Anna

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Tercera parte. El Estrecho » 11

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La primera que murió en el palacete de la calle Aleramo fue la abuela. El virus tardó menos de una semana en acabar con ella. Annarita fue la única de las hijas que pudo ir al entierro. En la iglesia, aparte de Patrizio y de Pietro, casi no había nadie. El coche fúnebre no apareció, y el ataúd tuvo que cargarlo un primo en su ranchera. El pueblo estaba desierto y gran parte de las tiendas estaban cerradas. En Vita, los que no guardaban cama, estaban delante de la televisión o hablando por teléfono con parientes que vivían lejos.

Patrizio se pasaba los días ante el ordenador buscando noticias. Todo el planeta se había contagiado, desde India a Estados Unidos, y ni Australia se había librado. Ya estaba claro que el contagio se había producido mucho antes de los casos documentados en Bélgica. La forma como el virus se propagaba y su largo periodo de latencia era una atroz genialidad, según muchos de origen humano, que lo había convertido en una bomba biológica. La velocidad con la que mutaba hacía imposible sintetizar una vacuna. Ni siquiera los investigadores que trabajaban en ello, pese a los rigurosos protocolos higiénicos, sobrevivían.

Vita, que antes de la epidemia contaba con dos mil quinientos habitantes, en poco menos de un mes había perdido la mitad. Había quien moría esperando con confianza la vacuna y quien, más escéptico, se atrincheraba en casa, sellándolo todo con cinta adhesiva, pero nadie escapaba a la enfermedad. Los niños, los únicos que seguían sanos, merodeaban por la región en busca de comida y agua para padres y abuelos.

La televisión había suspendido los noticiarios y sólo emitía películas antiguas. Las redes telefónicas dejaron de funcionar una tras otra. Cuando la electricidad se interrumpió también, el ave del Apocalipsis desplegó sus alas de oscuridad y hielo sobre Vita.

En el palacete, y después de la muerte de doña Costanza, le tocó a Celeste. Echaron el cadáver en una fosa común sin ceremonia fúnebre. Laura y Annarita yacían en la cama consumidas por la fiebre e inconscientes. Pietro se pasaba las horas sentado junto a su madre en un silencio asfixiante, jugando con sus soldaditos. Una mañana, con una excusa, Patrizio lo agarró de la mano, se lo llevó a su habitación, cerró la puerta con llave y dijo:

—Se mueren. No podemos hacer nada por ellas, están condenadas. Tenemos que quedarnos aquí y esperar.

Había hecho acopio de cajas de comida y latas de cerveza en la habitación.

Pero Pietro lloraba, quería estar con su madre. Entonces el muchacho perdía los estribos y empezaba a dar patadas al armario, a arrancarle los brazos a los muñecos de peluche, a vaciarse en la cabeza el cubo de las piezas de Lego.

—¿Por qué no lo entiendes? ¿Por qué no te adaptas? Olvida el viejo mundo. Tienes toda la vida por delante. Hemos pasado a una nueva era.

En cuanto entraba un poco de luz por las cortinas, se sentaba a la mesa y llenaba resmas de papel con una vieja máquina de escribir Olivetti. Estaba entusiasmado:

—Es una obra maestra. —Se acercaba al niño y le acariciaba la cabeza—. Es la crónica cruda y desnuda del Apocalipsis. No he censurado nada.

Pero Pietro no sabía lo que era el Apocalipsis.

—Es cuando morimos todos porque Dios ha dicho que se acabó. Os he dado un juguete y lo habéis roto. Os he dado un planeta precioso y lo habéis convertido en una mierda.

La epidemia era, según Patrizio, la cosa más extraordinaria que podía ocurrirle a la humanidad. Iba y venía por el cuartito como un orangután y hablaba y hablaba, se hacía preguntas y se daba respuestas hasta que, borracho, se desplomaba despatarrado en una silla.

Pietro sabía que Patrizio llevaba la llave de la puerta en el bolsillo de los pantalones. Una noche se levantó e intentó quitársela. Pero le costaba meter la mano en el bolsillo, que los michelines tapaban.

El ogro se despertó con un gruñido.

—¿Quieres la llave? —La sacó—. Bonita, ¿eh? —Abrió la boca y se la tragó como si fuera un caramelo Saila Menta—. Magia. Ya no está. —Cruzó los brazos y siguió roncando.

