Anna

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Segunda parte. El Gran Hotel de las Termas Elíseas » 6

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La silueta del Gran Hotel de las Termas Elíseas se veía ya a dos kilómetros de distancia. Se alargaba en el horizonte como un barco crucero que hubiera encallado en un monte. Unas columnas de humo se elevaban del tejado.

Anna pasó por debajo de un arco de piedras negras que se elevaba en la carretera. Fémures que la lluvia había decolorado colgaban de cuerdas y tintineaban como campanas chinas. En un pilar había encastradas unas letras doradas: «HO              MAS  ELÍ    ». Las demás se habían caído. A ambos lados del camino habían plantado unos olivos seculares que ahora estaban medio muertos. Remolinos de polvo danzaban entre las rocas oscuras y las chumberas. El viento traía olor a azufre y a plástico quemado.

Se sentó. Apenas le entraba aire por la tráquea contraída. La angustia había ido poco a poco en aumento. Cada vez le había costado más recorrer los metros que la acercaban al hotel y ahora que había llegado no estaba segura de querer entrar.

¿Y si lo han matado?

A unos cien metros había unos chiquillos que iban y venían entre los arbustos. Parecían estar recogiendo algo del suelo.

Dejó la carretera, pasando junto a unos peñascos oscuros que rodeaban el hotel como centinelas, se escondió entre dos rocas y apoyó la barbilla en las rodillas. La frente le ardía y tenía escalofríos. Se quedó contemplando la extensión desolada que la luz del ocaso teñía de rojo.

También podía esperar al día siguiente.

Su madre avanzó entre los arbustos. Llevaba unos vaqueros de cintura baja con un cinturón negro, unas sandalias de cuero y una camiseta blanca de algodón grueso. La vio sentarse enfrente y cruzar las piernas. Una boquilla en los labios, un papel de liar con tabaco en las manos.

¿Qué te pasa?

Tengo fiebre.

La madre cogió la boquilla y la colocó en un extremo del papel. Pasó la punta de la lengua por la cola. Y con un rápido movimiento de pulgares e índices hizo un cigarrillo. Lo encendió.

¿Y tu hermano? ¿Vas a dejarlo ahí dentro?

No, iré mañana. Ahora quiero dormir un poco.

El papel chisporroteó y la cara de Maria Grazia quedó envuelta en humo. Entre los mechones rubios aparecieron los ojos brillantes, con ojeras, de los últimos días.

Sabía que no podía fiarme…

De nuevo estaba en su habitación, tumbada en la cama, entre sábanas arrugadas, en medio de un charco de sudor.

Estás hecha de la misma pasta blanda que tu padre.

Anna apretó los puños y con la muñeca se enjugó los ojos arrasados en lágrimas.

Entre las zarzas apareció el perro. La observaba con unos ojos melancólicos y con la lengua fuera.

Anna estiró la mano.

—Has vuelto.

El can dio dos pasos, dobló el cuello, le olió los dedos con su nariz agrietada y le dio dos lametazos suaves.

—Tú y yo somos amigos —le dijo ella, tragando un nudo de espinas.

El perro se echó junto a su ama, metió la cabeza entre las patas y se quedó dormido.

Anna permaneció inmóvil. El pelo sucio y maloliente de animal le rozaba el muslo. No sin temor, empezó a acariciarlo. Al contacto de sus dedos, los músculos del animal vibraban. Una pata trasera dio una sacudida de gusto.

—¿Cómo te llamas?

El perro enarcó el lomo y estiró la boca.

—Eres muy mimoso. —Sonrió—. Así te llamaré, Mimoso.

Y así fue como, después de llamarse Pánfilo y Manson, el perro se llamó Mimoso.

Anna encendió la linterna. El haz de luz se llenó de enjambres de mosquitos. Los ojos del perro brillaban con un azul eléctrico.

—Quédate aquí. —Le acarició la frente—. Vuelvo enseguida. —El animal la miró atento y no se movió.

El hotel estaba envuelto en nubes de humo que se teñían del resplandor rojizo de los fuegos. A lo lejos, resonaba un estruendo rítmico de percusiones metálicas. Anna pasó al lado de un grupo que iba en su misma dirección, figuras oscuras que reían y hablaban. A sus oídos llegaron rachas de palabras incomprensibles, estertores y golpes de tos.

Conforme avanzaba menudeaban los grupos. Muchos estaban sentados en muros o acostados en el suelo, en campamentos improvisados.

Avanzó deprisa entre la multitud hasta que se encontró con una cola desordenada que se movía en oleadas. Los destellos de los fuegos lejanos iluminaban rostros cubiertos de manchas y bocas sin dientes. Era una procesión de tullidos, jorobados, enfermos. Casi todos llevaban bolsas llenas de cosas o arrastraban maletas abultadas.

Dos personas fumaban aparte.

—Yo traigo tres latas de carne. ¿Tú qué traes? —preguntaba uno.

—Esto… —contestó una voz femenina. La llama de un mechero tembló en la oscuridad y se reflejó en el vidrio de una botella con una etiqueta roja.

—¿Qué es?

—Vino.

—No es suficiente. No te dejarán entrar.

—¿Por qué?

El otro se rió.

—Porque ésta me la bebo yo.

Empezaron a pelear sin mucha convicción, como amigos.

Para entrar hay que llevar algo.

¿Qué llevaba en la mochila? Una botella vacía. Un mechero. Un cuchillo. Lo único que tenía valor era la linterna, pero no quería darla. Era una linterna muy buena, potente, que no se le había averiado nunca. Y las pilas también eran buenas todavía.

