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Capítulo 7

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Dolores Requena miraba con ojos escrutadores a los cuatro agentes que estaban sentados frente a ella. Más que a un despacho aquel lugar se parecía a un campo de batalla. Carpetas y expedientes se apilaban amontonados en el suelo y contra la pared hasta medio metro de altura. La única estantería de la estancia iba de pared a pared y estaba abarrotada de archivadores y carpetas. Tal desbarajuste contrastaba con su mesa, que aparecía tan solo ocupada por un ordenador portátil de última generación, una abultada carpeta, un teléfono fijo y un portalápices lleno de bolígrafos.

Los agentes, vestidos de paisano, esperaban en silencio a que la juez rompiera el hielo. Se trataba de dos de los miembros del Grupo de Homicidios de la Jefatura Superior de Asturias y otros dos de la Policía Científica.

—Señores —comenzó la juez cruzando las manos por encima de la mesa—, gracias por venir. Me llamo Dolores Requena y soy la juez de instrucción del caso que nos ocupa. He hablado esta mañana con su comisario para saber a quién le habían asignado el caso. Como no he tenido el gusto de trabajar con ustedes anteriormente, les agradecería que se fueran presentando.

El que estaba sentado más a la derecha cruzó las piernas y habló primero.

—Soy el inspector Agustín Castro y mi compañero —añadió señalando al hombre que se sentaba a su izquierda—, es el subinspector Jorge Gutiérrez, de Homicidios.

—Inspectores Gabriel Miranda y Alejandro Montoro de la Policía Científica —habló el más alto de los cuatro, señalando a su compañero sentado en la silla situada más a la izquierda.

—Bien. Este caso va a traer cola y me temo que muchos titulares. No necesito recordarles que he ordenado el secreto de sumario y que en modo alguno toleraré filtraciones de ningún tipo a los medios de comunicación —advirtió la juez con semblante serio—. Me entregarán informes diarios del estado de la investigación. Nos reuniremos aquí en mi despacho cada día, si fuera necesario. No quiero sorpresas.

Los cuatro agentes asintieron con la cabeza, sin rastro de emoción en sus rostros.

—La Policía Judicial ha abierto las diligencias de la investigación. No tengo inconveniente en autorizar el traspaso de estas al Grupo de Homicidios. Tampoco pondré objeciones para firmar órdenes judiciales, siempre y cuando las evidencias lo requieran y se ajusten a derecho. Pondré a su disposición los mecanismos y herramientas judiciales que permitan agilizar los trámites. Pero no toleraré tomaduras de pelo, ni investigaciones paralelas a esta. Hasta que este caso se resuelva, responderán ante mí. ¿Está claro?

—Sí, señoría —contestaron al unísono los cuatros hombres.

—Bien. —Requena se relajó—. Dicho esto, ¿qué tenemos, caballeros?

Tomó la iniciativa el inspector Castro, un hombre moreno, de unos cincuenta años, de frente despejada y mirada astuta.

—La víctima se llamaba Guzmán Ruiz, sesenta y dos años, casado con Victoria Barreda de cuarenta y dos años y con un hijo de trece años llamado Pablo. Vecino de Pola de Siero. Por lo que hemos podido averiguar, estaba en paro desde hacía poco más de un año. Su último trabajo fue en una empresa de cerrajería, en donde desempeñaba el cargo de jefe de Administración. Hasta que la empresa cerró. —El inspector Castro hizo una pausa y repasó sus notas—. La mujer no trabaja. El hijo estudia en el colegio de Pola de Siero. Una familia aparentemente normal.

—¿Han hablado con su mujer? —preguntó Requena.

—Esta mañana. No hemos sacado nada en limpio. —Esta vez fue el subinspector Gutiérrez quien respondió—. Anoche se acostó temprano. Su marido no había llegado a casa. No se ha enterado de que no había regresado hasta que la hemos despertado esta mañana para informarle del descubrimiento del cadáver. Les hemos tomado las huellas a ella y a su hijo para descartarles de la lista de sospechosos.

El subinspector Gutiérrez miró fijamente a la juez. Era un hombre joven, de trato amable cuando estaba tranquilo. Tenía un rostro muy atractivo en el que destacaban unos ojos de un intenso azul de los que era difícil apartar la mirada. Una circunstancia de la que era plenamente consciente.

—Hubo algo que me llamó la atención —continuó el subinspector— y es que la viuda no manifestó la más mínima emoción cuando le dimos la noticia. Se mostró demasiado entera.