Otro día fue Patrizio quien despertó al niño.

—Pietro… Pietro… —Susurraba como si hubiera micrófonos en la habitación—. ¿Lo oyes?

El niño, abrazado a su oso panda, hacía días que no oía nada. Ni siquiera los lamentos ahogados de su tía Annarita y de su madre. Hasta los automóviles habían desaparecido.

—¿Lo oyes o no?

—¿El viento?

—Se parece, pero no es el viento. Es el rumor de millones de almas que abandonan el planeta, un flujo constante e imparable de espíritus que atraviesan la atmósfera, recorren el sistema solar y vuelven a reunirse.

Pietro estaba preocupado.

—Tú estás bien, ¿verdad? ¿No te morirás? ¿No me dejarás aquí solo?

—Tranquilo. Yo soy distinto. Mira. —Se daba la vuelta—. No tengo manchas y en mi vida me había sentido tan bien. Estoy en estado de gracia. Existen unos pocos elegidos a los que Dios salvará y cuya tarea será refundar la humanidad. Yo soy un bardo, mi misión es contar el fin y el renacimiento. Y tú serás mi ayudante.

La comida empezó a escasear y Patrizio decidió racionarla. En cuanto oscurecía, se tumbaban en la camita azul de Pietro, entre los muñecos. Patrizio, con el aliento oliendo a alcohol, le contaba historias de ejércitos de hámsters que combatían contra antiguos dioses egipcios o le silbaba «We Are the Champions» de Queen.

Una mañana, Pietro despertó y se lo encontró sentado delante de él, mirándolo. Se había cambiado de camiseta y se había afeitado. La puerta de la habitación estaba abierta de par en par.

—Ayudante, buenos días. ¿Cómo has dormido? Hoy volvemos al mundo. Un bardo no puede contar lo que pasa encerrado en un cuarto.

El niño corrió a ver a su madre. No estaba en su habitación, ni tampoco en el salón. Salió a la escalera y se la encontró tirada en el rellano. Estaba hinchada y cubierta de moscas. Pietro se pegó a la pared tapándose los ojos.

Patrizio lo cogió en brazos.

—¿Ves lo que le pasa a un cuerpo cuando el alma lo abandona? Huele mal. Se convierte en pasto de los gusanos y las moscas. No llores. Esa cosa no es tu madre. Tu madre ha sido liberada y ahora vuela más allá de Alfa Centauri.

—¿Y mi papá? ¿Dónde está mi papá? —preguntó el niño sollozando.

—Lo mismo. También él se ha ido. Sus átomos se han fundido con los de tu madre en un mundo de perfección.

Encontraron a Annarita viva, tumbada en una cama de matrimonio. El virus la había consumido y era un esqueleto resollante. Pietro se le acercó y le acarició el pelo. La chica, con los ojos cubiertos por un velo gris, abría y cerraba la boca como un pez.

Patrizio acercó el oído a sus labios.

—Nos pide que la ayudemos. —Llevó al niño al salón y lo sentó en el sofá—. Ese cuerpo enfermo tiene aprisionada al alma de Annarita. Tenemos que liberarla. Al final lo haría ella misma, pero podría sufrir mucho más y nosotros no queremos que sufra, ¿verdad que no?

El pequeñajo, cabizbajo, guardó silencio un momento. Luego miró a Patrizio:

—¿Quieres matarla?

Patrizio se sentó a su lado.

—¿Has visto esos vídeos de animales salvajes a los que ponen en libertad? A veces resulta que, cuando les abren la jaula, no quieren salir, y los guardias forestales tienen que sacarlos empujándolos con palos. ¿Sabes por qué no salen? Porque tienen miedo de la libertad. Lo mismo le pasa al alma. —Patrizio movió los dedos rollizos como si tuviera delante un teclado—. El alma, esa cosa misteriosa, esa partícula de Dios que ha dado vida a la carne de tu tía, se asusta ante la idea de dejar el cuerpo. Pero en cuanto lo haga, sentirá un goce infinito. Nosotros seremos los guardias forestales. ¿Has entendido? La liberaremos.

El niño hizo señas de que lo entendía.

