedazos de poliestireno.

Halló un hueco entre los barrotes y avanzó abriéndose paso entre una maraña de plantas palustres. Libélulas rojas y mosquitos de patas largas revoloteaban a su alrededor y las ranas le saltaban entre los pies.

Se subió al capó de un Fiat 500, se quitó la mochila y se descalzó.

Tenía los dedos de los pies gomosos y blancos como si los hubiera tenido metidos en lejía. Con la uña del dedo gordo se reventó la ampolla y se quitó la venda de la mano. El corte que se había hecho entre los nudillos era profundo, pero ya no sangraba. Se masajeó los gemelos y se tumbó sobre el parabrisas al sol tibio.

Las ranas, poco a poco, reanudaron su croar.

¡Qué estupendo sitio debió de ser Pizzarium! Se entraba con dinero y se salía con un trozo de pizza caliente, envuelta en papel blanco, con la mozzarella fundida que goteaba y el tomate rojo que quemaba el paladar. Y si a uno no le gustaba la pizza margarita, podía pedir la de champiñones, patatas, calabacín y anchoas.

Perdida en el mundo de las pizzas, tardó un poco en darse cuenta de que las ranas habían enmudecido. Abrió los ojos y vio delante, a unos metros, al perro de la autopista.

Estaba parado, con las patas en el agua, el cuello estirado. En la parte donde Anna lo había herido, el pelo formaba bolas de costra negras que rezumaban un líquido denso y rojizo. El resto del pelaje era blanco y abultaba más. Parecía aún más grande.

La chica contuvo la respiración. El perro pastor resollaba enroscando la lengua delante de la nariz.

Anna echó mano de la mochila. Dentro llevaba el cuchillo. No podía apartar la mirada de aquellos ojos negros como el azabache que la hipnotizaban.

¿Qué hacía allí? ¿Cómo podía estar vivo?

El animal agachó la cabeza y bebió dos lengüetazos de agua, sin dejar de mirarla.

Anna tomó aire esperando no sabía qué, quizá que el animal desapareciera. Luego se puso en pie sobre el capó y, mostrando el puño, le gritó:

—¿Qué quieres? ¡Déjame en paz! ¿No has tenido bastante con lo que te hice?

El perro se echó en el fango, se revolvió en él enarcando el lomo y estirando una pata como si quisiera saludarla, y al final levantó un muslo enseñando la tripa rosada con manchas negras y emitió un gemido de placer.

Anna estaba desconcertada.

Aquel demonio la había acorralado en un coche y por poco se la come viva, y ahora parecía uno de esos perritos que llevan las señoras de la correa y se restriegan por el suelo en cuanto se les hace una caricia.

Saltó al suelo.

—¡Vete! ¡Fuera!

El perro se levantó de un brinco y, con el rabo entre las piernas, desapareció entre las cañas.

¿Cómo la había encontrado? ¿Y por qué en lugar de atacarla escapaba?

En esto pensaba Anna mientras subía la cuesta que serpenteaba entre extensiones de tierra quemada. De vez en cuando se volvía, segura de que iba detrás, pero no lo veía.

Con el cansancio, otra preocupación vino a ocupar sus pensamientos. No había visto el cartel del hotel, tal vez se había equivocado de camino. La mochila le pesaba como si estuviera llena de piedras.

—Doy otros mil pasos, y si no lo veo, me vuelvo —se dijo.

Tomó dos curvas y apareció, a la vera del camino, como si lo hubiese invocado, un gran cartel. Debajo del hollín se leía: «Gran Hotel de las Termas Elíseas. Exclusive Relais & Golf Club».

Apretó el puño.

—¡Entonces es verdad! ¡Muy bien, Pietro!

De nuevo la mochila era ligera y el paso veloz.

Más adelante, la carretera se estrechaba. Ya no había casas y entre las manchas negras se veían rodales verdes. Los eucaliptos tenían hoja, las adelfas crecían cargadas de flores y las chumberas formaban muros de espinas. Una vaca pasó a su lado tranquila, sin dignarse mirarla. El viento ya no olía a quemado, sino a hierba.

