Anna

Anna


Primera parte. La Finca de la Morera » 3

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Anna no sabía si Mario era un buen chaval o no. Nada más salir de la tienda había enmudecido y a los dos kilómetros había empezado a reducir la marcha. Podía ser la Roja, pero sospechaba que era una persona perezosa. A aquel paso llegarían a casa de noche.

—¿Quieres que cambiemos y llevo yo la carretilla?

Michelini hizo señas de que no.

—¿Va cargada la escopeta?

—Tengo cuatro cartuchos.

Era difícil encontrar cartuchos. Los había gastado todos los primeros meses de la epidemia, durante los saqueos y las insurrecciones.

Tomaron un caminito flanqueado por muros de piedra.

El gemelo se detuvo a recobrar el aliento.

—Se me hace raro estar sin Paolo. —Se quedó mirando a Anna—. ¿Te ha salido ya pelo?

—Sí.

—A ver.

Anna se desabotonó los pantalones y se los bajó hasta las rodillas.

Michelini, sin soltar la carretilla, se agachó a mirar la hilera de pelillos negros.

—¿Y las tetas?

Anna se levantó la camiseta. En el pecho se elevaban dos montecillos coronados por los conos rosa de los pezones.

Siguieron caminando. Anna rabiaba, pero no tenía más remedio que ir al paso de aquel caracol. Para distraerse le propuso un juego.

El gemelo sudaba a chorros.

—¿Qué juego?

—Piensa en un animal.

—Vale. La morsa.

—No tienes que decírmelo, sólo pensarlo. Yo te hago preguntas hasta que lo descubro. ¿Está claro?

—Está claro.

—A ver, ¿vuela, camina o nada?

Michelini esbozó una sonrisa astuta.

—Vuela, camina y nada.

—¿Qué clase de animal es ése?

—La oca.

—No tienes que decírmelo enseguida.

—Has preguntado qué animal era.

—Estaba pensando. Venga, otra vez.

—Vale. El conejo.

—Mira, mejor lo dejamos.

Pasaron junto a un cartel en el que se veía un anuncio de un coche con un hombre con chaqueta y corbata que decía: «Elige hoy tu futuro».

Por un campo de olivos quemados iban nueve figuras menudas como espectros. En cabeza marchaban dos más altos, un chico gordo y una chica esquelética pintados de blanco. Los demás tenían la edad de Astor, iban desnudos y pintados de azul, y el pelo les caía por la espalda formando una maraña llena de nudos. Algunos empuñaban un bastón.

Anna y Michelini los observaban detrás de una estacada. El gemelo se rascó la barbilla.

—¿Qué hacemos?

—Habla bajito —le susurró Anna—. Si nos descubren nos lo quitarán todo.

No lejos, al otro lado de la calle, había un edificio con un sótano garaje en el que se veía un letrero: «Taller mecánico Pieri».

Anna cogió la carretilla y echó a andar agachada, escondiéndose tras la valla.

—Agáchate y sígueme sin hacer ruido.

Pero, a los pocos metros, una detonación sonó a sus espaldas.

Michelini estaba en medio de la calle. Del cañón de la escopeta salía una nubecilla de humo blanco.

La chica abrió la boca.

—¿Qué has hecho?

—Así nos dejarán en paz.

—Idiota.

Anna siguió adelante, pero la carretilla iba dando bandazos. La soltó y corrió hacia el edificio ya sin mirar atrás. Bajó la rampa de cemento y se encontró ante tres persianas bajadas. La de la izquierda estaba levantada unos veinte centímetros. Hojas y tierra que la lluvia había arrastrado se acumulaban en el canal de desagüe. Excavando como un perro, Anna hizo un hueco, se quitó la mochila y, conteniendo la respiración para abultar menos, se deslizó por debajo. Las piernas pasaban, el tronco también, la cabeza no. Apretó la mejilla contra el suelo y se encontró al otro lado con la cara arañada por ambos lados. Alargó la mano y recuperó la mochila.

El taller estaba sumido en la oscuridad. Quiso bajar la persiana, pero no se movía. Tentando al frente, avanzó por el recinto. Chocó con la rodilla contra un automóvil y con el tobillo contra unos estantes llenos de cosas metálicas que cayeron al suelo con estrépito. Aguantó el dolor y palpó los estantes, la pared áspera. Encontró una puerta y la abrió. Al otro lado estaba más oscuro, si cabe. Siguió avanzando a cuatro patas hasta que, con una mano, tocó el borde de un escalón.

