Anna

Anna


Primera parte. La Finca de la Morera » 1

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Anna corría por la autopista sujetándose las correas de la mochila, que le rebotaba en la espalda. De cuando en cuando volvía la cabeza.

Los perros seguían allí. Iban uno tras otro, en fila india. Eran seis o siete. Dos, maltrechos, se habían quedado atrás, pero el más grande, que iba delante, se acercaba.

Los había visto dos horas antes en un campo quemado, allá lejos, entre rocas oscuras y troncos de olivos ennegrecidos, pero no había hecho caso.

No era la primera vez que la perseguían manadas de perros salvajes. La seguían un rato y luego, cansados, se iban.

Pero, al dejar de verlos, había suspirado con alivio. Había parado a beber el agua que le quedaba y había seguido caminando.

Le gustaba contar cuando caminaba. Contaba los pasos que había en un kilómetro, los coches azules y los rojos, los pasos elevados.

Pero, de pronto, los perros habían reaparecido.

Eran criaturas desesperadas, que iban a la deriva en medio de un mar de cenizas. Había visto muchos. Tenían calvas en el pelo, las orejas llenas de garrapatas que colgaban como racimos, se les marcaban las costillas. Se mataban por los restos de un conejo. Los incendios del verano habían arrasado la llanura y poco o nada quedaba para comer.

Pasó junto a una fila de automóviles que tenían los cristales rotos. Estaban cubiertos de ceniza y alrededor crecían hierbas y trigo.

El siroco había arrastrado las llamas hasta el mar dejando tras de sí un desierto. La tira de asfalto de la autopista A29, que unía Palermo con Mazara del Vallo, partía en dos una extensión de tierra muerta en la que se alzaban troncos negros de palmeras que parecían de metal y algunas columnas de humo. A la izquierda, más allá de las ruinas de Castellammare del Golfo, se veía un mar gris que se fundía con el cielo. A la derecha, una serie de montes bajos y oscuros flotaban sobre la llanura como islas lejanas.

Un camión volcado obstruía la calzada. El remolque había destrozado la mediana y lavabos, bidés, tazas de váter y cascotes de cerámica blanca se habían esparcido en muchos metros a la redonda. La chica pasó por en medio.

Le dolía el tobillo derecho. En Alcamo, había abierto a patadas la puerta de una tienda de comestibles.

¡Y pensar que hasta que aparecieron los perros todo había ido bien!

Había salido antes de que amaneciera. Se veía obligada a alejarse cada vez más en busca de comida. Al principio era fácil: no tenía más que ir hasta Castellammare y encontraba lo que quería. Luego, los incendios lo habían complicado todo. Había caminado unas tres horas bajo un sol que ascendía por un cielo pálido y sin nubes. El verano había terminado hacía tiempo, pero el calor no remitía. El viento, después de atizar el fuego, había desaparecido como si aquella parte de la creación hubiera dejado de interesarle.

En un vivero, junto al cráter que había dejado la explosión de un surtidor de gasolina, había encontrado una caja llena de comida debajo de unos toldos polvorientos.

En la mochila llevaba seis botes de alubias Cirio, cuatro de tomate Graziella, una botella de licor Amaro Lucano, un grueso tubo de leche condensada Nestlé, un paquete de galletas medio deshechas pero que aún podría disolver en agua, y medio kilo de tocino envasado al vacío. No había resistido y el tocino se lo había comido enseguida, en silencio, sentada en una pila de sacos de mantillo, en medio de un suelo cubierto de excrementos de ratón. El tocino estaba duro como el cuero, y tan salado que le había dejado la boca abrasada.

El perro negro ganaba terreno.

Anna aceleró. El corazón le latía al compás de los pasos. No aguantaría mucho. Tenía que pararse y hacerle frente. ¡Si por lo menos tuviera un cuchillo! Siempre llevaba uno, pero aquella mañana había olvidado cogerlo. Había salido con la mochila vacía, una botella de agua.

El sol estaba a cuatro dedos del horizonte. Era una bola naranja en medio de una baba lila. En breve, la llanura lo engulliría. Al otro lado, la luna era fina como una uña.

Se volvió.

El perro seguía allí. Los demás habían ido renunciando uno tras otro. Aquél no. En el último kilómetro no se había acercado, pero ella corría, él trotaba.

Quizá esperaba a que oscureciera para atacar, aunque le parecía improbable, los perros no piensan. Y, en cualquier caso, ella no aguantaría hasta que oscureciera. El tobillo le dolía y el gemelo empezaba a agarrotársele.