Las cepas de un viñedo que había en un monte estaban cargadas de uvas pasas, en las que se posaban las avispas. Corrió a comer. Estaban tan dulces que le daban escalofríos en la espalda. Metió dos racimos en la mochila y siguió adelante.

Se sentía mejor. Por primera vez aquel día se olvidó de su hermano. Gozaba de la naturaleza, del sol que teñía de plata las copas de los pinos agitados por la brisa.

Al final de la subida se explayaba ante ella un altiplano de colinas cubiertas de trigo amarillo y matas de retama en las que un gigante había clavado decenas de turbinas eólicas.

Ya había visto estas turbinas desde la llanura, pequeñísimas e inalcanzables. No imaginaba que fueran tan imponentes.

Desde allí arriba quizá viera el hotel.

La primera no parecía tan distante. Sólo tenía que cruzar un campo que bajaba hacia un vallecito y subía por una cresta. Se detuvo a la vera de la carretera, indecisa, y al fin metió los dedos por las correas de la mochila y echó a andar.

Enseguida se vio hundida hasta el pecho entre espigas que le arañaban los brazos y las piernas. Los grillos correteaban a su alrededor. Un faisán alzó el vuelo del manto dorado lanzando chillidos estridentes y volvió a posarse un poco más allá. Tardó más de lo que imaginaba, pero al final llegó a una base de cemento cuadrada que emergía del mar amarillo como una isla.

Desde abajo, la torre era tan alta que no llegaba a ver la cima. Una pasarela de aluminio llevaba a una puertecita que habían desgoznado y colgaba torcida. Del interior salía un olor poco tentador.

Anna sacó la linterna y alumbró una escalera de caracol muy estrecha, que se enroscaba como un sacacorchos dentro de la estructura. En el primer escalón había un zorro muerto que se estaban comiendo las hormigas.

Pasó por encima de la carroña y empezó a subir la escalera. Lo hizo expeditamente, iluminando unos escalones altos que se sucedían formando una espiral vertiginosa, en medio de un calor bochornoso. Al poco estaba sudando y empezó a faltarle el aire. Se sentó y apoyó la cabeza en la pared. El metal, que el sol calentaba, estaba tibio.

Nunca en su vida se había sentido tan cansada, tan insegura y preocupada. Las uvas que se había comido le fermentaban en el estómago.

Apagó la linterna y la oscuridad la envolvió y la tranquilizó.

Había aprendido hacía tiempo a no tenerle miedo.

La regla era sencilla. Dos películas por semana: el sábado escogía ella, el domingo, su madre, y el resto del tiempo cubrían la televisión con una tela de colores, como si se avergonzaran de tener una. Pero cuando el virus, como una nube radiactiva, se extendió de Bélgica a Holanda, a Francia y al resto del mundo, la dejaron siempre encendida con el telediario puesto.

Tras la muerte de su madre, Anna se pasaba todo el día viendo la tele. En el cuaderno de las Cosas Importantes nada se decía sobre la cuestión, y ella entendía que tenía permiso para verla. El problema era que los canales desaparecieron uno tras otro, dando paso a pantallas azul oscuro. Resistía la primera cadena, en la que no ponían más que letreros. Decían que estaba prohibido salir de casa, que regía la ley marcial y que, en caso de emergencia, se llamara a protección civil. No tenía más remedio que ver una y otra vez los DVD que había en la estantería.

Cuando la central hidroeléctrica de Guadalami, la última que aún funcionaba en la isla, cesó su actividad, dejando para siempre sin energía la Finca de la Morera y todo el norte de Sicilia, Anna estaba tumbada en el sofá viendo Oficial y caballero, la única película buena de la colección de su madre. Astor dormía a su lado como si fuera un muñeco.

