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Capítulo 10

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En el mismo instante en que Castro y Gutiérrez interrogaban a Germán Casillas, Olivia aparcaba delante del bloque de viviendas donde residía Guadalupe Oliveira.

Se trataba de un edificio de los años cincuenta que había visto días mejores. El bloque, de tres plantas, presentaba desconchones en la fachada que dejaban a la vista el feo gris del cemento. Además, todas las compañías telefónicas habían acordado pasar los cables de cobre, en su día, y los de fibra óptica, después, por aquella maltrecha pared, en lo que parecía una maraña de tubos cilíndricos de plástico colocados sin orden ni concierto. El aspecto del inmueble no podía ser más deprimente.

Olivia se acercó al portal. La puerta estaba abierta. En el lugar de la cerradura, solo quedaba un enorme agujero. Se detuvo un momento, sin atreverse a entrar. No le había costado demasiado dar con el domicilio de Guadalupe.

Tras separarse de Mario, había llamado a La Parada. Como ya imaginaba, sin ningún éxito. La mujer que atendió el teléfono le confirmó, con voz desganada, que Guadalupe trabajaba en el «restaurante», pero aseguró desconocer su dirección.

Olivia se dirigió a uno de los bares más antiguos de Pola de Siero. Llevaba abierto desde finales de los años treinta y la rolliza mujer que atendía detrás de la barra —todos la llamaban Paca— debía de llevar en aquella tasca tanto tiempo como años tenía el local. Era un sitio pequeño, oscuro, cuya decoración se había quedado anclada en el pasado y con tanta mugre que era imposible distinguir el color original de las paredes. Pero aún disponía de uno de los pocos teléfonos públicos de Pola de Siero y, por supuesto, atada a una larga cadena, conservaba la clásica guía telefónica con las páginas tan desgastadas como la superficie de la barra donde estaba colocada.

Olivia buscó el apellido de Guadalupe. Había dos Oliveira, pero solo uno de ellos iba acompañado de la inicial G.

«Bendita seas, Paquita, tú y tu empeño de vivir en el pasado», pensó Olivia con una sonrisa de satisfacción.

Decidió no llamar. No quería ponerla sobre aviso.

Olivia apuntó la dirección exacta y cuando la localizó en Google Maps, se sorprendió de lo cerca que se encontraba del lugar del crimen. Estaba a unos quinientos metros a pie.

Finalmente, entró en el portal. Olía a verdura cocida. Guadalupe Oliveira vivía en el tercero y no había ascensor. Subió por las escaleras. Había una sola vivienda por planta.

Al llegar al tercero, Olivia notaba fuego en los pulmones y un sabor metálico en la boca. Se apoyó en la pared del descansillo y resolló.

«Tengo que dejar de fumar», se dijo mientras recuperaba la respiración.

Acercó la oreja a la puerta de la vivienda. No se oía nada. Inspiró aire para infundirse ánimo y tocó al timbre.

Pasaron unos segundos. Seguía sin oírse nada. Olivia estaba impaciente y nerviosa.

De repente escuchó el ruido de un cerrojo al descorrerse y la puerta se entreabrió unos centímetros. Unos ojos oscuros y ojerosos la miraron desde el otro lado de la puerta.

—No quiero comprar nada, gracias —le dijo la mujer en voz baja.

—¿Señora Oliveira? No vendo nada. Solo quiero hablar con usted un momento.

—¿Quién es usted? —inquirió la mujer con recelo.

—Me llamo Olivia Marassa. Soy periodista de El Diario

—¡Déjeme en paz! —le interrumpió haciendo amago de cerrar la puerta.

Olivia se lo impidió apoyando con fuerza la mano sobre la hoja de madera.

—Espere, por favor —suplicó la periodista—. Solo quiero hacerle unas preguntas. Prometo no molestarla más de lo debido.

Guadalupe rebajó la presión y, sin abrir del todo la puerta, le preguntó:

—¿Cómo se ha enterado?

