Anna

Anna


Segunda parte. El Gran Hotel de las Termas Elíseas » 6

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Anna se acordó de cuando el autobús escolar amarillo la dejaba en la puerta del colegio y en medio de un tropel de compañeros entraba corriendo al patio. La diferencia era que estos niños iban desnudos y estaban flacos como lagartijas.

Los ojos de la chica pasaron de uno a otro buscando a Astor, pero desde donde estaba los veía a todos iguales. Se había imaginado que los tendrían atados como a esclavos de Egipto, pero no: estaban libres y hasta parecían contentos. Seis mayores los seguían como si fueran maestras, procurando mantenerlos en fila. Cogían a uno y escapaba otro. Por fin consiguieron llevarlos hasta una hilera de bidones.

Pietro se dio un puñetazo en la frente y señaló a una chica alta, medio desnuda y pintada de blanco.

—Aquélla es Angelica. —Al lado de ésta, un chico gordo, con los hombros caídos y las caderas anchas, cogía de un cubo puñados de polvo azul y se los echaba a los niños, que desaparecían en medio de una nube de color cobalto—. Y aquél es el Oso, Rosario.

Anna le cogió la muñeca.

—Yo conozco a esos dos, son los que mataron a Michelini.

Cuando terminó la operación de maquillaje, una chica coja trajo una caja de cartón y repartió a todos botellines de Coca-Cola.

Concluida la merienda, Angelica tocó un pito y los niños de azul se dividieron en grupos. Unos cogían tibias y las echaban a una bolsa que llevaban colgada al costado, otros trabajaban en los montones. Las operaciones se desarrollaban con rapidez, señal de que no era la primera vez que se hacían. Los de las bolsas se engancharon a unos ganchos que colgaban de la grúa y fueron izados a pulso por otros que tiraban de las cuerdas. Como monos, trepaban por el esqueleto, se balanceaban y pasaban de un sitio a otro, fijando los huesos a clavos con alambres. Los mayores, desde abajo, los dirigían gritando.

Anna se pegó a la ventanilla.

—Ahí está. Es él.

—¿Cuál?

—Aquél. —Señaló a un niño que había en lo alto de un montón de huesos—. Voy por él.

—Espera… Espera… —Pietro quiso cogerla, pero ella saltó del camión y echó a correr.

El niño estaba de espaldas. Sostenía una pelvis como si fuera un volante. Anna se abalanzó hacia él, entre cúbitos y vértebras que se desmoronaron bajo sus pies, alargó un brazo y pudo agarrarlo por el tobillo. El pequeño, dando un chillido, le cayó encima.

Anna se levantó y vio, bajo la pintura color cobalto, los ojos azules de su madre, la nariz de su padre, los dientes torcidos de Astor. Tenía las cejas afeitadas. Le sonrió.

—Astor.

Él la miró desconcertado, como si no la reconociera, pero luego, tragando saliva, balbució:

—Anna… Anna… —Y prorrumpió en un llanto incontenible.

Anna le tendió la mano.

—Vamos.

Su hermano movía la cabeza con la cara deformada por los sollozos.

—Astor, vamos.

El pequeño se limpió con el brazo el moco que le caía por los labios, pero no se movió.

—Vamos —repitió Anna.

Pero el niño dio tres pasos atrás, como un cangrejo, y cayó de espaldas en el montón de huesos.

—No. No quiero…

Anna trató de sonreír.

—Sí, vamos.

Se había imaginado todo tipo de cosas en el viaje, menos que su hermano no quisiera ir con ella. Aquello la pillaba desprevenida y no acertaba más que a forzar la sonrisa.

—Volvemos con las lagartijas melenudas.

Astor bajó los ojos.

—Tú eres mala. Me dijiste que estaban todos muertos. No hay monstruos, no existe el Afuera. —Rompió de nuevo a llorar.

A Anna empezaron a zumbarle los oídos. La cantera, los huesos, el monigote le daban vueltas como un tiovivo mal equilibrado. Un nudo le obstruía la tráquea. Ahogándose, dijo:

—Lo hice por ti, para que no vieras cosas feas. Vamos, por favor, vamos.

El niño, con la cara cubierta por una mezcla de pintura azul, lágrimas y mocos, tragó saliva y suspiró:

—No quiero. Aquí hay niños como yo.

Anna se abalanzó sobre él.