Era el momento que más le gustaba, cuando el soldado, con su gorra y su uniforme blanco, iba a la fábrica a recoger a su novia entre los aplausos de las operarias. La televisión se había apagado y los números azules del lector habían desaparecido. Anna se había quedado mirando la pantalla negra sin preocuparse mucho. En las últimas semanas había frecuentes cortes de corriente.

Aquella vez no volvió. El tiempo de la luz, como luego lo llamó, terminó en aquel preciso momento, cuando Richard Gere llevaba en brazos a Debra Winger.

Declinó el día, el sol traspuso y la lámpara con pantalla en forma de flor que había junto al sofá no se encendió con aquella luz amarilla tan tranquilizadora. El zumo de fruta del frigorífico se calentó. Anna cargó con Astor, encendió la linterna y buscó en el cuaderno de las Cosas Importantes la solución del problema. En el cuaderno decía:

ELECTRICIDAD

La electricidad cesará pronto y dejará de haber luz, televisión, ordenador, música, teléfono, frigorífico. Pero no tengáis miedo. Os acostumbraréis pronto. Los seres humanos han vivido mucho tiempo sin electricidad. Con encender un fuego tenían bastante. Viviréis durante el día y dormiréis cuando anochezca, igual que hacen los animales del bosque. Al amanecer saludaréis al sol como hacen las aves. Será bonito. Cuando no tengáis nada que hacer, leeréis libros. Y la música la haréis cantando. Por la noche, encerraos en casa y no salgáis por ninguna razón. Usad velas. Pilas sólo en caso de emergencia. Pero si podéis, probad a estar a oscuras.

Nada más.

Sin electricidad, el tiempo se alargó. Las horas se sucedían una tras otra a lo largo de días que transcurrían con una lentitud exasperante. Todos los ruidos desaparecieron. El toque exacto de las campanas de la iglesia del pueblo. Los timbrazos del móvil. El estruendo de los aviones. Los bufidos del camión de la basura. El silencio, cuando Astor dormía, era tan opresivo que casi la aturdía.

Anna aprendió a escuchar el viento que hacía que las ventanas temblaran y las hojas susurraran, los gruñidos de su estómago, el canto de los pájaros. En aquel silencio pegajoso, incluso las termitas que perforaban las vigas del techo le hacían compañía.

Anna siempre había sido una niña habladora. Ahora la boca se le llenaba de palabras que no podía decir a nadie. Abría cajas de cartón llenas de latas de lentejas hablando sola.

—Hala, ya está lista la comida.

Incluso los caprichos de Astor, que antes la irritaban, ahora le hacían sentirse menos sola.

Y aprendió a conocer la oscuridad.

Había crecido sabiendo que las luces de casa mantenían esa oscuridad fuera de las ventanas hasta que su madre las apagaba e iba a acostarse, momento en que ella, la oscuridad, podía extender sus dedos sobre cualquier cosa.

Por aquel entonces se encontraba la oscuridad cuando, de noche, bajaba a escondidas a la cocina por galletas, aunque el reloj del horno con sus números rojos y la lucecita verde de la cafetera le decían que estuviera tranquila. La rasgaban los faros del coche cuando salían a cenar una pizza y la mataban un instante con el flash del teléfono móvil. Se la hacía reinar cuando traían la tarta con velitas, aunque entonces era divertida. Estaba encerrada en el cobertizo del jardín, y allí sí daba miedo. En aquellas tinieblas, que olían a gasolina y a pintura, la desbrozadora, la vieja aspiradora, una silla rota, el perchero se convertían en monstruos que querían devorarla a una. Sólo las ratas estaban a sus anchas en aquella oscuridad.

Entonces la oscuridad la asfixiaba, la oprimía y, unida al silencio, la asustaba. Masiva y compacta, penetraba por todos los rincones, por todos los intersticios, por la boca, por los orificios de la nariz, por los poros de la piel. A veces caía tan rápida que no daba tiempo a organizarse, otras llegaba despacio, se mezclaba con la luz, ensangrentaba el sol y lo condenaba a desaparecer por el horizonte. Las velas no servían para nada. La aureola de luz chisporroteante que producían no bastaba para vencer las tinieblas; al contrario, volvía todo más siniestro y amenazador.