—Pasaba por allí y vi los coches de la policía, la ambulancia…

—No de eso —interrumpió Guadalupe—, ¿cómo se ha enterado de que yo estuve allí?

—Tengo mis fuentes —contestó Olivia de forma escueta.

Guadalupe Oliveira abrió la puerta del todo y la invitó a entrar.

El interior del apartamento contrastaba con la sordidez del resto del inmueble. Estaba pulcro y ordenado. La vivienda era pequeña, compuesta por un salón con una cocina americana, la cama y un baño. Todo ello en el mismo espacio. No había tabiques que separaran las estancias. Los muebles eran sencillos, pero el conjunto resultaba acogedor. Era la vivienda de una persona práctica, a la que le gustaba sentirse en su hogar cada vez que regresaba a casa, y que evitaba los adornos superfluos.

Guadalupe la invitó a que se sentara en el sofá de dos plazas. Ella hizo lo mismo en un butacón orejero situado justo enfrente. No la invitó a tomar nada. Esperó, en silencio, sentada muy recta en el borde del sillón y expectante.

Olivia sacó su cuaderno de notas y comenzó a hablar:

—Señora Oliveira, estoy aquí porque sé que ayer usted encontró el cuerpo de un hombre en el polígono. También sé en qué circunstancias lo encontró…, en qué circunstancias estaba el cuerpo… y…

—Si usted sabe tanto, no sé para qué me necesita —la cortó Guadalupe sin miramientos.

Olivia se revolvió incómoda, cogió aire y volvió a la carga. Los cinco primeros minutos eran siempre los peores.

—¿Por qué volvía caminando a esas horas de la noche y por una zona tan solitaria?

—¿Sabe dónde trabajo?

—Sí, en La Parada.

—Bien… espero que ese detalle quede entre nosotras.

—No hay problema —contestó Olivia sabiendo que la ocupación de Guadalupe sería carnaza para los demás periódicos y, una vez que se enteraran, no tendrían ningún pudor en publicarlo. Es más, probablemente la palabra «prostituta» ocuparía algún que otro titular.

—Cuando salí de trabajar hacía una noche muy agradable. Mi casa está muy cerca del polígono y más si cojo el atajo del descampado. En realidad, es un paseo y me apetecía estirar las piernas.

—¿Se cruzó con alguien?

—¿A esas horas y un jueves de madrugada? Ni gatos hay por las calles.

—Pues no fue un gato lo que mató a ese tipo.

—No me crucé con nadie.

Guadalupe titubeó y ese momento de indecisión no pasó desapercibido a Olivia.

—Guadalupe, ¿de verdad que no vio a nadie? —La mujer apartó la mirada, como valorando la conveniencia de seguir hablando—. Escuche, no publicaré nada que usted no quiera.

—Está bien… vi un coche… justo antes de encontrar el cuerpo… y venía de esa misma calle.

—¿Vio al conductor? ¿La matrícula?

—Nada. Estaba oscuro y venía a mucha velocidad. No me fijé. ¡Cómo iba a imaginar algo así!

Guadalupe se echó las manos a la cabeza en un gesto de desesperación.

—Me he devanado los sesos pensando en ese coche, porque sé que hubo algo que me llamó la atención.

Olivia se sentó más al borde del sofá. Miró a Guadalupe con expectación, pero esta resopló y se hundió en la butaca, como desfondada.

—¿El qué? —la apremió Olivia.

—No lo recuerdo —reconoció Guadalupe con pesar—, por más que lo intento… sé que asocié lo que vi con un recuerdo… pero… lo siento… no me viene a la cabeza.

Se quedaron ambas en silencio. Olivia anotó algo en el bloc y siguió preguntando:

—¿Se fijó en la víctima? ¿Podría haber sido un cliente de La Parada?

—Me fijé en la sangre… Fue lo primero que vi… sangre por todas partes, oscura. Parecía gelatina… ¡Pobre Guzmán!

