Animal

Animal


Capítulo 65

Página 68 de 75

65

El inspector Castro bajó las escaleras de dos en dos. Resollaba cuando llegó al sótano de la comisaría, en donde estaban los calabozos, y le pidió a un sorprendido agente que le abriera la celda de Mario Sarriá. Había cinco calabozos alineados. Germán Casillas y Alina Góluvev ocupaban los dos de los extremos. Mario Sarriá estaba sentado en el camastro del centro.

El policía que vigilaba a los sospechosos, desde una mesa pequeña de madera, se levantó con las esposas en la mano.

—No será necesario —ordenó Castro.

—Es el procedimiento, señor. Si quiere entrar, tengo que esposar al detenido.

—Le digo que no será necesario. Yo me ocupo —insistió el inspector intentando recuperar el aliento.

—Está bien —accedió el policía abriendo la puerta del calabozo.

El fotógrafo miró a Castro sin levantarse. La celda medía, aproximadamente, cuatro metros cuadrados, sin ventanas y sin más mobiliario que un colchón sobre una base de hormigón, una almohada y una manta. No estaba concebida para que sus inquilinos estuvieran cómodos. Castro se acercó a Mario.

—Le dije que encontraría su conexión con Ruiz —dijo Castro muy despacio—. El móvil, Mario. Sé por qué lo mató.

El fotógrafo mantuvo la mirada, impasible, sin abrir la boca.

—¿Cuándo supiste que Ruiz abusaba de tu sobrino? —espetó el inspector tuteándolo.

Mario se incorporó como si hubiera sido impulsado por un resorte.

—¿De qué está hablando? —Su mirada revelaba estupor y asombro. Castro tuvo que reconocer que parecía real—. ¿Qué me está contando? —insistió alzando la voz.

El agente, que se había mantenido sentado detrás de su mesa sin perder de vista cuanto ocurría dentro de la celda, se levantó y, tomando el tolete que llevaba colgando del cinturón, hizo ademán de entrar. Castro lo detuvo con un movimiento de la mano.

—Siéntate, Mario —pidió Castro.

Este le hizo caso, sin dejar de mirarlo. Apretaba la mandíbula y la respiración se le había acelerado. Castro se fijó en cómo se le dilataban y contraían las aletas de la nariz.

—¿Cuándo te enteraste de lo que Ruiz le hacía a Nicolás? —repitió Castro inclinándose hacia él.

—¡No sé de qué me habla! —gritó Mario apretando los puños.

—¿No pretenderás que me crea que no sabías lo que estaba pasando? —El inspector se apoyó en la pared frente al camastro y cruzó los brazos por delante del pecho—. Te voy a contar lo que creo que pasó. Te enteraste de que Ruiz abusaba sexualmente de tu sobrino. Fuiste muy listo al no dejar huellas ni restos. —Chasqueó la lengua—. Pero, claro, lo planeaste minuciosamente. Buscaste la oportunidad, fuiste concienzudo. Te acercaste a él, de alguna manera conseguiste que confiara en ti y lo mataste.

El fotógrafo había bajado la cabeza y la movía a un lado y a otro, como negando, en silencio. Se agarraba las manos con tanta fuerza que los nudillos se le tornaron blancos. Se balanceaba hacia delante y hacia atrás.

—Luego, supiste por Olivia que su mujer, probablemente, era conocedora de la depravación de su marido y decidiste que tampoco merecía vivir.

Mario levantó la cabeza y miró al inspector como si este se hubiera vuelto loco.

—No sabe lo que dice. Yo no he matado a nadie —susurró.

—Podemos probar que sí lo hiciste —insistió—. Tuviste la oportunidad. Tus coartadas para ambos crímenes no se sostienen. Tienes un móvil muy poderoso, que es la venganza por lo que le hicieron a tu sobrino. Y tenemos una prueba física que te sitúa en la escena de uno de los crímenes —explicó Castro con tranquilidad solo aparente, pues el corazón le latía a la velocidad de un Ferrari, y sopesando cada palabra.

—¡Eso es imposible! —Mario se revolvió nervioso. Tenía el rostro congestionado y gotas de sudor le resbalaban por las sienes—. ¡Desconocía lo que ese hijo de puta le estaba haciendo a Nico! ¡Y si lo hubiera sabido, si es verdad lo que dice… le habría despellejado con mis manos! —chilló colocando estas, abiertas, frente a Castro—. Pero ¡no lo hice! ¡Se está equivocando!

—En cuanto salga de este calabozo, pediré una orden de registro para tu casa, para tu coche y lo pondremos todo patas arriba. —El inspector hizo una pausa y se acercó a Mario—. Aunque hayas sido cuidadoso, siempre queda algún rastro. —Se sentó junto al fotógrafo y decidió cambiar de táctica. Presionándolo no iba a conseguir nada. Mario no se movió. Ni siquiera lo miró. Parecía estar en shock—. Verás, entiendo lo que hiciste. El tío era un depravado, un monstruo. Abusó de tu sobrino, dañó algo sagrado para ti. Y ella —Castro chasqueó la lengua y cruzó las piernas—, ella era casi peor que él, pues conocía su secreto y consentía, miraba para otro lado. Tendría que haberle denunciado, ¿verdad? Si lo hubiera hecho, quizá a Nico nunca le hubiera pasado nada.

Mario se cogió la cabeza con las dos manos y comenzó a llorar.

—¡Dios mío, ¿qué he hecho?! ¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —Mario repetía la letanía en voz baja, como para él mismo, acompañándola de un llanto desgarrador y desesperado. Se estaba derrumbando. Tenía el rostro bañado en lágrimas y gruesos chorretones de saliva le resbalaban de los labios para ir a estrellarse, en una caída viscosa, al suelo de hormigón de aquella celda.

—Sería mejor que me contaras qué es eso que has hecho —sugirió Castro casi en un susurro—. Quizá, si colaboras ahora, la juez…

—Quiero un abogado —pidió Mario interrumpiendo al inspector y mirándolo a los ojos.

Castro leyó en su mirada, detrás de aquellos ojos enrojecidos y bañados en lágrimas. Había desesperación, rabia, tristeza. Pero también algo más: determinación. Mario Sarriá no iba a dar un paso más e insistir en ello sería perder el tiempo.

Suspiró y se levantó con gesto cansado. Le hizo señas al agente para que abriera la celda.

Antes de salir, se giró y miró a aquel hombre que había dejado que la bestia lo dominara hasta devorarlo, la misma bestia que había amenazado con engullirlo a él hacía menos de una hora. No pudo culparlo, ni siquiera se atrevió a juzgarlo. Sintió rabia por las vidas destruidas, daños colaterales de aquella manada de animales: Nicolás y Pablo, ambos con la infancia rota, cada uno por motivos distintos. Pero víctimas, al fin y al cabo, de aquella jauría.

Ir a la siguiente página

Report Page