Anna

Anna


Segunda parte. El Gran Hotel de las Termas Elíseas » 6

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Fue una iluminación que se apagó pronto, ahogada por el estruendo de la sangre en los tímpanos. Siguió sin moverse cuando oyó las voces retumbar en el salón y comprendió que los fantasmas hablaban como él.

—¡Mira cuántas cosas! —decía uno.

—Voy arriba —decía otro.

El secreto era dejarlos, no molestarlos, quedarse allí sin hacer nada. Como habían aparecido, desaparecerían. Pero cuanto más se repetía que no debía moverse, más deseaba verlos. En su ánimo luchaban el miedo y la curiosidad, y al final perdió el miedo.

Astor se puso en pie y con andar patoso, y sujetándose el vestido como si fuera una doncella decimonónica, se acercó a la puerta. La cabeza le oscilaba como si fuera la de un muñeco con cuello de muelle.

Los pequeños, los azules, le gustaban mucho, le recordaban a los ratones que, de noche, campan por sus respetos. Se lanzaban cosas, trepaban por las estanterías, saltaban sobre los montones de basura. Uno había montado en su coche de pedales y otro lo empujaba contra la pared. Otro cogía cosas y las metía en una bolsa amarilla que llevaba colgada del brazo.

Astor observaba embelesado el saqueo como si no fuera su casa. Las pupilas se le llenaban de bocas, narices, ojos, manos, de curiosas expresiones faciales, de pililas, de nalgas de color, de movimientos y voces que no entendía. Apoyado en la puerta, se tocaba distraídamente el pito y presenciaba en silencio el más extraordinario espectáculo de su vida.

De pronto uno de aquellos diablillos azules, que salía con su perrazo de peluche, le dio un empujón y lo tiró al suelo. Y allí se quedó él, sonriendo.

El gordo pintado de blanco, que llevaba un collar de huesos, estaba sentado en una silla con la mandolina de Anna.

—¿Ésta es tu casa?

Era bastante feo. Tenía las piernas gordas como troncos, panza y un montón de pelos largos que le crecían en la barbilla.

—¿Entiendes lo que te digo?

Astor lo miraba en silencio.

El fantasma se volvió hacia la escalera y gritó:

—Hemos encontrado a otro que no sabe hablar.

La fantasma le contestó desde arriba:

—Ven a ver lo que han hecho. Es precioso.

Debía de haber entrado en el cuarto de su madre. Claro que era bonito, como que allí estaba el esqueleto decorado.

Una grieta delgada como un cabello se abrió entre sus certezas, se ensanchó siguiendo un complicado pero correcto derrotero mental y en un instante todo se desmoronó. Astor comprendió que no eran fantasmas. Eran personas vivas como él, su hermana y los animales del bosque.

No eran transparentes como los espectros. Olían mal, cogían cosas, bebían, hablaban, rompían su cochecito. Esta intuición lo alegró y una sensación nueva le infundió ánimos. Existían más seres humanos vivos, que habían escapado de los monstruos de humo, de los dinosaurios, de los gases mortales. Lo único que lamentaba era que Anna no estuviera para poder mostrárselos.

Tragó saliva y susurró:

—Es… es… —Tomó aire y acabó la frase—: ¿Estáis vivos?

El chico gordo soltó una carcajada cavernosa.

—Vivos, sí. Pero no por mucho tiempo. —Se dirigió a la de arriba—: Angelica, me he equivocado, sí sabe hablar. —Le hizo señas de que se acercara—. Ven.

Y Astor, como si se lo hubiera ordenado un dios, obedeció.

El chico gordo sonrió y se dio una palmada en el muslo.

—Ven aquí.

Astor abrió los ojos y una expresión de temor le deformó la cara.

—No tengas miedo. —El dios alargó la mano.

El niño observó aquella mano. Era ancha, regordeta, de uñas gruesas y amarillas. La tocó con el anular, dubitativo, como si temiera electrocutarse.

—¿Ves? Soy de carne y hueso.

Astor leyó lo que decía en la camiseta: «Voy al máximo, voy a México».

—México… —balbució.

El otro movió la cabeza incrédulo.

—¡Hala! ¿También sabes leer? ¡Muy bien! —Cogió a Astor por los costados y se lo puso en el regazo.