Dejó atrás un cartel verde. Cinco kilómetros a Castellammare. Para correr en línea recta seguía la raya que había en medio de la carretera. Si no fuera porque el ruido de su respiración y de sus pisadas la ensordecía, habría oído el silencio. No corría un soplo de aire, ni se oían pájaros, ni grillos, ni cigarras.

Cuando pasaba al lado de un automóvil, el cansancio le susurraba que se metiera en él, pero el cerebro le decía que no. Podía intentar echarle galletas, o cruzar la valla, pero era de malla cerrada y no había visto agujeros por los que atravesarla.

Las adelfas de la mediana que habían sobrevivido al fuego estaban cuajadas de flores rosas, y las ramas, cargadas, se doblaban. El perfume dulzón se mezclaba con el olor a quemado.

Era una barrera alta.

Pero tú eres la canguro, se dijo.

Pini, su profesora de gimnasia, la llamaba la canguro porque saltaba más que los chicos. A Anna no le gustaba el apodo, los canguros tienen las orejas salidas. Había preferido el leopardo, que también salta mucho y es más hermoso.

Se quitó la mochila y la lanzó al otro lado. Tomó carrerilla, apoyó un pie en el bordillo de cemento, saltó por entre las plantas y se encontró en el carril del otro lado.

Recogió la mochila y, jadeando, contó hasta diez. Levantó el puño y sonrió. Tenía una bonita sonrisa, llena de dientes blancos que rara vez enseñaba.

Echó a andar cojeando. Ahora no le quedaba más que cruzar la valla y estaría a salvo.

Al otro lado había un terraplén y un camino que corría paralelo a la autopista. No era el mejor sitio por el que saltar con el tobillo lastimado. Dejó la mochila en el suelo y se volvió.

Vio que el perro saltaba la mediana y corría hacia ella.

No era negro, sino blanco. Llevaba el pelo cubierto de ceniza y tenía una oreja cortada. Era el perro más grande que había visto en su vida.

Y como no corras te come.

Se agarró a las mallas de la valla pero el miedo le paralizaba los brazos. Se volvió y se tiró al suelo.

El animal recorrió los últimos metros de autopista y de un salto salvó el guardarraíl y la cuneta. El bulto oscuro eclipsó la luz del crepúsculo y se le vino encima con sus cuarenta kilos de hedor y roña.

Anna levantó el codo y se lo clavó en las costillas. El animal, desinflado, cayó a su lado. Anna se levantó.

El perro había quedado tendido en la hierba. En sus pupilas, negras como el carbón, había un estupor casi humano.

Anna cogió la mochila y, gritando, empezó a golpear al perro con ella. Una, dos, tres veces. Primero en la cabeza, luego en el cuello, luego otra vez en la cabeza. El perro gemía aturdido y trataba de levantarse. Anna giró sobre sí misma como si fuera un lanzador de peso que toma impulso, describiendo un círculo perfecto, pero la correa de la mochila se rompió y perdió el equilibrio. Apoyó la pierna, pero el tobillo herido cedió. Cayó.

Ella y el perro, uno al lado del otro, se miraron. Entonces el animal, gruñendo, se contrajo y se arrojó sobre ella con las fauces abiertas.

Anna levantó el pie y le hundió el talón en el pecho. El perro salió despedido y chocó de espaldas contra el guardarraíl.

El animal cayó de costado. Jadeaba, con una larga lengua que se enroscaba debajo de la nariz y unos ojos que se habían convertido en dos ranuras negras.

Mientras el perro intentaba levantarse, Anna buscó algo con que rematarlo. Una piedra, un palo, pero no había nada, sólo basura quemada, bolsas de plástico, latas aplastadas.

—¿Qué quieres de mí? ¡Déjame en paz! —le gritó—. ¿Qué te he hecho yo?

El animal la miraba con unos ojos cargados de odio y, levantando unos labios negros, enseñaba unos colmillos amarillentos y unas muelas entre las que se veían burbujas de saliva. Emitía un gruñido grave, vibrante y amenazador.

La chiquilla se alejó tambaleándose, pisándose los cordones de las zapatillas. Las adelfas, el cielo oscuro, el esqueleto ennegrecido de un caserío sin tejado desaparecían y reaparecían ante su vista con cada paso que daba. Se detuvo y miró atrás.

El perro la seguía.