—Eso no es relevante. Las personas pueden reaccionar de distintas maneras ante la misma tragedia. Trabajemos con hechos, no con suposiciones —aconsejó la magistrada—. ¿Sabemos cómo llegó la víctima hasta el lugar en que encontramos el cuerpo?

—Aún no —contestó Castro—. El coche de Guzmán Ruiz no estaba en su garaje, ni en el escenario, ni en los alrededores. En el polígono no hay cámaras de seguridad, ya lo hemos comprobado.

—¿Pudo haber llegado a pie? —inquirió Requena.

—Es probable. Desde Noreña apenas hay un kilómetro. Pero ¿por qué iba a ir andando si tenía coche? ¿Se ha establecido ya la hora de la muerte? —Castro se giró hacia los inspectores Miranda y Montoro, que hasta el momento se habían mantenido en silencio.

—El informe preliminar forense fija la muerte de la víctima en torno a medianoche. —Fue Miranda quien contestó, con tono pausado. Parecía que eligiera las palabras antes de hablar—. Lo mataron en el lugar donde lo encontramos.

—El móvil no fue el robo —le interrumpió el inspector Castro—. Llevaba encima su cartera, con toda la documentación, las tarjetas de crédito y trescientos euros en metálico, además de un reloj de pulsera de los caros y un manojo de llaves, entre ellas la del coche. No hemos encontrado su teléfono móvil entre las pertenencias.

—¿Qué hacía Guzmán Ruiz a las doce de la noche en un polígono industrial? ¿Cómo llegó allí? ¿Adónde iba o de dónde venía? ¿Dónde está su coche? ¿Tenía enemigos? —Requena hablaba más para sí misma que para los agentes. Escribió algo en su portátil y volvió a centrar su atención en ellos—. Guadalupe Oliveira vio un automóvil salir de la calle donde apareció el cuerpo, minutos antes de encontrarlo. Dice que iba a mucha velocidad. Un coche pequeño y blanco. Esa mujer puede que haya visto al autor del crimen. O a un posible testigo. O que se trate de alguien que vio el cuerpo y se asustó. De cualquier modo, habría que encontrarlo.

Los cuatro policías tomaban nota de cuanto decía la magistrada.

—Los compañeros de la Judicial que hablaron con ella no consiguieron que les dijera gran cosa. Estaba conmocionada. Esta tarde la hemos citado en la Jefatura Superior para que preste declaración. ¿Se fijó en la matrícula? —preguntó Gutiérrez.

—No. Tan solo se fijó en que era un utilitario, un coche pequeño y blanco —explicó la magistrada.

—No es gran cosa. Será como buscar una aguja en un pajar. —Gutiérrez se dio pequeños golpes en la cabeza con el bolígrafo, dando muestras de cierta inquietud.

—Es lo que tenemos, señor Gutiérrez —contestó Requena y se dirigió a los inspectores de la Policía Científica—. ¿Qué nos pueden contar ustedes de la víctima?

El inspector Montoro se aclaró la garganta. Era un hombre que rondaría los sesenta años, de rostro redondo y rubicundo. El agente se colocó las gafas, un modelo de pasta pasado de moda, y comenzó a leer:

—Como decía mi compañero, falleció en torno a las doce de la noche. Causa de la muerte: exanguinación provocada por trauma grave del aparato genital masculino. Le seccionaron el pene y los testículos por encima del cuerpo cavernoso y del epidídimo, respectivamente. Murió en cuestión de minutos.

Dolores Requena carraspeó, interrumpiendo la explicación de Montoro.

—Empleemos términos que todos entendamos, por favor.

—Sí, señoría. —Montoro se ajustó las gafas sobre la nariz y continuó—: Le seccionaron el pene y los testículos por la base. Fue un corte limpio, hecho con una hoja lisa y muy afilada. Probablemente, un bisturí.

—¿Algún rastro que nos dé a entender que se defendió? —preguntó Requena.

—Ninguno. No había señales defensivas en el cuerpo, ni rastros bajo las uñas. —Esta vez fue Miranda quien respondió—. El cuerpo presentaba una contusión en la base del cráneo, por encima de la nuca. No lo suficientemente fuerte como para matarle, pero sí para dejarle inconsciente. Probablemente eso es lo que pasó, por eso no hay huellas defensivas. El asesino o asesinos lo dejaron inconsciente y lo mutilaron. Las pruebas toxicológicas aún están procesándose en el laboratorio.