—¡Ya basta! —Lo cogió del brazo—. Soy tu hermana, ¿entiendes? Yo decido. —Y lo arrastró por el polvo—. ¡Obedece, jolines!

El viento le trajo un silbido agudo. Por el rabillo del ojo vio que los niños de azul se precipitaban hacia ella.

Astor se soltó de un tirón y gateando se encaramó de nuevo al montón de huesos.

Los de azul le tiraban del pelo y de la camiseta, la cogían de las piernas. Anna cayó al suelo dando puñetazos y patadas, pero apenas se soltaba uno, otro se agarraba. Con un esfuerzo ímprobo consiguió ponerse de rodillas y levantarse. Los niños colgaban de ella como si fueran un racimo. Dio un par de pasos intentando sacudírselos, pero ellos no la soltaban y con un gemido volvió a caer al suelo cual Cristo jadeante.

Sujetándola por tobillos y muñecas, la inmovilizaron en el suelo, y el sol, en el cenit, la cegaba.

Una silueta delgada, a contraluz, le preguntó con una vocecita débil:

—¿Qué quieres de Mandolino? Déjalo en paz.

—¿Mandolino? ¿De quién coño hablas? —Anna entornó los ojos y distinguió la sombra de Angelica. Iba completamente pintada de blanco y era tan esquelética que parecía salida de un ataúd. Un collar de huesos con un medallón que era un cráneo de ave colgaba entre sus pechos pequeños. Vestía un chaleco lila abierto y unos pantalones militares descosidos que le caían por los pies descalzos. Llevaba unas gafas de sol con montura de metal dorado, apoyadas en una nariz aguileña atravesada por una raya negra que proseguía por unos pómulos altos. El pelo le caía por los hombros formando tirabuzones estropajosos. Se acercó a Astor, que, acurrucado encima de los huesos, miraba a lo lejos con el pulgar en la boca, y le acarició la cabeza como si fuera un perro.

—Hablo de él.

Anna quiso levantarse, pero enseguida la sujetaron todas aquellas manitas.

—No se llama Mandolino. Se llama Astor. Y es mi hermano.

—¿Cuántos años tienes?

Anna volvió la cara y vio al Oso. La cabeza, cúbica, descansaba en un cuello corto. La cara, pintada de blanco, era plana como la palma de la mano y la frente estaba salpicada por una constelación de habones. Una barbita cubierta de polvo azul se unía al cabello rizado por medio de unas patillas revueltas. Llevaba una camiseta hecha jirones en la que decía: «Voy al máximo, voy a México». Unas bermudas a cuadros verdes y negros, atados con un cordel, dejaban al descubierto unos gemelos gruesos como panes.

Anna le escupió a los pies.

Angelica se acuclilló a su lado con un cigarrillo en los labios y la observó. Dio una calada, le echó una bocanada de humo a la cara y le metió la mano por los pantalones cortos.

La chica dio un grito y forcejeó con los niños de azul.

—Déjame, gilipollas.

La otra le cogió los pelos del pubis y tiró. Se quedó con un mechón en la mano y lo observó con atención.

—Trece, puede que catorce.

Anna gruñó:

—Vosotros os pintáis de blanco para que no se os vea la Roja.

Se ganó una bofetada. Torció la boca y contuvo el llanto.

—Dejadla —ordenó Rosario, pero los niños no se movieron, lo miraban sin entender—. He dicho que la dejéis. —Empujó a uno con el pie y sólo entonces los demás soltaron a Anna.

El Oso se rascó la barba.

—¿Y dices que es tu hermano?

Anna se puso en pie.

—Sí.

—Aquí no importa si eres hermano, primo o amigo. —Señaló a los niños con un gesto del brazo—. Ellos pertenecen a la Picciridduna, incluido Mandolino.

Anna inspiró por la nariz.

—No lo llames Mandolino. Se llama Astor.

—¡Tú! ¿Cómo te llamas? —preguntó el Oso a Astor.

El niño murmuró algo incomprensible.

El Oso se llevó la mano a la oreja.

—No he oído. ¿Cómo te llamas?

Astor miró a su hermana, dudó y contestó:

—Mandolino.