En la cola que proseguía a lo largo de las paredes del hotel estallaban altercados que acababan en gritos y empujones.

Era la primera vez desde la epidemia que Anna se encontraba rodeada de tantos seres humanos, y con toda aquella gente que la presionaba, la tocaba y la empujaba sentía que le faltaba el aire. Tenía ganas de escapar, pero se armó de paciencia y siguió en la cola.

Media hora después llegó a la verja.

Puestas en una hilera de bidones, ardían cientos de velas. Detrás de los barrotes, tres chicos controlaban a los que entraban. Los tres llevaban collares hechos con falanges humanas que les colgaban por el pecho.

—¿Qué traes para regalarle a la Picciridduna? —le preguntó uno delgado que tenía el pelo untado con una especie de papilla verde.

Anna le dio la linterna.

El chico comprobó que funcionara bien y se la pasó al compañero que tenía al lado.

—Vale…

El compañero, un rubio bajito, la echó a una caja con las demás ofrendas, le miró los pechos y la dejó pasar, mientras la gente se agolpaba contra la verja.

Enfiló un pasaje cubierto, oscuro y ventoso, que llevaba a los jardines. Las paredes estaban llenas de dibujos y pintadas. A ambos lados del piso de piedra se acumulaban cascotes, plásticos, botes y latas aplastadas.

Salió a una plataforma que daba a un anfiteatro. Las gradas de cemento basto descendían hasta una piscina llena de basura y agua de lluvia, más allá de la cual, detrás de seis columnas corintias, se veían aún vallas de obras. De cinco piras de neumáticos se elevaban altas lenguas de fuego que envolvían el teatro en un humo acre y negro. Todo estaba en ruinas. Una serie de canales invadidos por hierbajos, y de los que salían, como serpientes naranjas, macarrones de cables eléctricos, recorría el hemiciclo y descendía hasta la piscina.

Había gente por todas partes. Los que se apiñaban en las gradas parecían dormir. Muchos iban y venían por las rampas. Sobre un terraplén, unos harapientos golpeaban unos bidones con un ritmo lento y monótono.

El hotel se erigía arriba, dominándolo todo. En el centro lo coronaba una cúpula de cristal. Un ala era un esqueleto de pilares de cemento, pero en la otra las obras habían avanzado más y había ventanas y persianas.

Anna, con paso inseguro, empezó a bajar las escaleras, pero no avanzó mucho. Se detuvo en una grada cubierta de latas vacías de atún, judías y garbanzos. Cogió un par, buscó un rinconcito libre y con dos dedos rascó el fondo de las latas. Con el hambre que tenía, hasta los garbanzos, que nunca había soportado, le parecían deliciosos.

Allí cerca, en una grada, había una chica con una capucha negra y un collar de huesos que llevaba un cesto lleno de botellas de plástico. Todo el mundo se peleaba por conseguir una de aquellas botellas. Y quien la conseguía tenía que defenderla.

Los que bebían pronto empezaban a oscilar, con la cabeza y los brazos colgando, mecidos por el sonido de los tambores. Uno, que caminaba con los ojos cerrados, no se dio cuenta de que el escalón terminaba y, después de permanecer un instante con la pierna suspendida en el vacío, cayó entre las carcajadas de los otros.

Anna observó a los que la rodeaban.

La tensión que se percibía fuera de la verja parecía haber desaparecido. Entre la humareda se entreveían figuras que se agitaban como si estuvieran en una fiesta o en un concierto, pero no había nadie de la edad de Astor.

A su lado vio una espalda femenina, con unas paletillas que se ensanchaban como alas de pollo, y unas piernas flacas.

—Perdona. —Le tocó el hombro—. ¿Sabes dónde tienen a los niños?

No obtuvo respuesta.

Le tiró de un brazo y la chica le cayó encima. Tenía las mejillas demacradas, como si un parásito la hubiera chupado por dentro, los ojos vítreos y la boca contraída en un grito mudo.

Una ráfaga de viento barrió el anfiteatro. A la luz destellante de los fuegos se veía un mar de cuerpos que se retorcían.

Anna se levantó de un salto, se restregó los brazos tratando de ahuyentar, como si fuera un enjambre de moscas, la muerte que se le había pegado a la piel y tropezó en el tobillo de un chico. Un olor ácido a orina le llenó la nariz. El desgraciado temblaba sacudido por escalofríos. Tenía la cara, el cuello y el pecho cubiertos de llagas, los brazos rígidos y los puños apretados como si estuviera luchando.

Es una sala de espera.

Las llamaban así. Se decía que en Palermo había una en el estadio y otra en Mondello. Los moribundos, los desahuciados, acudían allí a morir juntos.

—Yo… Yo no tengo la Roja —balbució. Dio un par de pasos y se vio envuelta en una nube de gas que le llenó los pulmones.

Subió la escalera corriendo. Al pie de un árbol seco del que colgaban trapos y bolsas vio una hormigonera. Se escondió detrás, se acurrucó de costado y apoyó la cabeza en la mochila.

Si no miraba, si no escuchaba, aquella oscuridad era la misma que la de la Finca de la Morera.

Unos segundos después los párpados se le cerraron y se quedó dormida.

La luz del día la deslumbró.

Anna se tapó la cara con las manos y miró entre los dedos el cielo lechoso. El sol, justo encima del horizonte, parecía una mancha de salsa en un mantel blanco.