Patrizio miró a los lados. El sol partía el salón en dos y en la atmósfera cerrada de la estancia el polvo flotaba volviéndolo todo dorado.

—¿Dónde tenéis las bolsas de plástico?

—En la cocina, debajo del fregadero.

—Ve a buscar dos. Que no tengan agujeros.

Patrizio estaba en la cabecera de la cama. Debajo tenía la cabeza enflaquecida de Annarita y en las manos las bolsas metidas una en otra. Miraba a su pequeño ayudante que, de pie junto a la cama, cogía la mano de su tía.

—Ahora se las pondré en la cabeza. Se agitará. Tú échate sobre ella y sujétala con todas tus fuerzas, que no se suelte.

El niño asintió, serio.

—Cuando el alma de tu tía deje el cuerpo, pasará a través de ti, vivirá aún un instante en tu cuerpo. La sentirás deslizarse por dentro como una caricia. Será su modo de despedirse. ¿Listo?

Pietro se subió a la cama y, abrazando a la moribunda, se tendió sobre ella.

—Listo.

La tía tardó poco en irse.

Patrizio, sudando, respiró.

—¿La has notado?

—Sí.

—¿Y cómo ha sido?

Pietro bajó de la cama.

—Muy chulo.

Annarita Lo Capo fue la primera. Los días siguientes, los dos liberadores de almas se encargaron de los moribundos de la calle Aleramo, y luego de todos los del pueblo. Salían por la mañana temprano y regresaban al anochecer. Actuaban guiándose por los números de las calles. Muchas veces se veían obligados a derribar las puertas, a escalar por las fachadas. Los enfermos se habían encerrado en sus casas por miedo a que les robaran. Aún había muchos que se debatían entre la vida y la muerte. Los pocos adultos que aún se tenían en pie los llevaban a casa de parientes moribundos. Detrás del Ferrari 458 del notario Botta, que Patrizio conducía rompiendo el silencio del pueblo, corrían muchas veces bandas de huérfanos.

El sistema de la doble bolsa funcionaba, el problema era que a veces los liberandos, como ellos los llamaban, se agitaban presa de convulsiones y Pietro daba con el cuerpo en tierra. Al final perfeccionaron las técnicas de inmovilización atando al enfermo a la cama con gomas antes de que el niño se tendiera encima.

Un día Patrizio decidió ampliar su radio de acción e incluir un conjunto de casas que había cerca de Vita. Aparcaron el Ferrari delante del bar y se apearon armados de bolsas y gomas. Dos hileras de edificios flanqueaban la calle recta. Rompía la continuidad de los edificios una serie de jardincitos vallados en los que crecían palmeras y limoneros. Una manada de perros callejeros desaparecieron por las casas en cuanto los vieron.

—A esos cabrones hay que matarlos. Entran en las casas y se comen a los muertos. —Patrizio volvió al Ferrari, cogió una escopeta y la cargó—. Algún día te enseñaré a usarla.

En las casas el virus no había dejado títere con cabeza. Sólo encontraron cadáveres. Patrizio se arrellanó en un sofá, desalentado.

—Nuestra misión terminará pronto.

—¿Y qué haremos? —le preguntó Pietro, jugando con las manecillas paradas de un gran reloj de péndulo antiguo.

—Iremos a Palermo, luego a París. —Se volvió y se reclinó sobre el respaldo para coger de una mesa una caja de chocolatinas. La camiseta se le levantó y los pantalones se le bajaron, dejando a la vista una mancha roja. Pietro tuvo que apoyarse en el reloj para no caerse. Se preguntó si Patrizio sabía que tenía las manchas. Siempre había dicho que era inmune, que nunca enfermaría.

—¿Quieres? —El muchacho le pasó la caja después de zamparse tres bombones.

Pietro rehusó moviendo la cabeza.

—¿Qué te pasa? Es la primera vez que rechazas un dulce. —Y con los dientes manchados de chocolate desenvolvió un turrón.

El niño se mordió el labio, tragó saliva y, con el poco aliento que le quedaba en el cuerpo, susurró:

—Tienes manchas. —Patrizio pareció no oír o quizá no lo entendió—. Tienes manchas —repitió Pietro, balbuciendo. Los ojos se le habían llenado de lágrimas.