En los últimos cuatro años de su vida, Anna había sufrido y superado dolores inmensos, fulminantes como la explosión de un depósito de metano, y que aún guardaba en su corazón. Tras la muerte de su madre, había sentido una soledad tan grande y opresiva que se había quedado como tonta durante meses, pero ni una sola vez, ni siquiera por un momento, se le había pasado por la cabeza acabar de una vez con todo, porque notaba que la vida es más fuerte que todas las cosas. La vida no nos pertenece, nos atraviesa. Su vida era la misma que impulsa a una cucaracha a moverse con dos patas cuando la han aplastado, la misma que hace huir a una serpiente de los golpes de la azada, con las tripas fuera. Anna, en su inconsciencia, intuía que todos los seres de este planeta, desde los caracoles hasta las golondrinas, pasando por los humanos, tienen el deber de vivir. Es nuestro cometido, es lo que han escrito en nuestra carne. Hay que seguir adelante, sin mirar atrás, porque nos impregna una energía que no podemos controlar, y aunque estemos desesperados, mutilados, ciegos, seguimos alimentándonos, durmiendo, nadando para que no nos engulla el remolino. Sin embargo, en aquella cantera, esta certeza vaciló. Aquel «Mandolino» pronunciado en voz baja le abrió nuevos y claros horizontes de dolor. Tuvo la sensación de que el corazón se le secaba en el pecho como una flor en un horno, y de que la sangre que corría por sus venas se convertía en polvo.

El Oso sonrió satisfecho. Angelica, toda torcida, sonrió. Los niños, como monos amaestrados, empezaron a reír, imitando a sus amos.

Anna agachó la cabeza y se fue.

ASTOR CONTRA LOS MONSTRUOS DE HUMO

Tres días antes, Astor aún era el rey de la Finca de la Morera. Un rey con unas décimas de fiebre y aftas en el paladar, pero lo bastante sano para jugar. Durante la noche la temperatura le había bajado y con las primeras luces del alba se había despertado en medio de una pelota de sábanas sudadas.

Por la ventana entraba una brisa fresca que era agradable sentir en el cuello y en los hombros después de haber pasado tanto calor.

Se restregó los ojos, bostezó y con paso vacilante salió al balcón. El sol estaba en el bosque, que exhalaba la última bocanada de aire fresco antes de hundirse en el bochorno, y sobre las copas de los árboles el cielo era claro, casi blanco, aunque más arriba, donde conservaba vestigios de la noche, se oscurecía.

Aquel verano caluroso e infinito, Astor había descubierto que ése era su momento preferido y le gustaba disfrutarlo en paz. También era el momento preferido de las aves, que cantaban a porfía. Participaban gorriones, pájaros carpinteros, petirrojos, estorninos y cornejas estridentes. Las que habían pasado la noche en vela, búhos y lechuzas, preferían dormir en sus nidos o, como Peppe 1 y Peppe 2, una pareja de mochuelos, entre las vigas del desván.

Astor se cogió de un barrote de la barandilla e hizo pis, apuntando con el chorro a una lata de aceite que había entre las hierbas.

Su madre había escrito en el cuaderno que las necesidades había que hacerlas en el bosque, lejos de casa, y si cagaban, antes tenían que hacer un hoyo con la pala y luego taparlo. Pero su hermana no estaba y había cosas, como mear desde el balcón, por ejemplo, que se podía permitir. Cagar no, nunca había cagado desde allí. Primero, porque el culo no le cabía por la barandilla, y segundo porque le daba un poco de asco.

Bajó y encontró en una caja la comida que le había dejado Anna. Devoró un bote de lentejas y soltó un eructo satisfecho. Cogió del suelo un teléfono móvil y se lo llevó al oído.

—¡Anna! ¡Anna! ¿Dónde estás? ¿Cuándo vuelves?

—Mato a un monstruo y voy —se contestó con una vocecita nasal que quería parecerse a la de su hermana—. He encontrado chocolate, ¿quieres?

—Claro. Y patatas. —Luego llamó a las lagartijas melenudas—. ¡Hola! ¡Estoy despierto! Nos vemos en el bosque. Voy ahora mismo. —Soltó el teléfono y volvió arriba.

Entró en el baño, se subió a un taburete y se miró al espejo.

Siempre encontraba algo interesante en las narices cuando se metía el mango del cepillo de dientes, en las encías rosas que se volvían blancas cuando se las apretaba, en las orejas que volvían a su sitio con un chasquido cuando se las doblaba. Se golpeaba la tripa como si fuera un tambor, se cogía la pilila y se retiraba la piel de la punta. Lo que salía, según la luz, era la cabeza húmeda de un renacuajo rosa, de una serpiente ciega o el huevo de un gorrión.