A la luz del día, el anfiteatro parecía más pequeño. De los montones de ceniza a los que habían quedado reducidos los neumáticos sobresalían alambres negros y tiesos. El terraplén de los tambores estaba desierto. En las gradas quedaban pocos enfermos.

Se incorporó, bostezando.

Enfrente de ella, a contraluz, había una figura con una cara que le era familiar.

—¿Qué haces aquí?

Pietro tenía las piernas cruzadas.

—He venido a buscarte —contestó. Cogió del suelo una botella a la que aún le quedaban dos dedos de un líquido negro y se la llevó a la nariz—. ¿Has bebido de esto?

Anna se desperezó.

—No. ¿Qué es?

—Las reparten por la noche. Lleva de todo, alcohol, píldoras, somníferos… Lo llaman «las Lágrimas de la Picciridduna». Yo una vez me soplé media botella y luego rompí un escaparate con la cabeza. Mira. —Le enseñó una cicatriz oscura y carnosa que tenía detrás de la oreja izquierda—. Yo ni me acordaba. Me lo contaron.

La chica se arregló la camiseta.

—Pero ¿no había muertos?

—Se los llevan al amanecer y los echan a una fosa.

Anna lo observó. Parecía cansado, con la cara arrugada y el pelo revuelto, pero los ojos, líquidos y grandes, eran bonitos.

—¿Tú no estabas buscando tus zapatillas?

El chico cogió una lata de atún vacía y le dio vueltas en las manos.

—Sin mí no encontrarás a tu hermano.

Anna se pasó la mano por el pelo y ladeó la cabeza.

Ha venido por mí.

Pietro rebañó con el dedo las sobras de pescado y se las llevó a la boca.

—Está en el sótano. Pero si te pillan te meten en la cisterna. Sólo los guardianes, que llevan collar, pueden ir, pero yo conozco un camino. Te llevo, si quieres.

Anna guardó silencio un momento.

—¿Cómo es que sabes tantas cosas?

Él le dio la espalda.

—Yo tenía un collar. Luego surgieron problemas y conviene que no me vean mucho.

Lanzó la lata hacia la piscina, pero erró clamorosamente el blanco. La lata golpeó en la cabeza de un chico que había tumbado un par de gradas más abajo.

El chico se levantó y lo señaló.

—¡Pero qué coño…! —Y empezó a toser.

Pietro levantó una mano.

—Perdona.

Anna aplaudió.

—Menos mal que no querías llamar la atención. —Se ató un zapato—. Vamos.

Rodearon la piscina pasando entre grupos de chicos que dormían amontonados como hámsters en la paja. Algunos se habían envuelto en plásticos.

Subieron una escalera de cemento y llegaron a una explanada en la que un grupo de guardianes calentaban al fuego una lata plateada. Miraban la comida fijamente, bostezando, como si tuvieran que guisarla con los ojos.

—No los mires —le susurró Pietro—. De ahora en adelante hay que llevar collar para moverse.

Se internaron en un retamal y cuando salieron de él se hallaron ante una llanura sumida en una niebla lechosa, sobre la cual despuntaban las cimas desvaídas de los montes. Siguieron por un camino que, cien metros más adelante, hallaron cortado por una barrera de tablas clavadas. Allí cerca debía de haber una letrina, porque llegaban vaharadas de orina y excrementos.

Se deslizaron de culo por una cresta cubierta de plantas de hojas anchas y frutos espinosos y llegaron a una pendiente sembrada de trigo. Pietro se abría paso entre las espigas y de cuando en cuando se volvía para ver si Anna lo seguía.

Se agacharon detrás de unos contenedores llenos de escombros que había a la orilla de un descampado en el que, junto a unas barracas prefabricadas, se veían una excavadora y un camión abandonados.

—Ahí está el camino que va a la cantera.

Anna se asomó a mirar.

—Tenemos que correr rápido para que no nos vean los del hotel —siguió diciendo Pietro—. Si nos llevan ante Angelica, estoy perdido.

—¿Quién es Angelica?

Pietro se mordió el labio.

—Aquí lo decide todo ella, con el Oso.

Anna se acordó de que había oído hablar del Oso a Katio, el del carro.

—¿Y dónde está?

—A esta hora estará durmiendo.

La chica dobló la cabeza y lo miró de abajo arriba.

Pietro se removió.

—Se enamoró de mí y no me dejaba en paz. Me quería.

Anna soltó una carcajada estrepitosa.

Pietro le tapó la boca y exclamó en voz baja:

—¡Calla! Que nos pueden oír…

Anna se enjugó las lágrimas con la muñeca.

¿Cómo llamaba su madre a su padre cuando éste se jactaba de ser capaz de lanzarse de cabeza desde el risco del cura?

—Eres como mi padre, un fanfarrón.

—Es verdad, te lo juro. —Pietro se besó los dedos—. Por eso me escapé. Esa tía está loca. Decía que si me iba con ella me llevaba a ver a la Picciridduna, pero era una excusa. Y, por favor, ¿podemos dejar el tema? —Buscó un tono de adulto—. Ahora escúchame: cuando yo diga, corremos sin parar hasta la excavadora y nos escondemos.

—¿Y cómo es? ¿Guapa?

—No. Está demasiado flaca, parece una bruja.

—¿Por qué? ¿A ti cómo te gustan? Con muchas… —Anna dibujó unas curvas en el aire.

Pietro juntó las manos.

—Por favor…

Ella quiso ponerse seria, pero sus ojos siguieron risueños.

—O sea, que si nos pillan, ¿te toca ver a Angelica?

—No nos pillarán.

—¿Y por qué?

Pietro la miró a los ojos.

—Porque somos invisibles.