Fuera se oyeron disparos.

Se sentó abrazándose las rodillas y rogó que no la hubieran visto.

El primer disparo había hecho que el grupo se volviera.

En medio de la calle había un gordo con una escopeta y una figura con una carretilla corría agachada hacia un edificio.

La chica más alta había pitado con un silbato y se los había señalado a los niños de azul. Éstos habían cogido piedras y, gritando, había cargado.

Michelini, cogiendo la escopeta como si fuera de cañones recortados, había disparado contra el grupo los tres cartuchos que le quedaban. Con el último había abatido a uno, que se había desplomado en medio de una nube de ceniza. «Sí.» Había arrojado la escopeta y había echado a correr hacia el edificio, pero la enfermedad y los kilos de sobrepeso lo ahogaban. Se volvió para ver dónde estaban sus perseguidores y una piedra lo alcanzó en la cabeza. Dio un grito y, mientras se llevaba la mano a la sien, tropezó. Dio tres pasos forzados agitando los brazos para recobrar el equilibrio, pero, como un buldózer, arrolló la valla de la calle y cayó en un campo con los brazos abiertos. Ya no intentó levantarse. Apretó la hierba con los puños, hundió la cara en la tierra tibia y pensó en su hermano.

Los gritos de los niños resonaban en el garaje.

Anna subió la última rampa y se topó con una puerta cerrada. La abrió y se encontró en el vestíbulo del edificio. La luz atravesaba los cristales esmerilados de la entrada. A un lado, los buzones cubiertos de polvo, junto a un papel amarillento en el que se anunciaba la fecha de una reunión de vecinos y otro en el que se prohibía dejar sin vigilancia bicicletas y cochecitos.

Intentó abrir la puerta, pero estaba bloqueada. Sin saber qué hacer, se lanzó escaleras arriba. Los apartamentos del primer piso estaban cerrados. Al igual que los del segundo. También los del último estaban atrancados.

Estaban en el vestíbulo.

Abrió la ventana del rellano. Abajo se veía la rampa de cemento del taller y unos cincuenta metros más allá el cuerpo de Michelini. A la izquierda, a un metro de distancia, sobresalía un balcón.

Subían por la escalera.

Se subió a la repisa, miró atrás, se impulsó con las piernas y saltó. Voló con los brazos por delante y chocó con el pecho contra la barandilla, pero consiguió agarrarse a los barrotes. Puso un pie en el borde del balcón y lo brincó.

Avanzó, casi sin aliento, por el balcón, que recorría la fachada formando una L. Detrás de la esquina había aparatos de aire acondicionado, una caldera y una puerta-ventana entornada. Entró por ella, cerró la manivela y se sentó en el suelo, jadeando y con la vista clavada en un lavaplatos y en un cubo de basura cromado.

Estaban en el rellano. Golpeaban la puerta.

Anna se levantó, rebuscó en los cajones de la cocina hasta que encontró un largo cuchillo de sierra. Empuñándolo, se escondió en una esquina, preparada.

—Venid y os mato. Os mato a todos.

Pero oyó que bajaban las escaleras y al poco se hizo el silencio.

Se acuclilló contra el frigorífico sin soltar el cuchillo mientras la adrenalina se agotaba en las venas. Tenía que cerciorarse de que se habían ido. Abrió la puerta ventana y se arrastró de codos hasta la barandilla.

Caminaban por la calle en sombra, en fila india, hacia el crepúsculo. La chica pintada de blanco, con la gorra de Michelini puesta, llevaba la carretilla.

Entró y se dejó caer en el suelo, rendida, abrazada a la mochila.

Decidió pasar la noche allí.

Comprobó que la puerta de entrada se abriera por dentro.

El piso estaba en buenas condiciones. Aparte de hormigas y cucarachas, no había entrado nadie. Le gustaba, estaba ordenado. En un despacho lleno de libros, colgaba un diploma enmarcado en el que decía que Gabriele Mezzopane era licenciado en medicina general por la Universidad de Messina.