Aquella mañana su atención se concentró en las cejas. ¿Para qué diantres servían? ¿Por qué tenía aquellos dos bosquecillos iguales que el desierto de la frente separaba del gran bosque del pelo?

Abrió el armario de fórmica blanca, cogió una cuchilla Bic que había entre los frascos y se las afeitó.

—Mejor así.

Ahora, en lugar de cejas, tenía dos manchas más claras y parecía una lagartija.

En una cajita de aspirinas tenía una llave secreta. Su hermana no lo sabía, pero había encontrado una que abría la puerta de la habitación de mamá. La giró en la cerradura y abrió la puerta. Estaba oscuro. Descorrió una cortina y en la pared se proyectó una franja de luz.

El secreto para que no lo descubriera era ponerlo todo en su sitio con cuidado de no quitar el polvo. Eso sí, el esqueleto de su madre nunca lo había tocado. Todas las joyas que lo decoraban las había puesto Anna, él sólo la había aconsejado.

Cogió

El gran libro de los dinosaurios de la estantería. Se sentó en el suelo y empezó a repasarlo. Se lo sabía de memoria, pero siempre encontraba detalles nuevos: una garra extraña, una cola con espinas, el color de una pluma.

Su hermana le contaba que veía muchos dinosaurios como aquéllos en sus viajes al Afuera. Los monstruos de humo lo envenenaban a uno con su mal olor, pero estos animales podían comérselo entero. Él también veía algunos cuando se subía a uno de los últimos árboles del bosque. Su preferido era el heterodontosaurus, un animalillo poco más grande que un gato, de color lila, con el morro afilado y una larga cola puntiaguda. Por el dibujo no parecía malvado.

Con el dedo siguió los renglones escritos y, esforzándose, leyó en voz alta:

—El heterodontosaurus tenía tres tipos de dientes. Los delanteros, pequeños, servían para arrancar las hojas; los traseros, más planos, servían para masticar. Y los machos tenían dos dientes largos a ambos lados de la mandíbula. —En una esquina de la página, dentro de un recuadro amarillo, había una pregunta: «¿Y tú cuántas clases de dientes tienes?»

Se tocó los dientes y murmuró:

—Yo tengo los normales y los que me duelen.

Su mirada se posó en el armario. La puerta estaba entreabierta. Dentro colgaban los vestidos de mamá. Uno más largo que los demás era lila como el heterodontosaurus. Se acercó y se rascó el cuello. Si su hermana se enteraba de que había entrado en aquella habitación y había tocado la ropa le daría una buena. Tenía que estar muy atento.

Se subió a una silla y aspiró el olor que salía del interior del mueble. Se parecía al de los caramelos verdes que, cuando los masticas, hacen que te pique la nariz. Era el olor de su madre.

Se empinó y descolgó el vestido. Saltó al suelo y lo comparó con el dibujo. Igual.

Se lo puso y se miró al espejo. Perfecto. Los bajos eran la cola y el escote en forma de V le llegaba al ombligo. En el estante de abajo estaba el calzado.

Cogió un par de zapatos rojos, de tacón alto, con correa. Se los calzó. Eran incomodísimos, pero con aquel tacón largo y afilado podía matar serpientes.

Dio una vueltecita con los brazos en cruz, como si caminara en equilibrio por una viga. Luego se tapó la cara con el vestido.

—Grrr… Grrr… —gruñó, imitando a un heterodontosaurus—. Os voy a comer a todos…

Así, medio ciego, titubeante el paso con los tacones altos, cerró la puerta, dejó la llave en su sitio y bajó las escaleras. Atravesó el salón tropezándose y salió al porche. Movía los dedos como si fueran garras afiladas.

—Aquí estoy. Andaos con…

¿Qué era?

Por la tela elástica que le velaba la vista, le pareció advertir algo, un bulto negro que se movía a lo lejos.

—¡Anna! Has vuelto… Lo pongo todo en su sitio. —Se destapó la cara—. No lo he estropeado…

En medio del camino invadido por matas de boj había unas figuras humanas.

Astor cerró los ojos, los abrió, la mandíbula se le descolgó y los músculos de la cara se contrajeron con una mueca de terror.

