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Capítulo 4

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Dolores Requena llevaba casi treinta años vistiendo toga en los juzgados de Pola de Siero, de manera que estaba acostumbrada a ver cadáveres. Pero la escena que acababa de contemplar era obscena y brutal a partes iguales. Nunca se había encontrado con un caso en que el asesino mostrara tanto ensañamiento hacia la víctima.

Tras ordenar el levantamiento del cadáver pensó en la conveniencia de hablar con la mujer que había encontrado el cuerpo. No era competencia suya, en realidad. La Policía Judicial ya lo había hecho nada más llegar al lugar de los hechos. Aunque sin mucho éxito, dado el estado de conmoción en que se encontraba. Le tomarían declaración de forma oficial en comisaría al día siguiente, pero no quería desaprovechar la oportunidad de abordarla con la memoria aún fresca. Con frecuencia, los testigos, conforme pasa el tiempo, tienden a olvidar los detalles o a adornar su recuerdo de lo sucedido. Y son precisamente los detalles los que, en muchas ocasiones, marcan la diferencia entre resolver un caso o que este quede relegado en un archivador, cubriéndose de polvo.

Requena se acercó a la ambulancia. Observó a Guadalupe. Se encontraba sentada en una camilla, encogida. Parecía que el calmante le había hecho efecto, pues ya no lloraba ni daba señales de histerismo.

Se trataba de una mujer madura, de tez blanca y cabello negro y largo. A la luz blanquecina del vehículo sanitario parecía mayor de lo que seguramente era. Tenía el maquillaje corrido y, envuelta en una manta que alguien le había puesto por los hombros, se mecía adelante y atrás, de forma rítmica.

La juez entró en el cubículo, seguida de su secretario que, desde que llegara a la escena, no había dicho esta boca es mía. Era un personaje curioso. Callado, silencioso, como un gato. Parecía que anduviera de puntillas. Pero todo lo que tenía de extraño lo tenía de eficiente.

—Señorita Oliveira, me llamo Dolores Requena. Soy la juez de guardia. Sé que no se siente muy bien, pero me gustaría hablar con usted unos minutos. ¿Se encuentra con fuerzas?

Guadalupe asintió con la cabeza. Parecía que no tuviera energía para mucho más.

—¿Podría decirme todo lo que recuerde desde que salió de su trabajo hasta que encontró el cuerpo? Tómese su tiempo. No hay prisa.

La testigo cerró los ojos. Reflexionó durante unos minutos, como si tratara de ordenar las ideas. Dolores estaba a punto de repetirle la pregunta cuando Guadalupe comenzó a hablar. Su tono era monocorde, sin inflexiones.

—Salí de trabajar. Normalmente no salgo antes de las cinco o seis de la mañana. Pero hoy la noche fue floja. Me fallaron varios clientes, ¿sabe? —Abrió los ojos y miró a la juez, como si buscara su aprobación.

—Continúe, por favor —la animó.

—Normalmente llamo a un taxi, pero hoy decidí bajar andando. Mi casa no está lejos y la noche estaba muy agradable. —Se estremeció y se cubrió aún más con la manta—. Debí haberlo hecho después de todo.

—Sé que esto es difícil para usted. Pero quiero que entienda que es muy importante que me cuente cualquier detalle que haya observado, por pequeño que le parezca, desde que salió de La Parada hasta que encontró el cuerpo.

La mirada de Guadalupe fue de la juez a su secretario que, en el exterior de la ambulancia, anotaba todo cuanto se estaba diciendo. Suspiró con resignación. Quería irse a casa. Quería dormir y olvidarse de todo. Se sentía entumecida, como si su cuerpo le resultara ajeno.

—Bajaba caminando por una de las calles principales. Estaba a punto de tomar el atajo…

—¿El atajo? —repitió Dolores.

—La calle donde apareció… bueno… donde estaba el hombre… es un atajo hacia mi casa. Me ahorra tener que bajar hasta la carretera general. Es un camino secundario que va a morir a un descampado. A unos metros está mi casa.

—Bien… decía que estaba a punto de tomar el atajo. ¿Pasó algo en ese momento?

—No sé si tendrá importancia…

—Todo la tiene, señorita Oliveira —insistió la juez.