Con el tiempo, Anna aprendió a no tener miedo de la oscuridad, y entraba en ella segura de que saldría sana y salva. Se metía debajo de una manta y se abrazaba a su hermano. Cuando tenía ganas de hacer pis, utilizaba un orinal que tenía junto al colchón, y en cierto momento el sueño se apoderaba de ella y no la soltaba hasta que se hacía de día.

Con nubes o con lluvia, con frío o con calor, la oscuridad, tarde o temprano, perdía su cotidiana batalla con la luz.

Como si le hubieran arrojado un cubo de agua fría, Anna despertó abriendo los brazos, se golpeó el codo contra la pared y se puso en pie de un salto. La linterna le resbaló de las rodillas. La detuvo con la suela del zapato y la encendió. Óvalos luminosos se proyectaron sobre la superficie del cilindro.

¿Cuánto había dormido?

Esperó a que el corazón se le calmara acariciándose la mano herida. Decidió que subiría cien escalones más. Si no llegaba arriba, renunciaría.

A los cuarenta y seis escalones, la linterna alumbró una puertecita abierta que daba a un cuartito minúsculo lleno de mandos. Alguien debía de haber pasado allí la noche, porque en el suelo había botellas de vino vacías y una manta. A un lado, una escalerilla vertical conducía a una trampilla cerrada por una especie de volante de metal. Estaba duro, pero haciendo fuerza con ambas manos logró desbloquearlo. Empujó hacia arriba la portezuela ayudándose de la cabeza.

El sol la cegó. Esperó a que las pupilas se adaptaran y a cuatro patas salió al exterior. Soplaba un viento que le revolvía el pelo, le silbaba en los oídos y se le metía en la boca. Emocionada y asustada, se agarró a la barandilla que rodeaba el techo de la turbina y miró.

Más allá de los montes, los restos carbonizados de los pueblos parecían incrustados en una llanura que se extendía como un tablero negro hasta la costa. La autopista cortaba ese tablero como si fuera una raya de lápiz gris. El mar semejaba una hoja de papel de plata en la que habían puesto una isla oscura y redonda como un bombón y otra pequeña más lejos. Al fondo creyó ver una banda más opaca, que quizá sólo era un efecto óptico o una ilusión.

El continente.

Quizá al otro lado del Estrecho el mundo había vuelto a ser como antes, los Mayores tenían hijos e iban en coche, las tiendas estaban abiertas y la gente no se moría a los catorce años. Quizá Sicilia había sido olvidada junto con todos sus huérfanos. De todas las leyendas e hipótesis absurdas que había oído, ésta le parecía la única plausible, la única en la que se podía creer, la única por la que merecía la pena moverse e ir a ver.

Levantó la cara, cerró los ojos, intentó tragarse la astilla que le rasgaba la garganta. El viento se llevaba las lágrimas. Apretó con fuerza la barandilla y susurró:

—Juro que si rescato a Astor cruzaré el mar y descubriré si los Mayores siguen vivos.

Y golpeó con la frente la chapa de acero en la que estaba tendida.

Se volvió a mirar tierra adentro. Las colinas se fundían unas con otras pasando del azul oscuro al azul claro y al añil. Una carretera seguía los pliegues del terreno y llegaba a una gran construcción aislada, con una grúa amarilla.

El hotel.

Bajó corriendo, gritando y dando manotazos contra las paredes de la turbina. Llegó abajo mareada. Atravesó el trigal bajo un cielo que le daba vueltas y llegó a la carretera. Sacó la sudadera y siguió su camino.

Después de una breve cuesta, la carretera continuaba recta, como si fuera una cinta que se desenrollara.

El paisaje cambió de pronto, como si lo hubiera pintado otro pintor, y el amarillo del trigo se mezcló con el gris de las piedras. La carretera estaba cubierta por una capa de arena fina. En torno a ella sólo crecían arbustos, pitas y algunas matas de hierba seca. Unos asnos esqueléticos ramoneaban en lo alto de un risco, y en el cielo, quietos como cometas, unos halcones, con las alas desplegadas, acechaban a sus presas. En la luz agonizante del día, los montes pedregosos parecían caparazones de tortugas muertas.

