Anna

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Segunda parte. El Gran Hotel de las Termas Elíseas » 6

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Más allá de aquel punto estaba el Afuera, él no podía rebasarlo, moriría asfixiado.

—Muévete —repitió la chica.

Él dijo que no con la cabeza.

Angelica se volvió hacia Rosario.

—No quiere venir.

Rosario se detuvo, dejó la carretilla, dio una última chupada al cigarrillo y lo tiró.

—¿Mandolino? ¿Qué haces? ¿No vienes?

Astor no se movió.

Impaciente, la chica se fue hacia él y lo cogió de la muñeca.

El niño dio dos pasos y se plantó con un quejido de protesta.

Angelica le dio un tirón. La calavera rodó por el suelo entre la hierba.

—¡Idiota! ¡Vamos! —gruñó, enseñándole unos dientes separados y afilados que salían de unas encías oscuras. Lo cogió del cuello, pero él le hincó los dientes en el brazo.

La chica dio un grito y con la otra mano le propinó un revés que lo derribó.

—Ahora verás…

Astor no lo entendía. No podía pasar la verja. ¿Es que querían que muriera? Tenía ganas de llorar y se le había hecho un nudo en la garganta. Quiso defenderse de Angelica con las manos, pero ésta le propinó una patada en el culo.

Astor intentó levantarse, tropezó, recorrió unos metros a gatas y al final se puso en pie. Moviendo brazos y piernas, saltó un rosal silvestre y escapó.

El bosque lo acogió.

Detrás oía silbidos, gritos, la voz de Rosario.

—¡Cogedlo, cogedlo!

Astor corría entre matas de rusco en las que se le enganchaba la ropa, pisando la maraña de ramas caídas, saltando piedras cubiertas de musgo, hundiendo los pies en el fango.

No podían atraparlo. Estaba en su reino, allí había nacido, había explorado centímetro a centímetro aquellas cuatro hectáreas de tierra, en las que había encontrado hoyos, madrigueras, árboles a los que trepar. Aquellos seres podían ser muy especiales, pero no conocían el bosque como él. ¡Si no fuera por aquel maldito vestido que se le enganchaba en todas partes! Se lo quitó escurriéndose como si fuera una serpiente que cambia de piel y, desnudo, siguió corriendo por donde más tupido era el bosque.

El sol se filtraba por la bóveda verde y salpicaba el sotobosque de manchas de luz dorada, enjambres de mosquitos zumbaban entre los troncos. Astor los atravesaba con la boca abierta y notaba que se le metían hasta el paladar.

Se volvió.

Muy bien. Los has despistado, le susurraron las lagartijas melenudas desde una rama.

Ensordecido por su respiración y por el corazón que palpitaba en el pecho, se sentó en una roca y se quitó una espina del talón.

En su agitada carrera, se había alejado bastante de su casa y se hallaba en una zona más abierta, cerca del Afuera. El fuego había devorado los árboles más jóvenes, sólo se veían troncos chamuscados, fustes y la valla metálica del recinto, que estaba retorcida. Un gran roble oscuro y nudoso había resistido a las llamas y traspasaba la valla con unos dedos que el fuego le había quemado.

Cuando el torbellino de pensamientos se calmó, Astor se miró las heridas. Tenía unas rayas rojas en los muslos, en los gemelos, en la piel tierna de la tripa. Aún no le dolían, pero pronto se dejarían sentir.

Creía que los había despistado, pero se equivocaba.

Los vio porque el azul destacaba en aquella masa de colores marrones y verdes.

No había agujeros donde esconderse.

En un árbol.

Se abalanzó sobre un tronco y con un salto ágil se agarró a la primera rama, de ésta pasó a otra y a otra. No se detuvo hasta que se sintió inalcanzable.

Desde el suelo, los de azul lo señalaban.

Dos de ellos treparon por el roble exactamente como había hecho él.

Astor quiso subir más, pero la siguiente rama distaba demasiado. Desesperado, avanzó, con los brazos abiertos, por una rama que pronto resultó ser demasiado fina para sostenerlo. Se agarró de unas ramas secas y, haciendo rechinar los dientes, se acurrucó.

Angelica y Rosario habían llegado también al pie del árbol.

—Mandolino, ¿qué haces? ¿No quieres venir con nosotros? —le dijo el chico gordo—. Te llevamos a ver a la Picciridduna.

Sus dos perseguidores se le acercaron, a gatas, ágiles como macacos.

Astor retrocedió, notando con las nalgas que la rama oscilaba, y, sin calcular la altura, sin pensar en el daño que se haría ni en que caería en manos de sus enemigos, se arrojó. Por los aires dio media vuelta y cayó de costado en un manto de hierba blando que evitó que se partiera la espalda.

La cabeza le latía como si llevara el corazón en el lugar del cerebro y en las pupilas le saltaban chispas de luz amarilla. Notaba en la lengua el sabor ácido y pastoso de las lentejas. Consiguió ponerse en pie.

Todo le daba vueltas. El sol entre las hojas amarillentas del roble. El bosque. Rosario. Angelica. Los niños de azul. Los campos quemados. Los restos de la valla.

Estaba en el Afuera.

Abrió la boca con un grito mudo, se llevó las manos al cuello y cayó de rodillas.

El aire tóxico, el gas invisible, lo penetraba por los poros, por las orejas, por la nariz, por el ano. No podía respirar. Se moría. Boqueaba inspirando el veneno. A lo lejos, con pasos pesados que estremecían el suelo, avanzaban los monstruos de humo, grandes como montañas y densos como el miedo que lo asfixiaba.

Pum, pum pum. Pronto, muy pronto, moriría. Se reuniría con las hormigas, los saltamontes y los lagartos que había matado. Se iría con su mamá, dondequiera que estuviera.

Delante tenía a Rosario. Le decía algo, con los brazos en jarras y moviendo la cabeza. ¿De qué se reía? No había nada de que reírse.

Astor sentía el zumbido de un millón de abejas que lo aturdían, pero oyó una serie de palabras.

—Mandolino, ¿es que te mueres?

Astor abrió mucho los ojos y dijo que sí con la cabeza.

—¿Seguro?

El niño levantó el brazo en dirección al sol.

—Ya llegan.

—¿Quiénes?

—Los monstruos… —Y se dejó caer en el suelo estirando brazos y piernas, haciendo rechinar los dientes y emitiendo sonidos guturales.

—¿Qué hace? —preguntó Angelica.

—No tengo ni idea. —Rosario se volvió hacia los niños que se habían reunido en torno a Astor—. Cogedlo que es tarde.

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