—Iba a cogerlo cuando un coche entró en la vía principal desde esa dirección.

—¿Recuerda cómo era?

—Vagamente. Iba a mucha velocidad. Entró en la calle derrapando. Como alma que lleva el diablo, eso fue lo que pensé.

Dolores miró a su secretario y volvió a fijarse en la prostituta.

—Necesito que haga un esfuerzo, Guadalupe. —La mujer, al oír su nombre de pila de boca de la juez, dio un respingo y clavó su mirada en ella—. Es muy importante que cierre los ojos e intente visualizar el vehículo: modelo, color, tamaño… quizá sin saberlo se haya fijado en la matrícula… algún detalle… si tenía algún golpe la carrocería… Trate de recordar.

Dolores puso su mano sobre la de ella y presionó intentando infundirle confianza.

Guadalupe cerró los ojos. Volvió a ver el coche.

—Era pequeño… y, sí… de color blanco. Y había algo… Algo que vi pero que no consigo recordar.

«¿Qué fue lo que me llamó la atención cuando el vehículo ya había girado, enfilando hacia la carretera?». Resopló… no conseguía acordarse.

—Está bien. Pequeño, de color blanco… —repitió Dolores—. ¿Pudo ver el modelo, la marca?

—Sí, pero no entiendo de coches, ni de marcas. No sabría decirle… Aun así, creo que podría identificarlo, si volviera a verlo.

—Está bien, no se preocupe… quizá más adelante recuerde cuál fue ese detalle que le llamó la atención. Continúe. Vio el coche y después, ¿qué ocurrió?

—Entré en la calle y enseguida vi que había algo tirado en mitad de la acera. Pensé que era un saco de basura. —Comenzó a llorar otra vez—. ¿Se imagina? ¡Un saco de basura! Fue lo primero que me vino a la mente cuando vi el bulto en el suelo. No me podía imaginar… no pensé, ni por un momento, que… —balbuceaba mientras los sollozos iban en aumento.

Dolores se acercó a ella y le pasó un brazo por los hombros.

—Guadalupe, tiene que tranquilizarse. ¿Quiere un vaso de agua?

La mujer negó con la cabeza mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo de papel arrugado de tanto uso.

—Me acerqué y vi que era un hombre. Estaba… estaba cubierto de sangre y al parecer, no sé cómo…, llamé al 112. Lo siguiente que recuerdo es que estaba corriendo en dirección a Noreña, cuando me recogió un coche de policía.

La juez le palmeó la espalda.

—Ha sido una noche muy larga. Ahora daré orden de que la acompañen a casa. Descanse. Tendrá que ir a prestar declaración mañana a comisaría. Si recuerda algo, por favor, comuníquelo inmediatamente.

Guadalupe no se movió. Se limitó a asentir con la cabeza.

La magistrada descendió de la ambulancia. Le estaba dando instrucciones a su secretario cuando la testigo llamó su atención.

—Señora juez, no sé qué ha pasado con mis zapatos.

—Los perdió cerca del cuerpo. Seguramente cuando empezó a correr se deshizo de ellos. Ahora constituyen una prueba. Pero le proporcionaremos unos protectores de calzado. Al menos, no llegará descalza a casa.

Guadalupe pareció conformarse con la solución.

Dolores Requena no estaba satisfecha.

Era pronto, pero no tenía nada a excepción de la causa de la muerte.

A falta de que el forense confirmara la hora del deceso, aquella mujer podría ser la única persona en haber visto al autor del crimen, pero no era capaz de recordar nada. El bloqueo por la conmoción podía durar días.

—Andrés —dijo dirigiéndose a su secretario—, organiza una reunión con el equipo de investigación para mañana a primera hora en mi despacho.

—Sí, señoría.

Tenía un pálpito y su intuición nunca le fallaba.

«Guadalupe sabe más de lo que cuenta o de lo que recuerda —pensó Dolores con inquietud—. Solo espero que si recuerda algo importante, no cometa la estupidez de guardárselo para ella».

Casi eran las seis de la mañana. Dormiría un par de horas antes de ir a los juzgados.

Necesitaba estar fresca y centrada cuando el equipo que dirigiría la investigación entrara en su despacho.

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