Anna tuvo un presentimiento y se volvió.

Allí estaba el perro. La seguía a distancia.

Continuaron así un rato, hasta que Anna, exasperada, cogió una piedra y se la tiró.

—¡Vete!

El animal esquivó la piedra con un saltito ágil y se quedó mirándola, como si tuviera algo importante que decirle.

Anna echó a correr hacia él, pisando fuerte y levantando los brazos.

—¡Déjame en paz!

El perro dio media vuelta y huyó sin prisa, como si le pesara el culo, hasta que desapareció entre los arbustos.

Anna siguió andando, pero al momento se lo encontró otra vez detrás.

—Bueno, sígueme si quieres. Pero no tengo nada que darte.

Y aligeró el paso sin volver a mirar atrás.

En una explanada polvorienta había, como si flotara en la luz incierta del crepúsculo, un autobús azul. Le faltaban los cristales y estaba lleno de pintadas. En el interior los asientos estaban destrozados y el suelo se veía cubierto de basura.

Anna se subió al techo y se sentó con las piernas cruzadas.

El perro la observó un momento doblando la cabeza y desapareció bajo el vehículo.

La uva que llevaba en la mochila se había aplastado, pero Anna se la comió, contemplando un cielo crepuscular que pasaba del naranja al gris perla y se transformaba, más arriba, en una noche estrellada.

En cuanto anocheció cesó el viento.

Seguía teniendo hambre y allí arriba se sentía un poco expuesta. Se puso la mochila de almohada, se volvió de costado y se metió las manos entre los muslos.

Pensó en lo que haría cuando llegara al hotel.

No lo pienses.

Empezó a mecerse y poco a poco los temores cedieron al cansancio.

El sol se elevó entre dos picos y proyectó sus rayos sobre las cimas peladas y los esmirriados pinares, inundando de luz una vertiente del valle.

Anna arrastraba los pies por el centro de la carretera y le costaba mantener los ojos abiertos. En el techo del autobús había dormido poco, había pasado frío y había tenido pesadillas. El perro seguía allí, detrás de ella, cabizbajo.

De pronto empezó a ladrar.

La chica se volvió.

Una nube de polvo se levantaba en la carretera a lo lejos y venía hacia ella.

Un coche.

Los ladridos del perro repercutían contra las rocas y se multiplicaban en un estruendo que no le dejaba oír nada.

—¡Cállate, cállate! —le gritó.

El animal, con el lomo erizado, enmudeció, la miró de reojo y echó a correr con el rabo tieso hacia la polvareda.

Ahora se veía, en medio de la nube dorada, algo más denso, una masa oscura, como si fuera un planeta rodeado de polvo cósmico.

Anna salió de la carretera y se escondió tras unas pitas que crecían desmedradas entre las piedras.

La masa oscura siguió acercándose y se dividió en dos formas alargadas que avanzaban paralelas.

Caballos.

El suelo empezó a vibrar. Entre la vegetación Anna vio pasar ocho cascos que batían el asfalto y las cuatro ruedas de un remolque con laterales de madera pintados de amarillo en el que se leía: «Granizados Assuntina». Un chico y dos chicas iban sentados en el pescante. El primero, flaco y menudo, llevaba unas cuerdas que usaba a modo de riendas. El remolque iba cargado con un montón de huesos amarillentos. El perro corría junto al carro, ladrando. Después de arremeter contra las ruedas, pasó a los caballos, que, sujetos por el yugo, relinchaban y coceaban. El perro, que no se dejaba intimidar, se les metía entre las patas como si quisiera despedazarlos, borrarlos de la faz de la tierra. Los equinos intentaban galopar, pero el carromato daba tumbos dejando tras de sí un rastro de huesos.