—¿Ves como eres un fanfarrón?

No serían invisibles, pero cruzaron el descampado sin que nadie los viera.

Anna se detuvo junto a la oruga de la excavadora. Un segundo después llegó Pietro, que le hizo señas de esperar. Venía jadeando.

—Han bloqueado el camino.

El camino que, describiendo una serie de curvas, descendía al valle estaba cortado por una valla metálica. La parte de los puntales que la sostenían aún estaba en buen estado, lo demás había desaparecido bajo la tierra de los derrumbes.

—Tenemos que ir por el bosque —dijo el chico.

Anna tuvo una duda. ¿Y si la engañaba? ¿Podía fiarse de un fanfarrón que contaba que una tal Angelica lo quería y que iba por el mundo buscando zapatillas?

Pero es lo que hay.

Los árboles se agarraban unos a otros como si temieran precipitarse ladera abajo. La hiedra estrangulaba los robles, colgaba como en racimos y convertía el terreno, lleno de hoyos y piedras, en una maraña de vegetación insidiosa. El sol había ascendido y con él habían aparecido nubes de mosquitos que picaban en tobillos y brazos.

Anna seguía a Pietro, preocupada.

—¿Estás seguro de que vamos bien?

—No —confesó Pietro.

—Si te has equivocado, más vale que vol… —No acabó la frase porque tropezó con una raíz, cayó de espaldas y empezó a deslizarse ladera abajo. Quiso agarrarse a la hiedra, pero ésta cedió. De culo, gritando, tomó una elevación y salió despedida por el aire. Ramas y hojas le azotaron la cara y los brazos.

El bosque la expelió de sí.

Dando volteretas, aterrizó en un guijarral escarpado. Quiso frenar con manos y pies, pero bajaba cada vez más veloz, arrastrando un alud de guijarros. Al final de la pendiente había un barranco. Una mancha verde, que al principio parecía un arbusto, fue aumentando de tamaño sin que ella pudiera detenerse. Se enredó, como un pez en una red, en las ramas de una higuera silvestre que crecía en el borde del barranco que caía a pico sobre la cantera. El corazón no se había percatado de que estaba salvada, y las sienes le palpitaban. Dobló los dedos, que se le habían puesto blancos, y se pasó la lengua por los dientes, cubiertos de polvo.

Al poco, y anunciado por un grito, aterrizó a su lado Pietro, que la llenó de arena.

Tendidos bajo la bóveda de hojas, se miraron sorprendidos de seguir vivos. Estaban blancos. Se echaron a reír.

Anna se sorbió la nariz.

—¿Puedo preguntarte una cosa? Pero no te enfades… —Se aclaró la voz—. ¿Para qué quieres esas zapatillas?

Pietro se frotó los párpados, respiró hondo y se tumbó con la nuca apoyada en el brazo.

—Es inútil que te lo cuente, porque no me vas a creer.

—Inténtalo.

Pietro tosió.

—Yo tenía un amigo, Pierpaolo Saverioni. Me llevaba dos años. Cogió la Roja y se puso muy mal. Estaba todo cubierto de manchas, apenas respiraba y no podía levantarse de la cama. Le quedaba poco tiempo de vida. Una mañana me da una página de periódico, la que te he enseñado, y me dice que esas zapatillas son mágicas, que pueden salvarlo, y me pide que le busque unas. Estaba seguro. ¿Qué podía contestarle yo? Era mi amigo, me había cobijado en su casa y me había dado de comer. Fui al centro comercial y las encontré. Adidas Hamburg. Había un montón de cajas. —Espantó una mosca que lo rondaba—. Pensé que era una tontería y sólo cogí un par, del número cuarenta y dos. Se las puso, mejor dicho, se las puse yo, porque él no podía, y me fui a acostar. —Guardó silencio unos segundos—. Al día siguiente había desaparecido. En la cama había dejado la página de las zapatillas. Lo he buscado por todas partes. Era imposible que se hubiera ido por su propio pie, estaba en las últimas, no podía moverse. Miré incluso por si se había tirado por la ventana.

La chica se rascó una mejilla.

—¿Y dónde estaba?

—En el otro lado. En el universo en el que todo es como era antes, en el que no ha habido Roja y las cosas son como deben ser. Yo no sé por qué esas zapatillas funcionan así, pero Pierpaolo me explicó que, cuando te las pones, te llevan por un camino que va a ese otro mundo. —Se encogió de hombros—. Fui corriendo al centro comercial pero ya no había. Habían desaparecido todas. —Se volvió hacia Anna.

Ella lo miró.

—¿Y si las encuentras y no funcionan?

Pietro bajó los ojos.

—¿No crees que hay una salvación? ¿De verdad estamos destinados a morir así?

La mirada de Anna recayó en una araña marrón que se estremecía en el centro de la tela que el viento agitaba.

—Yo no creo nada. Yo tengo que encontrar a mi hermano, le prometí a mi madre que no lo abandonaría.

—¿Y después? ¿Qué cambiará? Dentro de poco te morirás y él se quedará solo.

—Pero antes lo llevaré al continente.

El chico se restregó la punta de la nariz.

—¿A Calabria?

—Allí a lo mejor se han salvado unos Mayores y tienen la vacuna.

—¿Ves como tú también crees en algo?

Anna cerró los ojos.

La mano de Pietro buscó la suya. Ella se la apretó.

Se quedaron quietos, cogidos de la mano, rígidos como palos, y así habrían seguido de no haber oído un tintineo.

Anna irguió la cabeza.

—¿Oyes?