El niño se desmayaba. La cabeza le pesaba como si fuera de plomo, pero los pensamientos, por dentro, eran ligeros como el gas y se mezclaban unos con otros. Miró a los lados. Los niños de azul se peleaban por una bufanda. Examinó al que lo tenía en las rodillas, los pelos de la barbilla, la pasta blanca que le cubría las mejillas.

—¿Sois buenos? —le preguntó.

El otro lo apretó con fuerza como si estuviera sopesándolo.

—¿Quién te ha enseñado a leer?

—Anna.

—Bien por Anna. Eres el primer pequeño que veo que sabe leer. Yo me llamo Rosario. ¿Tú cómo te llamas?

—Astor.

—¡Vaya nombre chorra! —Le señaló la mandolina—. ¿Sabes tocarla?

El niño cogió el instrumento y pulsó la única cuerda que le quedaba.

Rosario dijo:

—¿Sabes cómo se llama?

—Guitarra.

—No, no es una guitarra, es una mandolina. —Lo miró de hito en hito, ladeando la cabeza—. Eso: te llamaré Mandolino, me gusta más. —Lo dejó en el suelo y exclamó con voz de tenor—: ¡Angelica, tenemos que irnos, es tarde! —Se metió la mano en el bolsillo y sacó un Mars, lo desenvolvió, le dio un mordisco y miró a un lado y a otro como si buscara algo.

Angelica bajó por las escaleras cubierta de joyas como si fuera la Virgen de Trapani. Llevaba en la mano el cráneo de Maria Grazia Zanchetta.

Y todo el mundo, grandes y pequeños, salieron de la casa cargados de cosas.

Astor los seguía, como un patito. No se cuestionaba nada. Caminaba con los otros, descalzo, arrastrando el vestido. Se había olvidado de todo: de Anna, de su casa, de sí mismo.

Los de azul echaron a correr por delante, pero él se quedó con Rosario, que llevaba la carretilla llena de comida e iba fumándose un cigarrillo. Angelica se detuvo, examinó el cráneo y, encogiéndose de hombros, lo arrojó a las hierbas.

Astor corrió a recogerlo.

—Es de mi madre.

—Tíralo.

Los de azul habían cruzado la verja. Angelica dejó pasar a Rosario y miró a Astor, que, parado en medio del camino, con la calavera en las manos, parecía un jugador de baloncesto que fuera a lanzar un tiro libre.

—Muévete —le ordenó.

Astor se quedó mirándola, aturdido.

Más allá de aquel punto estaba el Afuera, él no podía rebasarlo, moriría asfixiado.

—Muévete —repitió la chica.

Él dijo que no con la cabeza.

Angelica se volvió hacia Rosario.

—No quiere venir.

Rosario se detuvo, dejó la carretilla, dio una última chupada al cigarrillo y lo tiró.

—¿Mandolino? ¿Qué haces? ¿No vienes?

Astor no se movió.

Impaciente, la chica se fue hacia él y lo cogió de la muñeca.

El niño dio dos pasos y se plantó con un quejido de protesta.

Angelica le dio un tirón. La calavera rodó por el suelo entre la hierba.

—¡Idiota! ¡Vamos! —gruñó, enseñándole unos dientes separados y afilados que salían de unas encías oscuras. Lo cogió del cuello, pero él le hincó los dientes en el brazo.

La chica dio un grito y con la otra mano le propinó un revés que lo derribó.

—Ahora verás…

Astor no lo entendía. No podía pasar la verja. ¿Es que querían que muriera? Tenía ganas de llorar y se le había hecho un nudo en la garganta. Quiso defenderse de Angelica con las manos, pero ésta le propinó una patada en el culo.

Astor intentó levantarse, tropezó, recorrió unos metros a gatas y al final se puso en pie. Moviendo brazos y piernas, saltó un rosal silvestre y escapó.

El bosque lo acogió.

Detrás oía silbidos, gritos, la voz de Rosario.

—¡Cogedlo, cogedlo!

Astor corría entre matas de rusco en las que se le enganchaba la ropa, pisando la maraña de ramas caídas, saltando piedras cubiertas de musgo, hundiendo los pies en el fango.

No podían atraparlo. Estaba en su reino, allí había nacido, había explorado centímetro a centímetro aquellas cuatro hectáreas de tierra, en las que había encontrado hoyos, madrigueras, árboles a los que trepar. Aquellos seres podían ser muy especiales, pero no conocían el bosque como él. ¡Si no fuera por aquel maldito vestido que se le enganchaba en todas partes! Se lo quitó escurriéndose como si fuera una serpiente que cambia de piel y, desnudo, siguió corriendo por donde más tupido era el bosque.