El cochero, en calzoncillos y camisa, gritaba tratando de contener a los caballos. Exasperado, soltó las riendas, cogió un bastón que llevaba a los pies y, con ayuda de las chicas, que lo sujetaron de la camisa, se echó hacia delante muy tieso, cual caballero de torneo medieval. Consiguió darle un estacazo en el lomo al perro, pero éste, lejos de aplacarse, se enfureció aún más y, echando baba por la boca, se arrojó contra las ancas de uno de los caballos. Recibió una coz en el costado que lo lanzó contra el carro volando por el aire como si fuera de paja. Un instante después desapareció bajo las ruedas.

Los tres chicos se felicitaron.

No saben con quién se las tienen, se dijo Anna volviendo a la carretera.

El perro apareció tras el remolque, se sacudió el polvo y echó a correr de nuevo en pos de sus enemigos, esquivando fémures y tibias que volaban por todas partes. Mordió en el anca al alazán de la derecha, que se encabritó y cayó, con un relincho ahogado, sobre el lomo del otro. Los dos animales se desplomaron en medio de una maraña de patas, colas y cuerdas. El carro se levantó sobre dos ruedas y volcó con gran estrépito de hierro y madera. Huesos y chicos salieron despedidos como si los hubiera lanzado un gigante caprichoso. Los caballos, libres del yugo, huyeron al galope y desaparecieron entre los montes, perseguidos por el perro.

El carro había volcado en medio de la carretera. Los tres chicos yacían en el polvo, sin moverse.

Anna se llevó las manos a la cabeza.

Ese perro está loco.

La misma rabia que lo había movido a seguirla a ella por la autopista lo lanzaba ahora contra los caballos. Lo vio volver al trote, con una sonrisa de oreja a oreja. Se sentó delante de ella, barriendo el suelo con el rabo.

Sin hacerle caso, Anna se acercó al cochero, que yacía boca abajo. Tenía la camisa hecha jirones y había perdido un zapato. Se había desollado los codos y las rodillas y se quejaba.

Anna se acuclilló a su lado, pero el chico la rechazó, enseñándole unos dientes negros.

—¡Déjame!

Parecía una rata, como esas grandes que había en Castellammare. Tenía la cara hecha de triángulos: pómulos, orejas salidas y barbilla puntiaguda. Mostraba todas las señales de la Roja: costras en labios y nariz, manchas rojas debajo de las axilas, moraduras en los brazos.

Anna sacó la botella de la mochila y se la ofreció.

—Sólo son unos arañazos. Toma, échales un poco de agua.

Pero el chico le dio una bofetada.

Anna se pasó la mano por la mejilla sin decir nada, apretó los puños y se alejó.

El chico cogió un fémur del suelo.

—¡Para! —La alcanzó y le cortó el paso sacando el pecho—. ¿Adónde te crees que vas? ¡Mira la que has armado! —exclamó, señalando el carro con el hueso. Tenía unos ojillos negros y brillantes y un moco amarillo le colgaba de la nariz.

Anna lo apartó.

—¿La que he armado? ¿Yo?

La rata tosió, escupió un gargajo amarillo y se le acercó. El aliento le olía a carne podrida.

—Tu chucho nos ha destrozado el carro y por poco nos mata.

Furioso, quiso golpearla con el hueso.

Anna le echó las manos al cuello y apretó con fuerza.

—Ya me has hartado. ¡Suelta ese hueso! Suéltalo ahora mismo.

El chico, tiñoso, abría y cerraba la boca y escupía saliva, pero no soltaba el hueso.

—¡Que te rompo el cuello! —gritó ella, y le pegó un pisotón en el dedo gordo del pie.

La rata dio un alarido y empezó a saltar con un pie.

—Yo no tengo nada que ver con ese perro —dijo Anna.