Olivia enarcó las cejas con asombro.

—¿Guzmán? Entonces ¿lo conocía?

—Sí. Guzmán Ruiz. Era un cliente habitual de La Parada y amigo personal del jefe, de Germán.

—¿Germán?

—Germán Casillas, el propietario del club. Lo llaman el Tijeras. Un mal bicho.

Olivia anotó el nombre y lo subrayó varias veces.

—Oiga, no quiero que me mencione, no quiero que diga que yo le conté todo esto. Si lo quiere publicar, tendrá que buscarse a otra persona que se lo cuente. Si no, aquí termina la conversación.

—Tranquila, no la mencionaré y cuanto me diga será contrastado antes de publicarlo. Aunque no se lo crea, aún hay periodistas que tenemos un poco de ética.

—Ya veremos —señaló Guadalupe con escepticismo.

—¿Qué sabía de Guzmán Ruiz? ¿Lo conocía bien?

—No mucho. A él le gustaban más jóvenes, ¿sabe? Venía bastante por el club. Al menos tres veces por semana.

—¿Y de su vida personal?

—Lo poco que se oía, lo que contaban algunas de las chicas, rumores de pasillo. —Guadalupe hizo un movimiento con la mano como restándole importancia al comentario.

—¿Qué rumores? —insistió Olivia.

—Que estaba casado, pero que era un matrimonio rarito. Al parecer la mujer consentía en que él fuera un putero. Cosas por el estilo.

—¿Sabe dónde vivía?

—No, pero se comenta que vivió en Lugo muchos años.

—Decía antes que era amigo del dueño.

—Sí. De hecho, Guzmán a veces actuaba como si el club fuera suyo y Germán se lo consentía.

—¿De qué manera se comportaba?

—Era prepotente y autoritario con las chicas. Y, por lo que cuentan, casi nunca pagaba por… los servicios. Corrían a cuenta de la casa. Además, pasaba mucho tiempo en el despacho con Germán.

—¿Sabe si tenía enemigos?

—No lo sé. Ya le digo que no lo conocía tanto. Pero una cosa le diré: dime con quién andas y te diré quién eres. Y si andaba mezclado con Germán, no era trigo limpio, más de un enemigo tendría, eso seguro.

—¿Estuvo anoche en La Parada?

—No. No lo vi.

En ese preciso instante, sonó el móvil de Guadalupe. Contestó a la llamada y se fue hacia la cocina para hablar. Olivia observó cómo la mujer tensaba el cuerpo. Tan solo respondía con monosílabos. La conversación duró apenas dos minutos. Cuando regresó al salón, su actitud había cambiado.

—Me temo que no puedo contarle mucho más. Se hace tarde y tengo cosas que hacer —apremió Guadalupe a Olivia. De repente, hizo notar que no veía el momento de que esta se marchara.

La periodista se levantó, le dio las gracias por recibirla y se encaminó a la puerta.

—Guadalupe, tenga mi número de teléfono —le ofreció una tarjeta—. Si recuerda algo o necesita hablar, llámeme.

La mujer cogió la tarjeta y, en cuanto la periodista cruzó el umbral, cerró la puerta sin siquiera despedirse.

—Quien la llamara la ha puesto muy nerviosa —se dijo en voz alta Olivia mientras bajaba las escaleras de dos en dos.

Una vez en la calle miró su reloj de pulsera. Era casi mediodía. Ya tenía titular. Pero necesitaba contrastar la información de Guadalupe.

Telefoneó a Mario. Contestó al segundo tono de llamada.

—¿Te apetece acompañarme al puticlub? —le preguntó a bocajarro Olivia.

—Dame quince minutos. Espérame en la cervecería que está frente al templete de los músicos de Noreña.

—¿En El Viejo Almacén?

—Ahí mismo.

—Vale. No tardes.

Olivia se metió en el coche. Empezaba a apretar el calor. Y le apetecía una cerveza bien fría.

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