Pietro parecía que no quería moverse.

—¿Qué?

—Ese ruido. ¿Lo oyes? —La chica se abrió paso entre las ramas e hizo un hueco en la cortina de hojas. En el cielo azul flotaban unas nubes blancas y espesas. Abajo, colgado de una grúa por un cable de acero, oscilaba un muñeco que parecía un esqueleto humano. Aunque no era buena calculando distancias, Anna tuvo la impresión de que aquello era más alto que el edificio del banco de la plaza Matteotti.

Estaba hecho de tablones unidos por articulaciones de cuerdas. La caja torácica parecía el casco de una barca y la pelvis tenía un agujero en medio. A excepción de media pierna izquierda y del brazo derecho, aún inacabados, estaba enteramente cubierto de huesos. De los húmeros colgaban húmeros, fémures de los fémures, clavículas de las clavículas. Pero lo más sorprendente era el cráneo, hecho de calaveras que formaban espirales. La espina dorsal era un mosaico de vértebras. Los huesos, libres de moverse, entrechocaban agitados por el viento.

Pietro se asomó.

—Al final lo han hecho.

Anna estaba admirada.

—Es precioso.

—Es para la fiesta de la Picciridduna.

Al pie de la grúa había montones de huesos. Más allá, junto a una larga nave hecha de chapa, había un camión cisterna, montañas de neumáticos y pilas de leña.

Anna y Pietro siguieron a gatas el borde arenoso del barranco y bajaron a la cantera. La marioneta los miraba con sus órbitas negras hechas con ruedas de tractor.

El viento soplaba entre los cúmulos de arena y barría la explanada levantando remolinos de polvo y haciendo que la puerta de la nave golpeteara. El camión cisterna estaba en buen estado y aún se veían las huellas de las ruedas que había dejado tras de sí.

Los montones de huesos más pequeños estaban divididos por tipos. Tibias, costillas, radios, etc. Los más grandes aún estaban mezclados.

Anna se puso en jarras, desalentada.

—Aquí no hay nadie, subamos.

Pietro se dejó caer en el suelo.

—Pero…

Anna lo interrumpió.

—¿Qué es aquello?

Al fondo del valle se veía una polvareda que se elevaba en el cielo límpido.

El conductor del camión cisterna debía de haber sido creyente. El salpicadero estaba cubierto de estampas del padre Pío y del papa Wojtyla. Y había una placa dorada en la que decía, en letras mayúsculas: LA MEDIDA DEL AMOR ES AMAR SIN MEDIDA.

Pietro y Anna, acurrucados en el asiento del conductor, observaban por la ventanilla la nube de polvo que, al expandirse, dejó ver tres carros tirados por pares de caballos parecidos al de Katio. Sólo que éstos, en lugar de huesos, llevaban niños. La caravana se detuvo debajo de la marioneta y todos se apearon gritando.

Anna se acordó de cuando el autobús escolar amarillo la dejaba en la puerta del colegio y en medio de un tropel de compañeros entraba corriendo al patio. La diferencia era que estos niños iban desnudos y estaban flacos como lagartijas.

Los ojos de la chica pasaron de uno a otro buscando a Astor, pero desde donde estaba los veía a todos iguales. Se había imaginado que los tendrían atados como a esclavos de Egipto, pero no: estaban libres y hasta parecían contentos. Seis mayores los seguían como si fueran maestras, procurando mantenerlos en fila. Cogían a uno y escapaba otro. Por fin consiguieron llevarlos hasta una hilera de bidones.

Pietro se dio un puñetazo en la frente y señaló a una chica alta, medio desnuda y pintada de blanco.

—Aquélla es Angelica. —Al lado de ésta, un chico gordo, con los hombros caídos y las caderas anchas, cogía de un cubo puñados de polvo azul y se los echaba a los niños, que desaparecían en medio de una nube de color cobalto—. Y aquél es el Oso, Rosario.

Anna le cogió la muñeca.

—Yo conozco a esos dos, son los que mataron a Michelini.

Cuando terminó la operación de maquillaje, una chica coja trajo una caja de cartón y repartió a todos botellines de Coca-Cola.

Concluida la merienda, Angelica tocó un pito y los niños de azul se dividieron en grupos. Unos cogían tibias y las echaban a una bolsa que llevaban colgada al costado, otros trabajaban en los montones. Las operaciones se desarrollaban con rapidez, señal de que no era la primera vez que se hacían. Los de las bolsas se engancharon a unos ganchos que colgaban de la grúa y fueron izados a pulso por otros que tiraban de las cuerdas. Como monos, trepaban por el esqueleto, se balanceaban y pasaban de un sitio a otro, fijando los huesos a clavos con alambres. Los mayores, desde abajo, los dirigían gritando.

Anna se pegó a la ventanilla.

—Ahí está. Es él.

—¿Cuál?

—Aquél. —Señaló a un niño que había en lo alto de un montón de huesos—. Voy por él.

—Espera… Espera… —Pietro quiso cogerla, pero ella saltó del camión y echó a correr.

El niño estaba de espaldas. Sostenía una pelvis como si fuera un volante. Anna se abalanzó hacia él, entre cúbitos y vértebras que se desmoronaron bajo sus pies, alargó un brazo y pudo agarrarlo por el tobillo. El pequeño, dando un chillido, le cayó encima.

Anna se levantó y vio, bajo la pintura color cobalto, los ojos azules de su madre, la nariz de su padre, los dientes torcidos de Astor. Tenía las cejas afeitadas. Le sonrió.

—Astor.