Cojeando, Anna llegó hasta una ranchera azul. El automóvil tenía la parte delantera aplastada y la portezuela del conductor abierta, y le faltaba la luna trasera. Con sus últimas fuerzas, Anna entró y tiró de la puerta, pero ésta estaba bloqueada. Lo intentó con las dos manos. La portezuela giró chirriando sobre unos goznes oxidados y rebotó contra la cerradura herrumbrosa. Lo intentó de nuevo, pero fue inútil. Al final, la cerró atando la manivela con el cinturón de seguridad. Descansó la cabeza en el volante, cerró los ojos y respiró un aire saturado de olor a excrementos de ave. Con los cristales cubiertos de ceniza y polvo, el habitáculo estaba en penumbra.

En el asiento del pasajero había un esqueleto cubierto de guano blanco. Los restos acartonados del plumífero Moncler se habían fundido con la tapicería del asiento y por los rotos del tejido sobresalían plumas y costillas amarillas. El cráneo colgaba sobre el pecho sostenido por unos tendones resecos. Calzaba unas botas de gamuza de tacón alto.

Anna pasó al asiento trasero, de ahí al maletero, y allí se tumbó. No tenía valor para asomarse por la luna rota, pero parecía que el perro había desaparecido.

Se acurrucó junto a dos maletas vacías. Cruzó los brazos y se metió las manos en las axilas sudadas. Había consumido toda su adrenalina y le costaba mantener los ojos abiertos. Con dormir cinco minutos tendría bastante. Trató de colocar las maletas en el marco de la ventana. Una era muy pequeña, la otra la encajó empujando con los pies.

Se pasó los dedos por los labios. Su mirada recayó en una página de cuaderno sucia. Se leía, en letras mayúsculas: ¡AYUDA, POR AMOR DE DIOS!

Debía de haberlo escrito la de delante.

Decía que se llamaba Giovanna Improta, que estaba muriéndose y que tenía dos hijos en Palermo, Ettore y Francesca, en el último piso de la calle Re Federico, número 36. Sólo tenían cuatro y cinco años y morirían de hambre si alguien no iba a salvarlos. En el cajón de la cómoda de la entrada había quinientos euros.

Anna tiró el papel, apoyó la cabeza en la ventanilla y cerró los ojos.

Despertó de repente en medio de la oscuridad y el silencio. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba. Pensó en salir a hacer pis pero cambió de idea. No había luna. No vería nada y estaría indefensa.

Tenía una regla. Encontrar siempre un refugio antes de que el sol se pusiera. Un par de veces la había sorprendido la oscuridad y había tenido que esconderse en la primera casa que encontró.

Mejor hacerlo en el maletero y pasarse al asiento trasero. Se desabotonó los pantalones. Cuando se los bajaba, oyó un ruido, como de una rama que se parte, que la dejó sin respiración. Un ruido de perros que olfatean.

Se tapó la boca y se dejó caer en la moqueta, con el culo desnudo. Procuró no respirar, no temblar, no mover ni la lengua.

Los perros arañaban la chapa y el coche se estremecía.

La vejiga se relajó y un calor húmedo le corrió por los muslos. Notó que la moqueta, bajo las nalgas, se empapaba y, entreabriendo los labios, tuvo un instante de puro placer.

Empezó a rezar. Era una petición desesperada de ayuda que no dirigía a nadie en particular.

Los perros peleaban entre sí. Daban vueltas alrededor del automóvil. Se oía el repiqueteo de las uñas en el asfalto.

Tenía la impresión de que eran miles. Rodeaban el coche como si fueran un manto de pelo que llegaba al mar y a las montañas y envolvía el planeta.

Se tapó los oídos con fuerza.

Piensa en los helados.

Dulces y fríos como bolas de granizo, de todos los sabores. Uno podía elegir el que más le gustara de entre los que había en unos recipientes de colores, y se lo servían metido en un cucurucho de galleta. Se acordó de una vez que fue al quiosco de la playa Las Sirenas. Había pegado la cara al cristal del frigorífico:

—Lo quiero de chocolate y limón.

Su madre había puesto cara de repugnancia.

—¡Qué asco…!

—¿Por qué?

—Porque esos sabores no pegan.

—¿Puedo pedirlo de todos modos?

—Pero te lo acabas.

Y así, con su cucurucho, había ido a sentarse a la orilla del agua. Las gaviotas caminaban unas detrás otras con unas patas que parecían palillos.