A todo esto, las dos chicas se habían levantado y la miraban. Una era alta y delgada, la otra baja y gorda. La alta llevaba un vestido largo de flores sin mangas, del que salían unos palitos rematados en sendas manazas. La gorda tenía unas piernas cortas y torneadas sobre las que descansaba un culazo ceñido por una minifalda lila. Tres michelines y un par de tetazas iban embutidas en una camiseta de rayas verdes y azules. Juntas, parecían dos personajes de dibujos animados.

—¿Y vosotras qué miráis? —preguntó Anna.

No le contestaron, pero cuchichearon.

La rata señaló al perro, que se había tendido al sol.

—Si no es tuyo, mátalo.

—¿Al perro? —Anna se echó a reír—. Mátalo tú. Yo lo intenté y no pude. Casi me destroza, allí en la autopista. Y si no me crees, allá tú.

El perro bostezó ruidosamente, enarcó la espalda y estiró las patas.

—Apuesto a que le ha dicho que atacara a los caballos. —La flaca se volvió hacia el chico—. Mi padre también tenía un perro, se llamaba Aníbal y odiaba a las ovejas.

La gordinflona miró al cielo.

—Fiammetta, por favor, no empieces otra vez con lo de Aníbal.

—El trabajo de días perdido. —La rata parecía abatida—. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Cómo le decimos al Oso que hemos perdido los huesos y encima los caballos?

—Se va a enfadar muchísimo, con el mal carácter que tiene… —dijo Fiammetta.

—Olvidémonos de los collares. —La gorda movió la cabeza—. Estamos apañados. —Y abrazó a su amiga.

La flaca prorrumpió en un llanto que parecía un balido.

—Había dicho que nos dejaría estar con él…

La rata se encogió de hombros.

—A mí sí me dará el collar… A vosotras dos no. A vosotras no os aguanta nadie.

Fiammetta no entendía.

—¿Por qué?

La gorda movió la cabeza.

—¿Sabes por qué? Porque él ya tiene su collar. Y no nos lo ha dicho.

—¿Es eso verdad, Katio?

—Sí, es verdad. —El chico esbozó una sonrisa maliciosa—. Me lo ha dado Angelica.

—¡Maldito seas! —La gorda se abalanzó sobre él, lo cogió del pelo y empezó a tirar.

—¡Déjame, hija de puta! —gritaba Katio, dándole patadas en los tobillos, pero la gorda no lo soltaba.

—Fiammetta, ayúdame.

—Ya voy, Chiara. —La flaca dio tres pasos con sus zancas y, como si fuera un murciélago, se agarró también al pelo de Katio. Los tres gritaban y se empujaban formando un extraño corro.

Anna estaba boquiabierta.

Una voz que sonó a sus espaldas interrumpió la pelea.

—Perdonad… —En medio de la carretera había un chico que llevaba a cuestas una enorme sandía—. Una pregunta… —Vestía un largo abrigo color beige que le arrastraba como una capa. Debajo del abrigo iba desnudo. Calzaba un par de zapatos de piel repujada con cordones que en su momento debieron de ser elegantes—. ¿Se va por aquí al hotel? —Parecía que le hubieran prensado el cráneo y las facciones se le hubieran desencajado. Los ojos no estaban alineados. Uno estaba más bajo y medio cerrado y lo tapaba el pómulo. Tenía la frente alta y granujienta y unos mechones de pelo rubio que parecía que se los hubieran pegado con cola.

Los tres niños habían dejado de pelear y lo observaban perplejos. La sandía debía de pesar como mínimo veinte kilos. Chiara fue la primera en reaccionar:

—¿Adónde vas con eso?

El de la sandía tardó unos segundos en contestar, como si buscara la mejor respuesta. Al fin, dejó el fruto en el suelo.

—Es un regalo para la Picciridduna. Dicen que si le llevas regalos especiales te cura. —Sacó un trapo del bolsillo del abrigo y empezó a sacarle brillo a la corteza estriada—. Ya falta poco.

—¿Y tu cara? —preguntó Fiammetta.

—Mi cara es así. —Se encogió de hombros—. Cuando nací mi padre me metió la cabeza en un cajón.

Katio se acercó al chico.