Él la miró desconcertado, como si no la reconociera, pero luego, tragando saliva, balbució:

—Anna… Anna… —Y prorrumpió en un llanto incontenible.

Anna le tendió la mano.

—Vamos.

Su hermano movía la cabeza con la cara deformada por los sollozos.

—Astor, vamos.

El pequeño se limpió con el brazo el moco que le caía por los labios, pero no se movió.

—Vamos —repitió Anna.

Pero el niño dio tres pasos atrás, como un cangrejo, y cayó de espaldas en el montón de huesos.

—No. No quiero…

Anna trató de sonreír.

—Sí, vamos.

Se había imaginado todo tipo de cosas en el viaje, menos que su hermano no quisiera ir con ella. Aquello la pillaba desprevenida y no acertaba más que a forzar la sonrisa.

—Volvemos con las lagartijas melenudas.

Astor bajó los ojos.

—Tú eres mala. Me dijiste que estaban todos muertos. No hay monstruos, no existe el Afuera. —Rompió de nuevo a llorar.

A Anna empezaron a zumbarle los oídos. La cantera, los huesos, el monigote le daban vueltas como un tiovivo mal equilibrado. Un nudo le obstruía la tráquea. Ahogándose, dijo:

—Lo hice por ti, para que no vieras cosas feas. Vamos, por favor, vamos.

El niño, con la cara cubierta por una mezcla de pintura azul, lágrimas y mocos, tragó saliva y suspiró:

—No quiero. Aquí hay niños como yo.

Anna se abalanzó sobre él.

—¡Ya basta! —Lo cogió del brazo—. Soy tu hermana, ¿entiendes? Yo decido. —Y lo arrastró por el polvo—. ¡Obedece, jolines!

El viento le trajo un silbido agudo. Por el rabillo del ojo vio que los niños de azul se precipitaban hacia ella.

Astor se soltó de un tirón y gateando se encaramó de nuevo al montón de huesos.

Los de azul le tiraban del pelo y de la camiseta, la cogían de las piernas. Anna cayó al suelo dando puñetazos y patadas, pero apenas se soltaba uno, otro se agarraba. Con un esfuerzo ímprobo consiguió ponerse de rodillas y levantarse. Los niños colgaban de ella como si fueran un racimo. Dio un par de pasos intentando sacudírselos, pero ellos no la soltaban y con un gemido volvió a caer al suelo cual Cristo jadeante.

Sujetándola por tobillos y muñecas, la inmovilizaron en el suelo, y el sol, en el cenit, la cegaba.

Una silueta delgada, a contraluz, le preguntó con una vocecita débil:

—¿Qué quieres de Mandolino? Déjalo en paz.

—¿Mandolino? ¿De quién coño hablas? —Anna entornó los ojos y distinguió la sombra de Angelica. Iba completamente pintada de blanco y era tan esquelética que parecía salida de un ataúd. Un collar de huesos con un medallón que era un cráneo de ave colgaba entre sus pechos pequeños. Vestía un chaleco lila abierto y unos pantalones militares descosidos que le caían por los pies descalzos. Llevaba unas gafas de sol con montura de metal dorado, apoyadas en una nariz aguileña atravesada por una raya negra que proseguía por unos pómulos altos. El pelo le caía por los hombros formando tirabuzones estropajosos. Se acercó a Astor, que, acurrucado encima de los huesos, miraba a lo lejos con el pulgar en la boca, y le acarició la cabeza como si fuera un perro.

—Hablo de él.

Anna quiso levantarse, pero enseguida la sujetaron todas aquellas manitas.

—No se llama Mandolino. Se llama Astor. Y es mi hermano.

—¿Cuántos años tienes?

Anna volvió la cara y vio al Oso. La cabeza, cúbica, descansaba en un cuello corto. La cara, pintada de blanco, era plana como la palma de la mano y la frente estaba salpicada por una constelación de habones. Una barbita cubierta de polvo azul se unía al cabello rizado por medio de unas patillas revueltas. Llevaba una camiseta hecha jirones en la que decía: «Voy al máximo, voy a México». Unas bermudas a cuadros verdes y negros, atados con un cordel, dejaban al descubierto unos gemelos gruesos como panes.

Anna le escupió a los pies.

Angelica se acuclilló a su lado con un cigarrillo en los labios y la observó. Dio una calada, le echó una bocanada de humo a la cara y le metió la mano por los pantalones cortos.

La chica dio un grito y forcejeó con los niños de azul.

—Déjame, gilipollas.

La otra le cogió los pelos del pubis y tiró. Se quedó con un mechón en la mano y lo observó con atención.

—Trece, puede que catorce.

Anna gruñó:

—Vosotros os pintáis de blanco para que no se os vea la Roja.

Se ganó una bofetada. Torció la boca y contuvo el llanto.

—Dejadla —ordenó Rosario, pero los niños no se movieron, lo miraban sin entender—. He dicho que la dejéis. —Empujó a uno con el pie y sólo entonces los demás soltaron a Anna.

El Oso se rascó la barba.

—¿Y dices que es tu hermano?

Anna se puso en pie.

—Sí.

—Aquí no importa si eres hermano, primo o amigo. —Señaló a los niños con un gesto del brazo—. Ellos pertenecen a la Picciridduna, incluido Mandolino.

Anna inspiró por la nariz.

—No lo llames Mandolino. Se llama Astor.

—¡Tú! ¿Cómo te llamas? —preguntó el Oso a Astor.

El niño murmuró algo incomprensible.

El Oso se llevó la mano a la oreja.