El sol se filtraba por la bóveda verde y salpicaba el sotobosque de manchas de luz dorada, enjambres de mosquitos zumbaban entre los troncos. Astor los atravesaba con la boca abierta y notaba que se le metían hasta el paladar.

Se volvió.

Muy bien. Los has despistado, le susurraron las lagartijas melenudas desde una rama.

Ensordecido por su respiración y por el corazón que palpitaba en el pecho, se sentó en una roca y se quitó una espina del talón.

En su agitada carrera, se había alejado bastante de su casa y se hallaba en una zona más abierta, cerca del Afuera. El fuego había devorado los árboles más jóvenes, sólo se veían troncos chamuscados, fustes y la valla metálica del recinto, que estaba retorcida. Un gran roble oscuro y nudoso había resistido a las llamas y traspasaba la valla con unos dedos que el fuego le había quemado.

Cuando el torbellino de pensamientos se calmó, Astor se miró las heridas. Tenía unas rayas rojas en los muslos, en los gemelos, en la piel tierna de la tripa. Aún no le dolían, pero pronto se dejarían sentir.

Creía que los había despistado, pero se equivocaba.

Los vio porque el azul destacaba en aquella masa de colores marrones y verdes.

No había agujeros donde esconderse.

En un árbol.

Se abalanzó sobre un tronco y con un salto ágil se agarró a la primera rama, de ésta pasó a otra y a otra. No se detuvo hasta que se sintió inalcanzable.

Desde el suelo, los de azul lo señalaban.

Dos de ellos treparon por el roble exactamente como había hecho él.

Astor quiso subir más, pero la siguiente rama distaba demasiado. Desesperado, avanzó, con los brazos abiertos, por una rama que pronto resultó ser demasiado fina para sostenerlo. Se agarró de unas ramas secas y, haciendo rechinar los dientes, se acurrucó.

Angelica y Rosario habían llegado también al pie del árbol.

—Mandolino, ¿qué haces? ¿No quieres venir con nosotros? —le dijo el chico gordo—. Te llevamos a ver a la Picciridduna.

Sus dos perseguidores se le acercaron, a gatas, ágiles como macacos.

Astor retrocedió, notando con las nalgas que la rama oscilaba, y, sin calcular la altura, sin pensar en el daño que se haría ni en que caería en manos de sus enemigos, se arrojó. Por los aires dio media vuelta y cayó de costado en un manto de hierba blando que evitó que se partiera la espalda.

La cabeza le latía como si llevara el corazón en el lugar del cerebro y en las pupilas le saltaban chispas de luz amarilla. Notaba en la lengua el sabor ácido y pastoso de las lentejas. Consiguió ponerse en pie.

Todo le daba vueltas. El sol entre las hojas amarillentas del roble. El bosque. Rosario. Angelica. Los niños de azul. Los campos quemados. Los restos de la valla.

Estaba en el Afuera.

Abrió la boca con un grito mudo, se llevó las manos al cuello y cayó de rodillas.

El aire tóxico, el gas invisible, lo penetraba por los poros, por las orejas, por la nariz, por el ano. No podía respirar. Se moría. Boqueaba inspirando el veneno. A lo lejos, con pasos pesados que estremecían el suelo, avanzaban los monstruos de humo, grandes como montañas y densos como el miedo que lo asfixiaba. Pum, pum pum. Pronto, muy pronto, moriría. Se reuniría con las hormigas, los saltamontes y los lagartos que había matado. Se iría con su mamá, dondequiera que estuviera.

Delante tenía a Rosario. Le decía algo, con los brazos en jarras y moviendo la cabeza. ¿De qué se reía? No había nada de que reírse.

Astor sentía el zumbido de un millón de abejas que lo aturdían, pero oyó una serie de palabras.

—Mandolino, ¿es que te mueres?

Astor abrió mucho los ojos y dijo que sí con la cabeza.

—¿Seguro?

El niño levantó el brazo en dirección al sol.

—Ya llegan.

—¿Quiénes?

—Los monstruos… —Y se dejó caer en el suelo estirando brazos y piernas, haciendo rechinar los dientes y emitiendo sonidos guturales.

—¿Qué hace? —preguntó Angelica.

—No tengo ni idea. —Rosario se volvió hacia los niños que se habían reunido en torno a Astor—. Cogedlo que es tarde.

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