Anna

Anna


Segunda parte. El Gran Hotel de las Termas Elíseas » 5

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La uva que llevaba en la mochila se había aplastado, pero Anna se la comió, contemplando un cielo crepuscular que pasaba del naranja al gris perla y se transformaba, más arriba, en una noche estrellada.

En cuanto anocheció cesó el viento.

Seguía teniendo hambre y allí arriba se sentía un poco expuesta. Se puso la mochila de almohada, se volvió de costado y se metió las manos entre los muslos.

Pensó en lo que haría cuando llegara al hotel.

No lo pienses.

Empezó a mecerse y poco a poco los temores cedieron al cansancio.

El sol se elevó entre dos picos y proyectó sus rayos sobre las cimas peladas y los esmirriados pinares, inundando de luz una vertiente del valle.

Anna arrastraba los pies por el centro de la carretera y le costaba mantener los ojos abiertos. En el techo del autobús había dormido poco, había pasado frío y había tenido pesadillas. El perro seguía allí, detrás de ella, cabizbajo.

De pronto empezó a ladrar.

La chica se volvió.

Una nube de polvo se levantaba en la carretera a lo lejos y venía hacia ella.

Un coche.

Los ladridos del perro repercutían contra las rocas y se multiplicaban en un estruendo que no le dejaba oír nada.

—¡Cállate, cállate! —le gritó.

El animal, con el lomo erizado, enmudeció, la miró de reojo y echó a correr con el rabo tieso hacia la polvareda.

Ahora se veía, en medio de la nube dorada, algo más denso, una masa oscura, como si fuera un planeta rodeado de polvo cósmico.

Anna salió de la carretera y se escondió tras unas pitas que crecían desmedradas entre las piedras.

La masa oscura siguió acercándose y se dividió en dos formas alargadas que avanzaban paralelas.

Caballos.

El suelo empezó a vibrar. Entre la vegetación Anna vio pasar ocho cascos que batían el asfalto y las cuatro ruedas de un remolque con laterales de madera pintados de amarillo en el que se leía: «Granizados Assuntina». Un chico y dos chicas iban sentados en el pescante. El primero, flaco y menudo, llevaba unas cuerdas que usaba a modo de riendas. El remolque iba cargado con un montón de huesos amarillentos. El perro corría junto al carro, ladrando. Después de arremeter contra las ruedas, pasó a los caballos, que, sujetos por el yugo, relinchaban y coceaban. El perro, que no se dejaba intimidar, se les metía entre las patas como si quisiera despedazarlos, borrarlos de la faz de la tierra. Los equinos intentaban galopar, pero el carromato daba tumbos dejando tras de sí un rastro de huesos.

El cochero, en calzoncillos y camisa, gritaba tratando de contener a los caballos. Exasperado, soltó las riendas, cogió un bastón que llevaba a los pies y, con ayuda de las chicas, que lo sujetaron de la camisa, se echó hacia delante muy tieso, cual caballero de torneo medieval. Consiguió darle un estacazo en el lomo al perro, pero éste, lejos de aplacarse, se enfureció aún más y, echando baba por la boca, se arrojó contra las ancas de uno de los caballos. Recibió una coz en el costado que lo lanzó contra el carro volando por el aire como si fuera de paja. Un instante después desapareció bajo las ruedas.

Los tres chicos se felicitaron.

No saben con quién se las tienen, se dijo Anna volviendo a la carretera.

El perro apareció tras el remolque, se sacudió el polvo y echó a correr de nuevo en pos de sus enemigos, esquivando fémures y tibias que volaban por todas partes. Mordió en el anca al alazán de la derecha, que se encabritó y cayó, con un relincho ahogado, sobre el lomo del otro. Los dos animales se desplomaron en medio de una maraña de patas, colas y cuerdas. El carro se levantó sobre dos ruedas y volcó con gran estrépito de hierro y madera. Huesos y chicos salieron despedidos como si los hubiera lanzado un gigante caprichoso. Los caballos, libres del yugo, huyeron al galope y desaparecieron entre los montes, perseguidos por el perro.

El carro había volcado en medio de la carretera. Los tres chicos yacían en el polvo, sin moverse.

Anna se llevó las manos a la cabeza.

Ese perro está loco.

La misma rabia que lo había movido a seguirla a ella por la autopista lo lanzaba ahora contra los caballos. Lo vio volver al trote, con una sonrisa de oreja a oreja. Se sentó delante de ella, barriendo el suelo con el rabo.

Sin hacerle caso, Anna se acercó al cochero, que yacía boca abajo. Tenía la camisa hecha jirones y había perdido un zapato. Se había desollado los codos y las rodillas y se quejaba.

Anna se acuclilló a su lado, pero el chico la rechazó, enseñándole unos dientes negros.

—¡Déjame!