—¿Huellas de neumáticos, algún rastro, alguna prueba en el escenario del crimen? ¿Se ha encontrado el arma utilizada?

—El arma no ha aparecido, señoría. Entre las evidencias recogidas se han encontrado manchas de aceite cerca del cuerpo; también se han sacado moldes de varias rodadas de diferentes modelos de vehículos…, pero tratándose de un polígono industrial… No hemos encontrado huellas dactilares ni rastros de ADN. En cuanto a la ropa de la víctima, aún se está analizando —respondió Montoro.

—Murió muy cerca del club de alterne. Quizá alguien vio u oyó algo —sugirió la magistrada.

—Esta mañana iremos a hablar con el propietario. Germán Casillas, alias el Tijeras. Es un viejo conocido. Se ha pasado la vida entrando y saliendo de prisión. Ahora lleva unos años sin dar mayores problemas —explicó Castro—. Es una buena pieza, pero también es listo. Colaborará.

—¿Qué se sabe de Guadalupe Oliveira? —Requena no había interrogado a la mujer en profundidad, dado el estado en que se encontraba.

—Es una de las chicas de Germán. —El inspector Castro consultó su bloc de notas antes de continuar—: Natural de Albacete. Vive en Noreña desde hace años. Es de las veteranas. Soltera. Sin hijos. No tiene antecedentes. También hablaremos con ella. Aunque dudo mucho que haya visto algo, dada la hora a la que se topó con el cadáver.

—Nunca se sabe, inspector. Hay que investigar el entorno familiar de Guzmán Ruiz, sus amistades, antiguos compañeros, sus cuentas bancarias, si tenía deudas, sus rutinas… —La juez se quedó pensativa y durante unos segundos reinó el silencio en el despacho—. Por la índole del crimen, me inclino a pensar que quien lo atacó no era un desconocido. Hay demasiado ensañamiento en este homicidio. Mi instinto me dice que estamos ante un crimen pasional. ¿Qué hay del antiguo jefe de Ruiz?

El subinspector Gutiérrez se revolvió en la silla, incómodo. Miró primero a su compañero y luego a la magistrada. Se aclaró la garganta.

—Casi nada. —El subinspector enrojeció sintiéndose como un alumno que no ha hecho los deberes—. Sabemos que era propietario de un taller de cerrajería bastante importante en la provincia. Que la empresa quebró y dejó sin trabajo a medio centenar de personas. Poco más.

—Bien. Es otra vía de investigación. Hablen con él y con su entorno. Averigüen todo lo que puedan sobre la empresa.

El agente tomó nota.

—También quiero que hablen con los taxistas que estaban de guardia esta madrugada y que busquen el vehículo de Ruiz. ¿Sabemos ya qué modelo es?

—Sí, señoría. Un BMW de la serie 7.

La magistrada enarcó las cejas e inclinó ligeramente la cabeza.

—¿Un serie 7? ¿Está seguro? —preguntó sorprendida.

—Sí, segurísimo. Su esposa nos dio todos los detalles. Y metidos los datos en el sistema, está claro que es un serie 7, de color blanco para ser más exactos.

—No es el tipo de coche que te imaginas que pueda tener un contable que, además, está en el paro. Debe de costar al menos setenta mil euros —indicó Requena.

—Noventa y siete mil, para ser exactos —matizó Castro.

—No es un vehículo que pase desapercibido. Reitero la necesidad de investigar los ingresos de la familia Ruiz —añadió la juez.

Dolores Requena se levantó de la silla y rodeó la mesa hasta acercarse a los cuatro agentes. Estos también se levantaron.

—Me temo que nos encontramos ante un caso complicado. Es preferible ir con cautela, atando todos los cabos sueltos. Sin prisa, pero sin pausa —les alentó la juez—. Confío en ustedes, en su criterio y en su profesionalidad.

Los cuatro hombres se relajaron por primera vez desde que comenzara la reunión.

—Espero sus informes. Gracias por venir.

Dicho esto, los agentes le dieron la mano en señal de despedida y salieron del despacho.

Una vez que se quedó sola, Dolores Requena se dejó caer en la silla. Había muchos frentes abiertos y, de momento, ninguna pista. Miró su reloj de pulsera. Pasaban diez minutos de las once de la mañana. Levantó el auricular del teléfono fijo y marcó el número del Instituto de Medicina Legal de Asturias, también conocido como el Anatómico Forense.

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