—No he oído. ¿Cómo te llamas?

Astor miró a su hermana, dudó y contestó:

—Mandolino.

En los últimos cuatro años de su vida, Anna había sufrido y superado dolores inmensos, fulminantes como la explosión de un depósito de metano, y que aún guardaba en su corazón. Tras la muerte de su madre, había sentido una soledad tan grande y opresiva que se había quedado como tonta durante meses, pero ni una sola vez, ni siquiera por un momento, se le había pasado por la cabeza acabar de una vez con todo, porque notaba que la vida es más fuerte que todas las cosas. La vida no nos pertenece, nos atraviesa. Su vida era la misma que impulsa a una cucaracha a moverse con dos patas cuando la han aplastado, la misma que hace huir a una serpiente de los golpes de la azada, con las tripas fuera. Anna, en su inconsciencia, intuía que todos los seres de este planeta, desde los caracoles hasta las golondrinas, pasando por los humanos, tienen el deber de vivir. Es nuestro cometido, es lo que han escrito en nuestra carne. Hay que seguir adelante, sin mirar atrás, porque nos impregna una energía que no podemos controlar, y aunque estemos desesperados, mutilados, ciegos, seguimos alimentándonos, durmiendo, nadando para que no nos engulla el remolino. Sin embargo, en aquella cantera, esta certeza vaciló. Aquel «Mandolino» pronunciado en voz baja le abrió nuevos y claros horizontes de dolor. Tuvo la sensación de que el corazón se le secaba en el pecho como una flor en un horno, y de que la sangre que corría por sus venas se convertía en polvo.

El Oso sonrió satisfecho. Angelica, toda torcida, sonrió. Los niños, como monos amaestrados, empezaron a reír, imitando a sus amos.

Anna agachó la cabeza y se fue.

ASTOR CONTRA LOS MONSTRUOS DE HUMO

Tres días antes, Astor aún era el rey de la Finca de la Morera. Un rey con unas décimas de fiebre y aftas en el paladar, pero lo bastante sano para jugar. Durante la noche la temperatura le había bajado y con las primeras luces del alba se había despertado en medio de una pelota de sábanas sudadas.

Por la ventana entraba una brisa fresca que era agradable sentir en el cuello y en los hombros después de haber pasado tanto calor.

Se restregó los ojos, bostezó y con paso vacilante salió al balcón. El sol estaba en el bosque, que exhalaba la última bocanada de aire fresco antes de hundirse en el bochorno, y sobre las copas de los árboles el cielo era claro, casi blanco, aunque más arriba, donde conservaba vestigios de la noche, se oscurecía.

Aquel verano caluroso e infinito, Astor había descubierto que ése era su momento preferido y le gustaba disfrutarlo en paz. También era el momento preferido de las aves, que cantaban a porfía. Participaban gorriones, pájaros carpinteros, petirrojos, estorninos y cornejas estridentes. Las que habían pasado la noche en vela, búhos y lechuzas, preferían dormir en sus nidos o, como Peppe 1 y Peppe 2, una pareja de mochuelos, entre las vigas del desván.

Astor se cogió de un barrote de la barandilla e hizo pis, apuntando con el chorro a una lata de aceite que había entre las hierbas.

Su madre había escrito en el cuaderno que las necesidades había que hacerlas en el bosque, lejos de casa, y si cagaban, antes tenían que hacer un hoyo con la pala y luego taparlo. Pero su hermana no estaba y había cosas, como mear desde el balcón, por ejemplo, que se podía permitir. Cagar no, nunca había cagado desde allí. Primero, porque el culo no le cabía por la barandilla, y segundo porque le daba un poco de asco.

Bajó y encontró en una caja la comida que le había dejado Anna. Devoró un bote de lentejas y soltó un eructo satisfecho. Cogió del suelo un teléfono móvil y se lo llevó al oído.

—¡Anna! ¡Anna! ¿Dónde estás? ¿Cuándo vuelves?

—Mato a un monstruo y voy —se contestó con una vocecita nasal que quería parecerse a la de su hermana—. He encontrado chocolate, ¿quieres?

—Claro. Y patatas. —Luego llamó a las lagartijas melenudas—. ¡Hola! ¡Estoy despierto! Nos vemos en el bosque. Voy ahora mismo. —Soltó el teléfono y volvió arriba.

Entró en el baño, se subió a un taburete y se miró al espejo.

Siempre encontraba algo interesante en las narices cuando se metía el mango del cepillo de dientes, en las encías rosas que se volvían blancas cuando se las apretaba, en las orejas que volvían a su sitio con un chasquido cuando se las doblaba. Se golpeaba la tripa como si fuera un tambor, se cogía la pilila y se retiraba la piel de la punta. Lo que salía, según la luz, era la cabeza húmeda de un renacuajo rosa, de una serpiente ciega o el huevo de un gorrión.

Aquella mañana su atención se concentró en las cejas. ¿Para qué diantres servían? ¿Por qué tenía aquellos dos bosquecillos iguales que el desierto de la frente separaba del gran bosque del pelo?

Abrió el armario de fórmica blanca, cogió una cuchilla Bic que había entre los frascos y se las afeitó.

—Mejor así.

Ahora, en lugar de cejas, tenía dos manchas más claras y parecía una lagartija.

En una cajita de aspirinas tenía una llave secreta. Su hermana no lo sabía, pero había encontrado una que abría la puerta de la habitación de mamá. La giró en la cerradura y abrió la puerta. Estaba oscuro. Descorrió una cortina y en la pared se proyectó una franja de luz.