Antes del incendio, aún se encontraban dulces. Mars, barritas de cereales, Bounty y chocolatinas. Estaban resecos, enmohecidos o comidos por los ratones, pero a veces, si uno tenía suerte, encontraba alguno que se podía comer. Lo que ya no había eran helados. Las cosas frías habían desaparecido con los Mayores.

Se quitó las manos de los oídos.

Los perros ya no estaban.

Era ese momento del alba en que la noche y el día tienen el mismo peso y las cosas parecen más grandes de lo que son. Al fondo de la llanura se veía una franja blanquecina y el viento susurraba en los trigales que se habían salvado del fuego.

Anna salió del coche y se desperezó. Después del descanso, el tobillo lastimado le dolía menos.

La autopista parecía una tira de regaliz que hubieran desenrollado. En el asfalto, alrededor del coche, se veían huellas de patas. A unos cincuenta metros, sobre la raya discontinua, había algo.

Al principio le pareció que era su mochila, luego la cubierta de una rueda, luego un montón de ropa. Al final el montón de ropa se puso en pie convirtiéndose en un perro.

EL PERRO DE LOS TRES NOMBRES

El perro había nacido en un desguace de coches de las afueras de Trapani, debajo del chasis de un Alfa Romeo. La madre, una perra pastora que se llamaba Lisa, lo había amamantado un par de meses con sus cinco hermanos. En la dura lucha por los pezones, el más débil había sucumbido. Los demás, nada más destetados, fueron vendidos por cuatro cuartos y sólo él, el más voraz y espabilado, tuvo el privilegio de quedarse.

Daniele Oddo, el dueño del desguace, era un hombre que miraba mucho el dinero. Y como el 13 de octubre era el cumpleaños de su mujer, tuvo una idea: ¿por qué no regalarle el cachorro con un bonito lazo rojo al cuello?

A la señora Rosita, que esperaba la nueva secadora Ariston, no le entusiasmó aquella bola de pelo blanco. Era un bicho travieso que se meaba y se cagaba en las alfombras y mordisqueaba las patas del aparador del salón.

La mujer, sin esforzarse mucho, le encontró un nombre: Pánfilo.

Pero en la casa había otro ser al que la nueva presencia fastidió más. Coronel, un viejo perro salchicha de pelo áspero y malas pulgas cuyo hábitat natural eran la cama, a la que subía por una escalerita que le habían hecho adrede, y un bolso Vuitton desde el que gruñía a todo bicho viviente con cuatro patas.

La misericordia no era uno de los atributos de Coronel. Mordía al cachorro en cuanto éste salía del rincón al que lo había relegado.

La señora Rosita decidió encerrar a Pánfilo en la terraza de la cocina. Pero el animal era terco y lloraba y arañaba la puerta y los vecinos empezaron a quejarse. Su precario destino de perro de piso cambió el día en que logró colarse dentro y, seguido por el ama, resbaló en el parqué encerado, se enredó en el cable de una lámpara y ésta cayó sobre la colección de osos panda de cerámica que había alineados sobre el mueble bar.

Pánfilo regresó derechito al desguace y, aún con dientes de leche y ganas de jugar, le pusieron una cadena al cuello. Lisa, la madre, en la otra punta de la explanada, detrás de dos muros de chasis, ladraba a todos los coches que pasaban por la puerta.

La dieta del cachorro pasó de las latas de carne de ciervo a la cocina china. Rollitos de primavera, pollo con bambú y cerdo agridulce, lo que sobraba del China Garden, un fétido restaurante que había enfrente.

En el desguace trabajaba Christian, el hijo del señor Oddo. Quizá trabajar no es la palabra, porque se pasaba todo el rato delante del ordenador viendo vídeos porno, dentro de un contenedor transformado en oficina. Era un jovencito enjuto y nervioso, con la cabeza llena de pelo y una barbilla afilada que resaltaba con una perilla caprina. Tenía otro trabajo: vendía pastillas caducadas en la puerta de los institutos. Su sueño era hacerse rapero. Le gustaba cómo vestían, cómo gesticulaban, las mujeres que tenían y sus perros asesinos. Aunque no era fácil cantar rap sin pronunciar bien la erre, como le pasaba a él.

Observando a Pánfilo a través de unas gafas de sol tan grandes que parecían pantallas de televisión, comprendió que aquel perro, que crecía rápido y robusto, tenía mucho potencial.