Dos chicos mayores pintados de blanco, uno de los cuales llevaba una carretilla, y unos niños de azul venían hacia él.

El miedo hizo que su carne se condensara. Los cien mil millones de células que componían su cuerpo se apretaron unas con otras como polluelos en un nido. El estómago se encogió, los pulmones se comprimieron como bolsas de pan que se aprietan en el puño, el corazón dejó de latir y la vejiga se relajó.

Astor bajó la cabeza. Un líquido caliente le chorreaba piernas abajo. Había mojado el vestido de su madre.

Las figuras se acercaban.

Decidió cerrar los ojos y contar hasta seis. Contaba muy bien hasta seis.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis.

Los abrió.

Seguían acercándose. Los pequeños no es que fueran azules, es que parecían cubiertos de color y emitían sonidos extraños.

Fantasmas.

Fantasmas que, por razones que desconocía, habían entrado en el bosque mágico. Anna le había dicho que eran inofensivos, que estaban hechos de aire, de nada. Polvo de vidas pasadas. ¿Qué otra cosa podían ser? En el mundo sólo estaban él, su hermana y los animales del bosque. Por fuerza, pues, eran fantasmas. Decidió pasar de ellos y entrar en casa, pero se dio cuenta de que estaba paralizado. No podía mover nada, sólo contraer el ojo del culo. Un escalofrío le recorrió el cuero cabelludo. Los cabellos erizados vibraban como antenas.

Los dos fantasmas mayores, un chico y una chica, lo señalaban.

Me han visto.

Las piernas le flaquearon y, rígido como un maniquí y dejándose atrás los zapatos rojos, cayó de bruces y se golpeó la frente contra el cemento. Se quedó allí, junto a los escalones, con los brazos extendidos, como un fiel postrado ante su divinidad.

Pies sucios, uñas negras, zapatillas rotas, tobillos con arañazos pasaron a su lado y por encima de él, entre risas, empujones y gritos. Dos de los fantasmas, con las prisas de entrar en la casa, lo pisaron como si fuera una esterilla. Ninguno se fijó en él, ninguno le dijo nada.

¿Y si el fantasma soy yo?

Fue una iluminación que se apagó pronto, ahogada por el estruendo de la sangre en los tímpanos. Siguió sin moverse cuando oyó las voces retumbar en el salón y comprendió que los fantasmas hablaban como él.

—¡Mira cuántas cosas! —decía uno.

—Voy arriba —decía otro.

El secreto era dejarlos, no molestarlos, quedarse allí sin hacer nada. Como habían aparecido, desaparecerían. Pero cuanto más se repetía que no debía moverse, más deseaba verlos. En su ánimo luchaban el miedo y la curiosidad, y al final perdió el miedo.

Astor se puso en pie y con andar patoso, y sujetándose el vestido como si fuera una doncella decimonónica, se acercó a la puerta. La cabeza le oscilaba como si fuera la de un muñeco con cuello de muelle.

Los pequeños, los azules, le gustaban mucho, le recordaban a los ratones que, de noche, campan por sus respetos. Se lanzaban cosas, trepaban por las estanterías, saltaban sobre los montones de basura. Uno había montado en su coche de pedales y otro lo empujaba contra la pared. Otro cogía cosas y las metía en una bolsa amarilla que llevaba colgada del brazo.

Astor observaba embelesado el saqueo como si no fuera su casa. Las pupilas se le llenaban de bocas, narices, ojos, manos, de curiosas expresiones faciales, de pililas, de nalgas de color, de movimientos y voces que no entendía. Apoyado en la puerta, se tocaba distraídamente el pito y presenciaba en silencio el más extraordinario espectáculo de su vida.

De pronto uno de aquellos diablillos azules, que salía con su perrazo de peluche, le dio un empujón y lo tiró al suelo. Y allí se quedó él, sonriendo.

El gordo pintado de blanco, que llevaba un collar de huesos, estaba sentado en una silla con la mandolina de Anna.

—¿Ésta es tu casa?

Era bastante feo. Tenía las piernas gordas como troncos, panza y un montón de pelos largos que le crecían en la barbilla.

—¿Entiendes lo que te digo?

Astor lo miraba en silencio.

El fantasma se volvió hacia la escalera y gritó:

—Hemos encontrado a otro que no sabe hablar.

La fantasma le contestó desde arriba:

—Ven a ver lo que han hecho. Es precioso.