El secreto para que no lo descubriera era ponerlo todo en su sitio con cuidado de no quitar el polvo. Eso sí, el esqueleto de su madre nunca lo había tocado. Todas las joyas que lo decoraban las había puesto Anna, él sólo la había aconsejado.

Cogió El gran libro de los dinosaurios de la estantería. Se sentó en el suelo y empezó a repasarlo. Se lo sabía de memoria, pero siempre encontraba detalles nuevos: una garra extraña, una cola con espinas, el color de una pluma.

Su hermana le contaba que veía muchos dinosaurios como aquéllos en sus viajes al Afuera. Los monstruos de humo lo envenenaban a uno con su mal olor, pero estos animales podían comérselo entero. Él también veía algunos cuando se subía a uno de los últimos árboles del bosque. Su preferido era el heterodontosaurus, un animalillo poco más grande que un gato, de color lila, con el morro afilado y una larga cola puntiaguda. Por el dibujo no parecía malvado.

Con el dedo siguió los renglones escritos y, esforzándose, leyó en voz alta:

—El heterodontosaurus tenía tres tipos de dientes. Los delanteros, pequeños, servían para arrancar las hojas; los traseros, más planos, servían para masticar. Y los machos tenían dos dientes largos a ambos lados de la mandíbula. —En una esquina de la página, dentro de un recuadro amarillo, había una pregunta: «¿Y tú cuántas clases de dientes tienes?»

Se tocó los dientes y murmuró:

—Yo tengo los normales y los que me duelen.

Su mirada se posó en el armario. La puerta estaba entreabierta. Dentro colgaban los vestidos de mamá. Uno más largo que los demás era lila como el heterodontosaurus. Se acercó y se rascó el cuello. Si su hermana se enteraba de que había entrado en aquella habitación y había tocado la ropa le daría una buena. Tenía que estar muy atento.

Se subió a una silla y aspiró el olor que salía del interior del mueble. Se parecía al de los caramelos verdes que, cuando los masticas, hacen que te pique la nariz. Era el olor de su madre.

Se empinó y descolgó el vestido. Saltó al suelo y lo comparó con el dibujo. Igual.

Se lo puso y se miró al espejo. Perfecto. Los bajos eran la cola y el escote en forma de V le llegaba al ombligo. En el estante de abajo estaba el calzado.

Cogió un par de zapatos rojos, de tacón alto, con correa. Se los calzó. Eran incomodísimos, pero con aquel tacón largo y afilado podía matar serpientes.

Dio una vueltecita con los brazos en cruz, como si caminara en equilibrio por una viga. Luego se tapó la cara con el vestido.

—Grrr… Grrr… —gruñó, imitando a un heterodontosaurus—. Os voy a comer a todos…

Así, medio ciego, titubeante el paso con los tacones altos, cerró la puerta, dejó la llave en su sitio y bajó las escaleras. Atravesó el salón tropezándose y salió al porche. Movía los dedos como si fueran garras afiladas.

—Aquí estoy. Andaos con…

¿Qué era?

Por la tela elástica que le velaba la vista, le pareció advertir algo, un bulto negro que se movía a lo lejos.

—¡Anna! Has vuelto… Lo pongo todo en su sitio. —Se destapó la cara—. No lo he estropeado…

En medio del camino invadido por matas de boj había unas figuras humanas.

Astor cerró los ojos, los abrió, la mandíbula se le descolgó y los músculos de la cara se contrajeron con una mueca de terror.

Dos chicos mayores pintados de blanco, uno de los cuales llevaba una carretilla, y unos niños de azul venían hacia él.

El miedo hizo que su carne se condensara. Los cien mil millones de células que componían su cuerpo se apretaron unas con otras como polluelos en un nido. El estómago se encogió, los pulmones se comprimieron como bolsas de pan que se aprietan en el puño, el corazón dejó de latir y la vejiga se relajó.

Astor bajó la cabeza. Un líquido caliente le chorreaba piernas abajo. Había mojado el vestido de su madre.

Las figuras se acercaban.

Decidió cerrar los ojos y contar hasta seis. Contaba muy bien hasta seis.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis.

Los abrió.

Seguían acercándose. Los pequeños no es que fueran azules, es que parecían cubiertos de color y emitían sonidos extraños.

Fantasmas.

Fantasmas que, por razones que desconocía, habían entrado en el bosque mágico. Anna le había dicho que eran inofensivos, que estaban hechos de aire, de nada. Polvo de vidas pasadas. ¿Qué otra cosa podían ser? En el mundo sólo estaban él, su hermana y los animales del bosque. Por fuerza, pues, eran fantasmas. Decidió pasar de ellos y entrar en casa, pero se dio cuenta de que estaba paralizado. No podía mover nada, sólo contraer el ojo del culo. Un escalofrío le recorrió el cuero cabelludo. Los cabellos erizados vibraban como antenas.

Los dos fantasmas mayores, un chico y una chica, lo señalaban.

Me han visto.

Las piernas le flaquearon y, rígido como un maniquí y dejándose atrás los zapatos rojos, cayó de bruces y se golpeó la frente contra el cemento. Se quedó allí, junto a los escalones, con los brazos extendidos, como un fiel postrado ante su divinidad.

Pies sucios, uñas negras, zapatillas rotas, tobillos con arañazos pasaron a su lado y por encima de él, entre risas, empujones y gritos. Dos de los fantasmas, con las prisas de entrar en la casa, lo pisaron como si fuera una esterilla. Ninguno se fijó en él, ninguno le dijo nada.

¿Y si el fantasma soy yo?

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