Anna

Anna


Segunda parte. El Gran Hotel de las Termas Elíseas » 7

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Bordeó la multitud y se abrió paso entre los que intentaban escalar. En los pilares se había formado una columna humana y algunos, al no encontrar dónde agarrarse, caían sobre los que tenían debajo.

Anna se agarró a travesaños oxidados, a hombros, a brazos, apoyó los pies en cabezas y llegó al tejado de chapa ondulada. Bajo el peso de cientos de chicos, la chapa se doblaba. Pudo encontrar un hueco en la misma vertiente y se sentó.

La barrera de fuego devoraba crepitando neumáticos y plásticos, y tapaba las estrellas y la luna. Ahora reinaba un extraño silencio, sólo interrumpido por el ruido de un motor que traqueteaba en alguna parte en la oscuridad.

—¿Y ahora qué pasa? —le preguntó una chica que tenía al lado. Llevaba un brazo vendado con gasas sucias y le faltaban tres dedos de una mano.

—No lo sé —contestó Anna.

Pasó un rato y la multitud volvió a rumorear.

De pronto se oyó una música alta y la voz de una mujer amplificada y distorsionada empezó a cantar: «Si quieres irte te entiendo… Sí… Aún puedes atraparme… Sensual en mi corazón… Porque aún te amo.»[2]

Se oyó un clamor.

Uno de los que había en el tejado dijo que la que cantaba era la Picciridduna.

Uno tras otro, se encendieron tres faros eléctricos que transformaron el humo en una masa iridiscente que se reflejaba en miles de rostros atónitos.

El público tomó aire al mismo tiempo y contestó con un «¡Ohhh!» maravillado.

—¿Qué es aquello? —La chica señaló con los tres dedos[3] algo que se veía por encima de la cortina de humo—. Mira.

Una forma oscura, inmensa, se condensaba en la niebla. Sopló una racha de viento en el valle y apareció el gran esqueleto que flotaba en el aire colgado por la cabeza.

Se movía lento y desarticulado. Levantaba un brazo y bajaba el otro, doblaba una pierna y extendía otra, parecía un astronauta en el espacio. Cuadrillas de diablillos azules, pendientes de cuerdas atadas a las muñecas, a los codos, a las rodillas y a los tobillos de la marioneta, se elevaban por el aire y volvían a caer equilibrando el peso de las extremidades.

Parecía que el gigante fuera a saltar por encima de la cortina de humo. A la luz de los reflectores, los huesos con los que lo habían decorado temblaban y semejaban pelo.

La masa excitada se empujaba, acercándose a las llamas, pero el calor la hacía retroceder.

Luego empezó a cantar un hombre: «Lo escucharán los americanos que ayer precisamente se fueron y con sus camisas de flores colorean nuestras vidas y nuestros días de primavera… Y de tus ojos preciosos…»[4]

Ante aquel espectáculo de música y luces eléctricas, todos los que había en el tejado se pusieron en pie y se abrazaron con los ojos llorosos.

Sólo los Mayores pueden hacer algo así, pensó Anna, mientras la chica de al lado le cogía la mano y le decía:

—No es verdad… No es verdad.

Un proyector descendió y se deslizó por encima de los miles de cabezas, pintándolas de luz y haciendo que saltaran excitadas. El haz se desplazó deslumbrando a los del tejado, que empezaron a batir los pies, transformando la nave en un tambor.

Dentro de la construcción, un motor se encendió y sonó una sirena.

Anna, cegada, se agarró al tejado. Abajo, cientos de chicos daban puñetazos contra las paredes.

El motor se aceleró y las puertas se abrieron, repeliéndolos. Apareció el morro verde de un camión.

Anna vio que el vehículo penetraba en la multitud como un rompehielos, en dirección al esqueleto. La masa se abría para dejar que pasara y enseguida se cerraba de nuevo. El largo remolque tenía los laterales bajados. Subidos a él, iban decenas de niños de azul con bastones y antorchas como si fueran en una carroza de carnaval.

En medio, entre volutas de humo negro, sobre un pedestal, entre Rosario y Angelica, que incitaban a la multitud, había un extraño ser alto y enjuto encadenado. Tenía la piel tan blanca que parecía que nunca hubiera estado expuesto al sol. Los brazos le colgaban largos y rectos. Una fila de prominencias puntiagudas le recorría la espalda. El cráneo calvo y alargado era muy grande y las orejas muy pequeñas y carnosas. Una barba rala, entreverada de gris, le caía como un babero por unos pechos de mujer que colgaban fláccidos sobre unas costillas hundidas.