Patrizio se levantó de pronto, lo cogió de la camiseta y lo levantó como si fuera de trapo.

—¿Qué has dicho? —La boca, demasiado pequeña para la cara anchísima, le temblaba, y los ojillos, echando chispas, se habían refugiado entre las ojeras oscuras y las cejas revueltas—. ¿Qué coño has dicho? —Levantó un puño. Era la primera vez que le ponía las manos encima—. ¿Dónde?

Pietro cerró los ojos.

—En la espalda.

Patrizio lo soltó y se acercó a un espejo con marco de ébano. Se quitó la camiseta. Se miró largo rato respirando por la nariz. Se bajó los pantalones. También las nalgas, blancas y peludas, estaban cubiertas de manchas rojas.

El niño se había refugiado en un rincón del salón. Patrizio se quedó mirándolo largo rato y luego señaló la puerta.

—Vete.

—¿Adónde?

—Afuera. Vete.

Pietro rompió a llorar y no se movió.

—Tienes que irte. Enseguida —ladró el muchacho. Cogió una lámpara de cristal que había en la mesa y la estampó contra el suelo.

Pietro deslizó la espalda pared abajo y se rodeó las piernas con los brazos.

—Haz lo que quieras. —Patrizio se sentó en el sofá, cogió la escopeta, se metió el cañón en la boca, puso el pulgar en el gatillo y lo miró.

Pietro se tapó los ojos con las rodillas y los oídos con las manos. Trató de pensar en algo bonito. En sí mismo y en su padre montados en la Laverda. En el día en que pararon en una laguna cuya superficie era lisa como una tabla de la que se elevaban montañas de sal blanca. A lo lejos se veían aves de color rosa que tenían el cuello en forma de ese, un pico que parecía un plátano y unas patas finas que parecían tacos de billar.

—Levántate, vamos. —Una mano fuerte como una tenaza lo cogió del brazo.

—¿Adónde vamos?

—Te llevo a casa.

El ayudante siguió a su maestro, que caminaba a zancadas con la escopeta al hombro.

En el coche no se dijeron una sola palabra. Patrizio conducía a gran velocidad y Pietro cerraba los ojos cada vez que tomaban una curva. Se detuvieron delante del palacete de la calle Aleramo dando un frenazo y dejándose medio neumático en el asfalto.

El muchacho abrió la portezuela.

—Baja.

—¿Adónde vas?

—Baja.

—¿Puedo ir contigo?

—He dicho que bajes.

El Ferrari arrancó con estruendo y espantó a todos los cuervos de los árboles.

Ya no volvió.

Pietro se unió a los demás niños del pueblo. Vivían todos en la escuela. Eran unos treinta, niños y niñas, de entre cinco y trece años. Jugaban al fútbol en el patio, dormían en las colchonetas del gimnasio y registraban las casas en busca de comida.

Un día, Pietro y otros dos decidieron ir a un supermercado que había en la carretera nacional donde al parecer aún quedaba Coca-Cola. Era un cuadrado de cemento en medio de una explanada de asfalto desolada.

Uno de sus compañeros señaló algo.

—Mirad.

Era un Ferrari que se había estrellado contra unos contenedores de basura y tenía una portezuela abierta.

—Id a ver, ahora voy yo —dijo Pietro.

En el coche estaba Patrizio, sentado al volante, entre latas de cerveza vacías y un olor repulsivo a excrementos. Tenía los brazos cubiertos de manchas y cardenales y la tripa le colgaba como si se le hubiera desinflado. La papada, que siempre había sido turgente, le caía ahora fláccida y amarillenta sobre el cuello tumefacto. Los ojos, opacos como dos marron glacés, miraban el parabrisas salpicado de vómito seco. Por la boca abierta le salía un estertor cavernoso.

El niño se sorprendió al ver que seguía vivo. Le tocó un hombro.

—Patrizio. Patrizio, ¿me oyes? Soy Pietro.

El muchacho cerró los ojos, pero nada cambió en aquel rostro inexpresivo.

—¿Cómo estás, ayudante?

Pietro tragó saliva.

—Bien… ¿Y tú?

Algo, quizá una sonrisa, pasó por los labios finos, llenos de cortes y costras.

—¿Tienes dos bolsas?

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