Parecía una rata, como esas grandes que había en Castellammare. Tenía la cara hecha de triángulos: pómulos, orejas salidas y barbilla puntiaguda. Mostraba todas las señales de la Roja: costras en labios y nariz, manchas rojas debajo de las axilas, moraduras en los brazos.

Anna sacó la botella de la mochila y se la ofreció.

—Sólo son unos arañazos. Toma, échales un poco de agua.

Pero el chico le dio una bofetada.

Anna se pasó la mano por la mejilla sin decir nada, apretó los puños y se alejó.

El chico cogió un fémur del suelo.

—¡Para! —La alcanzó y le cortó el paso sacando el pecho—. ¿Adónde te crees que vas? ¡Mira la que has armado! —exclamó, señalando el carro con el hueso. Tenía unos ojillos negros y brillantes y un moco amarillo le colgaba de la nariz.

Anna lo apartó.

—¿La que he armado? ¿Yo?

La rata tosió, escupió un gargajo amarillo y se le acercó. El aliento le olía a carne podrida.

—Tu chucho nos ha destrozado el carro y por poco nos mata.

Furioso, quiso golpearla con el hueso.

Anna le echó las manos al cuello y apretó con fuerza.

—Ya me has hartado. ¡Suelta ese hueso! Suéltalo ahora mismo.

El chico, tiñoso, abría y cerraba la boca y escupía saliva, pero no soltaba el hueso.

—¡Que te rompo el cuello! —gritó ella, y le pegó un pisotón en el dedo gordo del pie.

La rata dio un alarido y empezó a saltar con un pie.

—Yo no tengo nada que ver con ese perro —dijo Anna.

A todo esto, las dos chicas se habían levantado y la miraban. Una era alta y delgada, la otra baja y gorda. La alta llevaba un vestido largo de flores sin mangas, del que salían unos palitos rematados en sendas manazas. La gorda tenía unas piernas cortas y torneadas sobre las que descansaba un culazo ceñido por una minifalda lila. Tres michelines y un par de tetazas iban embutidas en una camiseta de rayas verdes y azules. Juntas, parecían dos personajes de dibujos animados.

—¿Y vosotras qué miráis? —preguntó Anna.

No le contestaron, pero cuchichearon.

La rata señaló al perro, que se había tendido al sol.

—Si no es tuyo, mátalo.

—¿Al perro? —Anna se echó a reír—. Mátalo tú. Yo lo intenté y no pude. Casi me destroza, allí en la autopista. Y si no me crees, allá tú.

El perro bostezó ruidosamente, enarcó la espalda y estiró las patas.

—Apuesto a que le ha dicho que atacara a los caballos. —La flaca se volvió hacia el chico—. Mi padre también tenía un perro, se llamaba Aníbal y odiaba a las ovejas.

La gordinflona miró al cielo.

—Fiammetta, por favor, no empieces otra vez con lo de Aníbal.

—El trabajo de días perdido. —La rata parecía abatida—. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Cómo le decimos al Oso que hemos perdido los huesos y encima los caballos?

—Se va a enfadar muchísimo, con el mal carácter que tiene… —dijo Fiammetta.

—Olvidémonos de los collares. —La gorda movió la cabeza—. Estamos apañados. —Y abrazó a su amiga.

La flaca prorrumpió en un llanto que parecía un balido.

—Había dicho que nos dejaría estar con él…

La rata se encogió de hombros.

—A mí sí me dará el collar… A vosotras dos no. A vosotras no os aguanta nadie.

Fiammetta no entendía.

—¿Por qué?

La gorda movió la cabeza.

—¿Sabes por qué? Porque él ya tiene su collar. Y no nos lo ha dicho.

—¿Es eso verdad, Katio?

—Sí, es verdad. —El chico esbozó una sonrisa maliciosa—. Me lo ha dado Angelica.

—¡Maldito seas! —La gorda se abalanzó sobre él, lo cogió del pelo y empezó a tirar.

—¡Déjame, hija de puta! —gritaba Katio, dándole patadas en los tobillos, pero la gorda no lo soltaba.

—Fiammetta, ayúdame.

—Ya voy, Chiara. —La flaca dio tres pasos con sus zancas y, como si fuera un murciélago, se agarró también al pelo de Katio. Los tres gritaban y se empujaban formando un extraño corro.

Anna estaba boquiabierta.

Una voz que sonó a sus espaldas interrumpió la pelea.

—Perdonad… —En medio de la carretera había un chico que llevaba a cuestas una enorme sandía—. Una pregunta… —Vestía un largo abrigo color beige que le arrastraba como una capa. Debajo del abrigo iba desnudo. Calzaba un par de zapatos de piel repujada con cordones que en su momento debieron de ser elegantes—. ¿Se va por aquí al hotel? —Parecía que le hubieran prensado el cráneo y las facciones se le hubieran desencajado. Los ojos no estaban alineados. Uno estaba más bajo y medio cerrado y lo tapaba el pómulo. Tenía la frente alta y granujienta y unos mechones de pelo rubio que parecía que se los hubieran pegado con cola.