—¡La Picciridduna! —gritaron los del tejado, y se adelantaron para verla mejor.

Cinco o seis, empujados por los de detrás, cayeron sobre la multitud, que los engulló.

A Anna le costaba mantener el equilibrio pero no podía evitar mirar al extraño ser.

Tenía la frente baja y redonda y carecía de cejas. Esbozaba una sonrisa boba y por la boca desdentada le salía un hilo de saliva que le caía sobre la barba canosa. Los ojillos, negros como ónix, tenían una expresión atemorizada. Sacudía la cabeza como si quisiera ahuyentar un enjambre de avispas.

En aquella mirada reconoció Anna la idiotez.

Se acordó de Ignazio, el hijo de la mujer que venía a limpiar a la finca una vez por semana. Al pobre le faltó el aire cuando nació y se quedó tonto. Se revolcaba por el suelo babeando, con la cabeza encogida sobre el hombro, y se comía todo lo que encontraba, caca incluida.

Anna se preguntó por qué se había salvado la Picciridduna de la Roja. Quizá porque era medio hombre y medio mujer. Seguro que no era un Mayor de verdad.

No salvará a nadie. Ni siquiera se salvará a sí misma.

En los labios de la chica se formó una sonrisa amarga, mientras todos, enloquecidos, se arrojaban sobre el carro queriendo tocar al ser deforme, aunque eran repelidos a bastonazos por los niños de azul.

Su hermano iba en una punta del camión y, como los demás, luchaba contra hordas de manos que trataban de hacerle bajar.

Anna lo llamó con todas sus fuerzas, pero su voz se perdió entre los gritos, la sirena y el crepitar del fuego.

Miró al suelo. Por un momento estuvo tentada de saltar. Al fin, se dirigió a cuatro patas al pilar por el que había subido. En el centro, el tejado se había hundido y dentro de la nave se agitaba una maraña de cuerpos.

Bregó con los otros para bajar, agarrándose a pelo y camisetas. Cuando iba por la mitad, le fallaron las fuerzas y se dejó caer sobre la multitud, que la acogió en su seno. Junto con cientos de chicos más, se lanzó a correr tras el camión.

Corrientes humanas que chocaban gritando la arrastraron primero hacia delante y luego hacia atrás.

El camión se alejaba dando bocinazos en dirección al esqueleto y racimos de chiquillos histéricos se agarraban a los laterales y a la cabina. Entró en el fuego con todo su séquito.

Lo que entonces sucedió no lo supo Anna, porque estaba muy lejos, pero sí vio que la marioneta, con una llamarada, se inflamó y ardió por completo en unos segundos, convirtiéndose en una antorcha que iluminó toda la cantera. Un brazo incandescente se separó del tronco y las llamas envolvieron el camión cisterna.

La explanada era un hormiguero frenético, todos escapaban en todas las direcciones, y Anna, inmóvil, miraba el infierno al que se había dirigido su hermano.

El mundo explotó.

El camión cisterna, con un estruendo, se convirtió en una bola roja. Se elevó en la oscuridad y se expandió, despidiendo meteoritos que dejaban estelas luminosas y silbantes que acababan cayendo sobre la multitud y sobre los montes de arena, e incendiando los pinos de las laderas. La onda expansiva, cual bofetada candente, repelió a Anna y le quemó la cara, el cuello, las pestañas, le entró por la boca y le llegó a los pulmones.

La esfera se contrajo y un manto de humo negro y denso se extendió por todo el valle. En la niebla perlada se elevaban remolinos de fuego y en medio del humo aparecían y desaparecían figuras negras.

Anna se levantó y echó a andar. Abría y cerraba los párpados para limpiarse los ojos de lágrimas. Tosía, sofocada por las emanaciones acres de la gasolina. Chocó con una niña que corría ciega y cayó al suelo. Se levantó y siguió avanzando hacia el incendio. Su hermano estaba allí. El calor le quemaba las piernas y se preguntó si no estaría ardiéndole el pelo.

Alguien, por detrás, la cogió del hombro.

—Anna.

Anna movió la cabeza y no se volvió.

—Anna.

Esta vez la cogió de la muñeca.

Pietro, negro de hollín, con la camiseta rasgada, llevaba en brazos a un niño que apoyaba la cabeza en su hombro.

La chica se acercó llevándose las manos a la cara.

El niño levantó un poco la cabeza, la miró y estiró el brazo.

—Anna.

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