Una noche, estando en el coche delante de un centro comercial, le confesó a Samuel, su mejor amigo, que tenía pensado convertir a Pánfilo «en una maldita máquina de matar».

—Claro que ese nombre, Pánfilo… —A Samuel, que estudiaba para modisto, no le parecía nombre para una máquina de matar.

—¿Y cómo lo llamo?

—No lo sé… Bob —propuso el amigo.

—¿Bob? ¡Vaya nombre! Mejor Manson.

—¿Como Marilyn?

—¡Qué coño! ¡Como Charles Manson, el mayor asesino de todos los tiempos!

Christian esperaba que un inmigrante o algún gitano entrara de noche a robar en el desguace y se encontrara con Manson.

—¿Te imaginas al negro que intenta escapar saltando la valla con las tripas colgando y a Manson mordiéndole en el culo? —decía riendo y dándole fuertes palmadas a Samuel.

Para hacer al animal más malvado, Christian consultó sitios de perros de combate en internet. Se compró un táser, uno de esos artefactos que disparan descargas eléctricas a alta tensión que lo dejan a uno atontado, y con eso y con un bastón recubierto de gomaespuma empezó a entrenar al perro para convertirlo en una máquina de matar. No contento con eso, en invierno le echaba cubos de agua helada para que fuera más resistente a los agentes atmosféricos.

En menos de un año, Manson se volvió tan agresivo que, para alimentarlo, tenían que echarle la comida desde lejos y llenarle el cuenco del agua con la manguera. Tan excelente trabajo habían hecho que por la noche ni siquiera podían soltarlo, porque se arriesgaban a perder una mano.

Como les ocurre a miles de perros, el destino de Manson parecía ser pasarse la vida encadenado.

El virus lo cambió todo.

En unos meses, la epidemia se llevó por delante a la familia Oddo, y el perro quedó solo y atado. Resistió bebiendo el agua de lluvia que se acumulaba en la carrocería de los automóviles y lamiendo sobras secas de comida. De cuando en cuando pasaba alguien por la carretera, pero nadie se paraba a echarle de comer y él aullaba desesperado, levantando el hocico hacia el cielo. Al principio su madre le contestaba, pero luego calló, y también Manson, consumido por el ayuno, perdió la voz. A la nariz le llegaba el olor de los cadáveres de las fosas comunes de Trapani.

Un día el instinto le dijo que sus amos no volverían a llevarle nada y que allí moriría.

La cadena que llevaba al cuello, de unos diez metros de largo, estaba atada a una estaca clavada en el suelo. Empezó a tirar, haciendo fuerza con las patas traseras y sosteniéndose con las delanteras. Como había adelgazado, el collar le quedaba ancho y al final pudo escurrir la cabeza.

Estaba muy mal. Iba cubierto de llagas, las pulgas lo habían desangrado y le costaba caminar. Pasó junto al cuerpo de su madre, lo olió un momento y, con andar vacilante, salió por la puerta.

No conocía el mundo y no se preguntó por qué algunos seres humanos se habían convertido en comida y otros, más pequeños, seguían vivos, pero cuando se cruzaban con él salían corriendo.

Pronto recobró las fuerzas. Se alimentaba de basura, entraba en las casas arramblando con todo lo que encontraba y muchas veces hasta espantaba a los cuervos que devoraban los cadáveres. Callejeando, se encontró con una manada de perros y se unió a ella.

Encontraron una oveja muerta, y cuando se lanzó sobre ella, los demás perros le gruñeron enseñando los dientes. Descubrió así que en el grupo había una jerarquía, que no debía acercarse a las hembras en celo y que tenía que esperar su turno para comer.

Un día, en un campo abandonado que había detrás de una tienda de neumáticos, le salió al paso una liebre.

La liebre es una presa difícil de atrapar. Es veloz y cambia de dirección bruscamente, con lo que desestabiliza al perseguidor. Sólo tiene una limitación: se cansa pronto. El cuerpo de Manson, en cambio, era una masa de músculos resistentes. Tras una carrera agotadora la alcanzó, la sacudió hasta partirle la columna vertebral y empezó a devorarla.