El médico estaba en el salón, delante del televisor, en un gran sillón de terciopelo beige que tenía el respaldo echado hacia delante. Seguía sentado en el cojín, pero el tronco yacía sobre una mesita baja y la frente descansaba en el cristal. Se había conservado bien. La piel, que seguía pegada al cráneo, parecía cartón mojado que se hubiera secado al sol. El cabello amarillo y seco como estropajo formaba una corona en torno al cráneo escamoso. Las patillas doradas de las gafas descansaban sobre unas orejas apergaminadas. Llevaba una bata de rayas apolillada, pijama y un par de pantuflas de fieltro. Junto al brazo del sofá había un bastón de paseo, y del brazo del sofá salía un cable eléctrico que iba a un mando gris con botones rojos que el cadáver tenía en una mano agarrotada. En la mesa, junto a la cabeza, había un papel plastificado con números y nombres, y un teléfono de teclas grandes.

Entró en el baño. Una bandada de murciélagos salió como un remolino por el ventanuco, dejando el suelo cubierto de excrementos que parecían granos de arroz negro.

En el cuarto de las escobas encontró una lámpara de gas de acampada. Antes de encenderla se aseguró de que las persianas estuvieran bajadas. En los armarios de la cocina quedaban bolsitas de té y paquetes de pasta lleno de palomillas. En el frigorífico, junto a una papilla negruzca que había goteado de estante en estante, había un frasco de salsa.

«Goveđi Gulaš», decía la etiqueta. Lo abrió. Había una capa de moho verde de un dedo de grueso. La quitó y se acercó el frasco a la nariz. No estaba segura de que aquello fuera todavía comestible, pero se lo comió. La carne no sabía a nada, pero le aplacó un poco el hambre.

En un estante, junto a unos botes de café, encontró una botella de grapa Nonino. Se la llevó al dormitorio, dejó la lámpara en la mesita, se descalzó y se recostó sobre dos cojines. Dio un par de tragos de grapa que le bajaron calientes y secos por la garganta.

Pasó la mano por las sábanas bien lisas. «Como un pachá.»

Cuando los sábados por la noche su padre volvía de Palermo, siempre traía tarta y croquetas de patata y de arroz de la pastelería Mastrangelo. La llamaban la cena salvaje, y había que comer con las manos directamente de la bandeja de papel, sentados en torno a la mesita baja. Luego su padre la acostaba y le remetía bien las sábanas.

—¡Más, más, tira fuerte!

—¡Que te vas a ahogar!

—Fuerte, fuerte. Que no pueda moverme.

Y su padre metía más las sábanas bajo el colchón.

—¿Así? —Le daba un beso—. Ahora sí que estás como un pachá. Vamos, duérmete.

Y apagaba la luz dejando la puerta entornada.

La llama de la lámpara ardía produciendo un silbido y la luz blanca reverberaba en un marco de plata que había en la mesita. Lo cogió y lo observó.

En la foto, el doctor Mezzopane vestía un traje elegante con corbata de lunares y tenía de la mano a una mujer con un sombrero de paja.

Dejó la foto en su sitio y empezó a girar sobre sí misma con los ojos cerrados, dándose contra las paredes y frotando los pies en la moqueta hasta que le quemaron.

Abrió el armario empotrado. En un batiente había un espejo.

El alcohol le había puesto una sonrisa boba en los labios. Se quitó la camiseta y examinó la ropa colgada. Mucha era de mujer, seguramente de la del sombrero de paja. Fue sacando prendas y echándolas a una silla. No le gustaban, eran de vieja. Pero había un vestido lila corto que dejaba al descubierto la espalda, aunque le quedaba como un saco. Se probó una camiseta roja elástica y una falda azul que le llegaba a los tobillos. En un estante bajo había zapatos colocados en orden. Se puso unos de raso negro y tacón alto con brillantina en la punta. Se miró dando una vuelta. A aquella luz tenue apenas se veía, pero no se encontró nada mal.

Perfecta para una fiesta.

Se dejó caer en la cama. Un recuerdo le estalló en la mente como una pompa de jabón.

«¡Qué vanidosa eres, Anna!»

Era pequeña, estaba delante del espejo con los brazos tiesos y las piernas abiertas. Llevaba un vestido de florecitas rosas que le había regalado su abuela. Una diadema de terciopelo le sujetaba el pelo corto. Su madre estaba sentada en la cama junto a la ropa planchada y movía la cabeza sonriendo.

Llegó a sentir el olor de la plancha al rojo puesta sobre la tabla y el aroma dulzón del pulverizador. Se levantó, cogió la lámpara y, con los ojos medio cerrados y haciendo eses, fue al despacho. Entre los libros que había en la mesa había un grueso tomo verde, un diccionario de italiano. Estaba tan borracha que le costaba descifrar las palabras escritas con letra pequeña.