Los tres niños habían dejado de pelear y lo observaban perplejos. La sandía debía de pesar como mínimo veinte kilos. Chiara fue la primera en reaccionar:

—¿Adónde vas con eso?

El de la sandía tardó unos segundos en contestar, como si buscara la mejor respuesta. Al fin, dejó el fruto en el suelo.

—Es un regalo para la Picciridduna. Dicen que si le llevas regalos especiales te cura. —Sacó un trapo del bolsillo del abrigo y empezó a sacarle brillo a la corteza estriada—. Ya falta poco.

—¿Y tu cara? —preguntó Fiammetta.

—Mi cara es así. —Se encogió de hombros—. Cuando nací mi padre me metió la cabeza en un cajón.

Katio se acercó al chico.

—¿Y la sandía? ¿De dónde la has sacado?

—No es una sandía, es un melón de agua. No los hay más grandes y dulces en todo el mundo. —Se dio unos golpes en el pecho, orgulloso—. Lo he criado yo. Le he echado estiércol.

Fiammetta lo examinó alargando su cuello de buitre.

—Es enorme…

—¿Vosotros también vais? Podemos ir juntos.

La rata pasó los dedos por el fruto, como si quisiera asegurarse de que no era de plástico.

—¿Podemos probarlo?

—No, es para la Picciridduna.

—Va, sólo un poco.

—¡No! —El chico rodeó su tesoro con los brazos—. Tengo que llevarlo al hotel.

Katio le dio una palmada en la espalda demasiado fuerte para ser amistosa.

—¿Te crees que para salvarse basta un melón? Estás loco. —De repente se puso serio—. Pero si me dejas que me lo coma hablo con el Oso…

Anna tenía la impresión de ver cómo los pensamientos pasaban por la mente del pobre desgraciado del abrigo. Derechos, uno detrás de otro, como vagones de un tren lento y ruidoso. Algunos iban entre signos de interrogación. Y el pobre no sabía cómo pararlos. De hecho, preguntó:

—¿Y quién es el Oso?

Katio sonrió, enseñando los dientes estropeados.

—¿De veras no lo sabes? Rosario Barletta, alias el Oso, es el jefe del hotel. Es amigo mío. Es el que organiza la fiesta y manda en los niños de azul. Si nos das el melón le hablo de ti y podrás comer ceniza y salvarte. —Se besó los dedos índices—. Prometido.

El chico se sentó sobre el melón como si quisiera incubarlo.

—Entonces, ¿no quieres compartirlo con nosotros? —dijo Katio.

El pobre miró a Anna y a Fiammetta implorando ayuda con los ojos.

—Imagínate que está pasado. —La rata insistía—. Imagínate que Rosario lo abre y ve que está pasado. Seguro que te tira del tejado del hotel.

El chico tenía la voz cascada.

—No está pasado… —Luego, con una mueca de dolor, capituló—. Bueno, vale, tomad.

Katio levantó el puño como si hubiera marcado un gol.

Anna habló casi sin querer.

—Déjalo. ¿Quiere llevar su melón? Pues que lo lleve.

La rata le lanzó una mirada aviesa y luego, muy amable, se dirigió al chico.

—Perdona, ella tiene razón. —Señaló la carretera—. Pues adelante. —Y estallando en un grito de alegría hundió el talón en la sandía, que se abrió derramando pulpa roja y semillas negras sobre el asfalto.

El desgraciado de la sandía emitió un sollozo ahogado y se arrojó sobre los restos jugosos de su único bien. También Chiara y Fiammetta se arrojaron sobre ellos como dos endemoniadas, y empezaron a recoger trozos que se llevaban a la boca.

—¡Hijo de puta! —Anna se abalanzó sobre Katio, que observaba satisfecho cómo las otras se ponían las botas, y le soltó una bofetada en la oreja.

El chico se estremeció y los ojos se le salieron de las órbitas, como los de las ranitas de San Antón. Abrió la boca en un grito mudo, se frotó el pabellón de la oreja y, rompiendo a llorar, cayó de rodillas.

Sus amigas, ocupadas en atracarse de sandía, ni lo miraron. Anna apuntó al culo de Chiara y con la suela del zapato le dio un empujón. La gorda se dio de morros contra el asfalto. La flaca, con la cara embadurnada de jugo rojo, retrocedió de un salto como si fuera un ave zancuda y se alejó correteando.

—Va, no es nada. —Anna cogió al desdichado por la muñeca. Pero el chico no se movía. Sollozaba balanceando el cráneo deforme—. Como quieras. —Se volvió hacia el perro, que seguía tendido en el suelo. Intentó silbar, pero le salió una pedorreta floja.

El perro levantó la cabeza, la miró con desinterés y volvió a acostarse.

—¡A la mierda tú también!

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