Un perdiguero desgarbado, otro animal del montón apenas más importante que él, con las orejas colgando y una trufa enorme en la punta del morro, se le acercó. Manson, agachando el rabo, se retiró, pero cuando el otro empezó a comer se abalanzó sobre él y de un mordisco le arrancó una oreja. El pobre, sorprendido y aterrado, se volvió chorreando sangre y hundió los dientes en el pelaje espeso del perro pastor. Manson dio un brinco hacia atrás y otro hacia delante, se le arrojó a la garganta y de un solo bocado le arrancó la yugular, la tráquea y el esófago. El perdiguero quedó retorciéndose en medio de un charco de sangre.

Los combates entre perros y entre lobos casi nunca son letales, sólo sirven para establecer la jerarquía en la manada y distinguir a los líderes, pero Manson era un luchador que no respetaba las reglas y no paraba hasta que el adversario yacía sin vida. Christian Oddo había tenido vista. Aquel animal era una máquina de matar, y los sufrimientos y torturas que había padecido lo habían hecho insensible a las heridas e implacable con los vencidos.

La sangre lo excitaba, le daba energía, le ganaba el respeto de los demás perros y el favor de las perras en celo. Aquel mundo le gustaba, no había cadenas, no había seres humanos crueles y bastaba con usar los colmillos para hacerse respetar. En pocas semanas, y sin necesidad de batirse con el líder, que se echó al suelo y se despatarró, se convirtió en el perro alfa, el que comía primero y preñaba a las hembras.

Tres años después, cuando la explosión de un depósito de metano sorprendió a la manada rodeando a un caballo en el aparcamiento del centro comercial Los Girasoles, seguía conservando su rango. Qué hacía un caballo en aquel aparcamiento era un misterio que a nadie interesaba. El animal, flaco y lleno de llagas, tenía una pezuña atrapada en un carro de la compra y permanecía inmóvil, en medio de una nube de moscas, junto a las cajas de autoservicio. La cabeza morena le colgaba entre las patas. Se hallaba en ese estado de resignación tranquila que invade a veces a los herbívoros cuando sienten que no tienen escapatoria y sólo les queda esperar la muerte. Los perros estrechaban el cerco sin prisa, casi sin ganas, sabedores de que tarde o temprano tendrían carne fresca.

Manson, para remarcar su estatus, fue el primero que se acercó al rocín. Éste, al notar el mordisco en el jarrete, dio unas coces, aunque débiles. En ese momento, el frente del incendio, avivado por el viento, envolvió la escena en una nube de humo acre e incandescente. Rodeados de llamas, y asustados por las explosiones de los surtidores de gasolina, los perros se refugiaron en el interior de una tienda de electrónica. Allí permanecieron días, medio asfixiados, envueltos en una masa ígnea, y cuando todo ardió y salieron, el mundo era una extensión de ceniza en la que no había ni comida ni agua.

Anna se echó el pelo hacia atrás.

El perro pastor avanzó un poco y se detuvo, con la oreja tiesa y los ojos fijos en la presa.

La chiquilla miró la valla de la autopista. Demasiado alta. No quería volver al coche, la dejaría morir dentro.

Abrió los brazos.

—¡Ven! ¿A qué esperas?

El animal parecía indeciso.

—¡Va, corre! —Empezó a saltar—. Acabemos de una vez.

El perro se sentó. Pasó un cuervo graznando.

—¿Qué? ¿Tienes miedo?

El animal echó a correr.

Anna corrió al coche tan deprisa que se golpeó la cadera en un lateral. Con un quejido entró en el automóvil y cerró la portezuela.

El coche, con un ruido sordo, dio una sacudida.

Anna cogió el cinturón de seguridad, lo pasó por la manivela y lo ató a los radios del volante. Por el cristal opaco veía la silueta oscura del animal abalanzándose sobre la ventanilla.

Se metió en el maletero y se hizo un ovillo, pero el perro se lanzó sobre ella junto con la maleta que había encajado en la luna. Lo rechazó escudándose con la maleta y, en su pánico, buscó algo con lo que defenderse. Debajo del asiento había un paraguas. Lo empuñó con ambas manos y lo esgrimió como si fuera una lanza.

Dando un gruñido, el perro arremetió contra ella.

Anna le clavó la contera en el cuello y un chorro de sangre le salpicó en la cara.

El animal gimió, pero no retrocedió. Pasó por encima del asiento, rozando con el lomo sucio el techo del coche.

—¡Soy más fuerte que tú! —La chiquilla le clavó el paraguas en el costado, haciéndole un agujero rojo. Cuando quiso sacarlo, se quedó con el mango en la mano.

El monstruo, con el asta clavada en las costillas, se abalanzó sobre ella. Los dientes se cerraron con un

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