Debía de haber entrado en el cuarto de su madre. Claro que era bonito, como que allí estaba el esqueleto decorado.

Una grieta delgada como un cabello se abrió entre sus certezas, se ensanchó siguiendo un complicado pero correcto derrotero mental y en un instante todo se desmoronó. Astor comprendió que no eran fantasmas. Eran personas vivas como él, su hermana y los animales del bosque.

No eran transparentes como los espectros. Olían mal, cogían cosas, bebían, hablaban, rompían su cochecito. Esta intuición lo alegró y una sensación nueva le infundió ánimos. Existían más seres humanos vivos, que habían escapado de los monstruos de humo, de los dinosaurios, de los gases mortales. Lo único que lamentaba era que Anna no estuviera para poder mostrárselos.

Tragó saliva y susurró:

—Es… es… —Tomó aire y acabó la frase—: ¿Estáis vivos?

El chico gordo soltó una carcajada cavernosa.

—Vivos, sí. Pero no por mucho tiempo. —Se dirigió a la de arriba—: Angelica, me he equivocado, sí sabe hablar. —Le hizo señas de que se acercara—. Ven.

Y Astor, como si se lo hubiera ordenado un dios, obedeció.

El chico gordo sonrió y se dio una palmada en el muslo.

—Ven aquí.

Astor abrió los ojos y una expresión de temor le deformó la cara.

—No tengas miedo. —El dios alargó la mano.

El niño observó aquella mano. Era ancha, regordeta, de uñas gruesas y amarillas. La tocó con el anular, dubitativo, como si temiera electrocutarse.

—¿Ves? Soy de carne y hueso.

Astor leyó lo que decía en la camiseta: «Voy al máximo, voy a México».

—México… —balbució.

El otro movió la cabeza incrédulo.

—¡Hala! ¿También sabes leer? ¡Muy bien! —Cogió a Astor por los costados y se lo puso en el regazo.

El niño se desmayaba. La cabeza le pesaba como si fuera de plomo, pero los pensamientos, por dentro, eran ligeros como el gas y se mezclaban unos con otros. Miró a los lados. Los niños de azul se peleaban por una bufanda. Examinó al que lo tenía en las rodillas, los pelos de la barbilla, la pasta blanca que le cubría las mejillas.

—¿Sois buenos? —le preguntó.

El otro lo apretó con fuerza como si estuviera sopesándolo.

—¿Quién te ha enseñado a leer?

—Anna.

—Bien por Anna. Eres el primer pequeño que veo que sabe leer. Yo me llamo Rosario. ¿Tú cómo te llamas?

—Astor.

—¡Vaya nombre chorra! —Le señaló la mandolina—. ¿Sabes tocarla?

El niño cogió el instrumento y pulsó la única cuerda que le quedaba.

Rosario dijo:

—¿Sabes cómo se llama?

—Guitarra.

—No, no es una guitarra, es una mandolina. —Lo miró de hito en hito, ladeando la cabeza—. Eso: te llamaré Mandolino, me gusta más. —Lo dejó en el suelo y exclamó con voz de tenor—: ¡Angelica, tenemos que irnos, es tarde! —Se metió la mano en el bolsillo y sacó un Mars, lo desenvolvió, le dio un mordisco y miró a un lado y a otro como si buscara algo.

Angelica bajó por las escaleras cubierta de joyas como si fuera la Virgen de Trapani. Llevaba en la mano el cráneo de Maria Grazia Zanchetta.

Y todo el mundo, grandes y pequeños, salieron de la casa cargados de cosas.

Astor los seguía, como un patito. No se cuestionaba nada. Caminaba con los otros, descalzo, arrastrando el vestido. Se había olvidado de todo: de Anna, de su casa, de sí mismo.

Los de azul echaron a correr por delante, pero él se quedó con Rosario, que llevaba la carretilla llena de comida e iba fumándose un cigarrillo. Angelica se detuvo, examinó el cráneo y, encogiéndose de hombros, lo arrojó a las hierbas.

Astor corrió a recogerlo.

—Es de mi madre.

—Tíralo.

Los de azul habían cruzado la verja. Angelica dejó pasar a Rosario y miró a Astor, que, parado en medio del camino, con la calavera en las manos, parecía un jugador de baloncesto que fuera a lanzar un tiro libre.

—Muévete —le ordenó.

Astor se quedó mirándola, aturdido.

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