—¿Y la sandía? ¿De dónde la has sacado?

—No es una sandía, es un melón de agua. No los hay más grandes y dulces en todo el mundo. —Se dio unos golpes en el pecho, orgulloso—. Lo he criado yo. Le he echado estiércol.

Fiammetta lo examinó alargando su cuello de buitre.

—Es enorme…

—¿Vosotros también vais? Podemos ir juntos.

La rata pasó los dedos por el fruto, como si quisiera asegurarse de que no era de plástico.

—¿Podemos probarlo?

—No, es para la Picciridduna.

—Va, sólo un poco.

—¡No! —El chico rodeó su tesoro con los brazos—. Tengo que llevarlo al hotel.

Katio le dio una palmada en la espalda demasiado fuerte para ser amistosa.

—¿Te crees que para salvarse basta un melón? Estás loco. —De repente se puso serio—. Pero si me dejas que me lo coma hablo con el Oso…

Anna tenía la impresión de ver cómo los pensamientos pasaban por la mente del pobre desgraciado del abrigo. Derechos, uno detrás de otro, como vagones de un tren lento y ruidoso. Algunos iban entre signos de interrogación. Y el pobre no sabía cómo pararlos. De hecho, preguntó:

—¿Y quién es el Oso?

Katio sonrió, enseñando los dientes estropeados.

—¿De veras no lo sabes? Rosario Barletta, alias el Oso, es el jefe del hotel. Es amigo mío. Es el que organiza la fiesta y manda en los niños de azul. Si nos das el melón le hablo de ti y podrás comer ceniza y salvarte. —Se besó los dedos índices—. Prometido.

El chico se sentó sobre el melón como si quisiera incubarlo.

—Entonces, ¿no quieres compartirlo con nosotros? —dijo Katio.

El pobre miró a Anna y a Fiammetta implorando ayuda con los ojos.

—Imagínate que está pasado. —La rata insistía—. Imagínate que Rosario lo abre y ve que está pasado. Seguro que te tira del tejado del hotel.

El chico tenía la voz cascada.

—No está pasado… —Luego, con una mueca de dolor, capituló—. Bueno, vale, tomad.

Katio levantó el puño como si hubiera marcado un gol.

Anna habló casi sin querer.

—Déjalo. ¿Quiere llevar su melón? Pues que lo lleve.

La rata le lanzó una mirada aviesa y luego, muy amable, se dirigió al chico.

—Perdona, ella tiene razón. —Señaló la carretera—. Pues adelante. —Y estallando en un grito de alegría hundió el talón en la sandía, que se abrió derramando pulpa roja y semillas negras sobre el asfalto.

El desgraciado de la sandía emitió un sollozo ahogado y se arrojó sobre los restos jugosos de su único bien. También Chiara y Fiammetta se arrojaron sobre ellos como dos endemoniadas, y empezaron a recoger trozos que se llevaban a la boca.

—¡Hijo de puta! —Anna se abalanzó sobre Katio, que observaba satisfecho cómo las otras se ponían las botas, y le soltó una bofetada en la oreja.

El chico se estremeció y los ojos se le salieron de las órbitas, como los de las ranitas de San Antón. Abrió la boca en un grito mudo, se frotó el pabellón de la oreja y, rompiendo a llorar, cayó de rodillas.

Sus amigas, ocupadas en atracarse de sandía, ni lo miraron. Anna apuntó al culo de Chiara y con la suela del zapato le dio un empujón. La gorda se dio de morros contra el asfalto. La flaca, con la cara embadurnada de jugo rojo, retrocedió de un salto como si fuera un ave zancuda y se alejó correteando.

—Va, no es nada. —Anna cogió al desdichado por la muñeca. Pero el chico no se movía. Sollozaba balanceando el cráneo deforme—. Como quieras. —Se volvió hacia el perro, que seguía tendido en el suelo. Intentó silbar, pero le salió una pedorreta floja.

El perro levantó la cabeza, la miró con desinterés y volvió a acostarse.

—¡A la mierda tú también!

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