Tardó una eternidad, pero al final halló lo que buscaba. Más que leerlo, lo balbuceó en voz alta: «Vanidoso. Afectado de vanidad. Dícese de la persona que, por sus cualidades físicas e intelectuales, cree tener derecho a la admiración de los demás y lo muestra en su actitud y palabras.»

—Es verdad, soy vanidosa.

Volvió al dormitorio, se desnudó y se metió en la cama. Giró la ruedecilla de la lámpara, que se atenuó y con un bufido se apagó.

Clang. Clang. Clang.

¿Qué era? ¿La puerta de una verja? ¿Una persiana movida por el viento?

El corazón de Anna palpitaba al compás con un ruido tan ensordecedor que temblaban hasta la cama y el suelo.

Clang. Clang. Clang.

Eran golpes rítmicos y mecánicos.

Los niños de azul. Intentan entrar.

Se incorporó, saltó de la cama y se acercó a la puerta del dormitorio, que se estremecía. Después de unos momentos de vacilación, giró la manivela y abrió un poco.

Una claridad azulada teñía la pared de enfrente y el suelo. El ruido era tan fuerte que no la dejaba pensar.

Tenía las piernas rígidas del miedo. Al dirigirse al salón la deslumbraron unos fogonazos de luz que iluminaban el techo y centelleaban en el cristal de una vitrina llena de copas y medallas, en los cuadros de las paredes y en la caja dorada del barómetro. En medio del ruido se distinguía una voz.

Se apoyó en la pared, no podía seguir. Tenía la impresión de estar cubierta de hormigas.

La voz venía de la televisión.

«Unos ríen, otros lloran. Hay muchos tendidos en el suelo o que intentan subir al barco trepando por los flancos», decía el hombre.

Anna se hallaba en mitad del salón. Las luces de la lámpara del techo y la pantalla de la lámpara de pie parpadeaban, y los ceros rojos de un reloj se encendían y apagaban como si fueran los ojos de un depredador acechando en las tinieblas. En la pantalla se veía una imagen en blanco y negro. Miles de personas aglomeradas en el muelle de un puerto. Más allá se elevaban columnas de humo que envolvían las grúas y los contenedores.

Clang. Clang. Clang.

Frente al televisor, el sillón se abría y se cerraba rugiendo y vibrando como si fueran las fauces de un monstruo mecánico. El cadáver reseco del doctor Mezzopane iba y venía sobre la mesa y la cabeza ladeada se deslizaba por el cristal, arrastrando la mandíbula y mirando a Anna con unos ojos saltones y blancos como huevos duros.

Anna empezó a gritar, abrió desorbitadamente los ojos y aspiró una bocanada del aire caliente y con olor a rancio de la casa.

El sol se filtraba por las persianas salpicando las paredes, la moqueta y la cama de puntitos luminosos. Los gorriones cantaban.

Se dio cuenta de que estaba sudando. Tenía la impresión de que la hubieran sacado de un montón de arena húmeda y caliente. Poco a poco empezó a expandir el pecho y a respirar más libremente.

No era la primera vez que soñaba que la electricidad volvía de golpe. Era una pesadilla que la horrorizaba, más incluso que cuando soñaba con que los Mayores volvían y querían comérsela.

Se levantó de la cama. Notaba en la boca el regusto pastoso de la grapa. En el trastero, detrás de la lavadora, encontró dos bidones de plástico llenos de agua insípida como la lluvia. Se puso sus pantalones cortos y una camiseta blanca en la que decía: «Paris, je t’aime», cogió la mochila y se fue.

El cadáver de Michelini estaba cerca de la calle, con la cabeza redonda hundida en las ortigas y las manos arañando la tierra. Llevaba la camiseta enrollada hasta los hombros y se le veía la espalda blanca cubierta de manchas. Le habían quitado las zapatillas.

Más allá, en medio del campo, entre los rastrojos, asomaba el cuerpecillo de un niño azul.

Se preguntó si no le convendría volver al supermercado por provisiones. No, debía llevarle la medicina a Astor, ya iría con calma en otra ocasión.

Se encaminó a casa.

Soplaba un vientecillo otoñal, pronto cambiaría el tiempo. Estaba contenta. Llevaba los antibióticos. Y con toda la comida que había en el supermercado de los Michelini tendrían al menos para un año. Y cuando volvieran las lluvias, también tendrían agua.

Ahora ya no tenía excusas, debía enseñarle a Astor a leer bien.

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