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Capítulo 16

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Castro y Gutiérrez entraron en la comisaría con gesto cansado. Subieron a la primera planta donde estaban ubicadas las dependencias del Grupo de Homicidios. Se trataba de una estancia diáfana, con mesas formando una L, de madera clara. Los puestos de trabajo se veían rebosantes de carpetas, expedientes y papeles. No había en aquella sala una sola mesa a la que no le hiciera falta una limpieza.

Nada más entrar en la unidad, un agente de uniforme se acercó a ellos y les hizo entrega de una carpeta.

—El informe forense —dijo sin expresar más emoción que la de librarse del expediente—. También se han comprobado las llaves encontradas en el cadáver. Una de ellas abre la puerta trasera que da acceso al recinto del puticlub.

Los agentes intercambiaron una mirada de satisfacción. Germán Casillas les había mentido. O quizá desconocía que la víctima estuviera en posesión de una copia. Pero ¿cómo un cliente, por muy habitual que fuera, se podía hacer con una llave? Y más del negocio de un hombre tan desconfiado como Germán Casillas. ¿Quizá se la había facilitado una de las putas?

El Tijeras tenía mucho más que contar de lo que había demostrado. Castro se acercó a su mesa y encendió el ordenador.

—Está bien. ¿Ha visto el informe el comisario? —preguntó Castro.

—No, señor.

Castro se acomodó en la mesa y abrió la carpeta. Echó un vistazo rápido al informe.

—¿Alguna cosa más? —interpeló sin levantar la vista de los papeles.

—Estamos investigando los números de cuenta de la víctima, señor.

—Entonces, la juez ha cumplido con las órdenes judiciales. —Fue la ratificación de un hecho que el inspector daba por seguro. La magistrada había dejado muy clara su intención de colaborar en todo lo necesario. Y, al parecer, lo estaba cumpliendo.

—Sí, señor. No ha puesto problemas. También hemos traído el ordenador personal de Guzmán Ruiz. Los informáticos están con él. Según su mujer tenía un teléfono móvil de última generación. Hemos introducido el número en SITEL[4]. La última localización lo sitúa en un radio de cien metros de donde apareció el cadáver. La triangulación no es precisa al centímetro, pero el margen de error es pequeño, aunque seguimos sin encontrarlo. No estaba en los alrededores de la escena del crimen, ni tampoco en su casa, ni en su coche. No hay rastro del terminal. Y también hemos solicitado a la compañía telefónica el registro de llamadas, pero tardarán dos o tres días en mandarlo y, estando el fin de semana de por medio, no creo que nos llegue antes del lunes.

—¿Ya ha aparecido su coche?

—Lo han traído hace una hora. Estaba aparcado en Pola de Siero, en una calle del centro, muy cerca de su casa. Los técnicos están buscando huellas y rastros serológicos. También buscarán en el navegador las rutas que siguió las horas previas a su muerte.

—Quizá habría que remontarse a un par de semanas antes. Nos podría dar una idea aproximada de sus rutinas.

—Sí, señor.

Castro cerró la carpeta y miró al agente, que continuaba impertérrito a la espera de órdenes.

—Gracias. Por el momento, eso es todo, agente —concluyó el inspector.

Gutiérrez no se había pronunciado. Seguía la conversación desde su mesa, ubicada justo enfrente de la de su jefe, mientras revisaba el correo electrónico.

—¡Inspector Castro, a mi despacho!

El comisario, Valentín Rioseco, era un hombre rudo con la palabra y más aún en el trato, que, además, tenía la férrea costumbre de dirigirse a sus subalternos respetando escrupulosamente la jerarquía. La orden aparentemente dirigida solo a Castro incluía también a Gutiérrez, pero al comisario, estando el inspector presente, jamás se le hubiera ocurrido incluir en la frase a un agente de menor rango.

Castro y Gutiérrez se miraron y entraron en el despacho de Rioseco.

Hombre de modales ásperos y directos, no era propenso a andarse por las ramas.

—Ponedme al día —ordenó mientras se sentaba detrás de su escritorio y alargaba la mano para coger el informe que le ofrecía Castro.

—Hablamos con Germán Casillas, el dueño de La Parada. La víctima era cliente habitual. Ayer no fue por allí. La última vez que le vieron fue el martes por la noche. Llegó, cenó y estuvo con una de las prostitutas, Alina Góluvev —explicó Gutiérrez.

—¿La habéis investigado?

—Aún no. Meteremos su nombre en la base a ver qué nos encontramos. Pero hemos hablado con ella. Confirma la versión de Casillas, punto por punto.

Gutiérrez comprobó sus notas y continuó:

—Casillas oculta algo. Se puso nervioso con nuestra visita. Hay una puerta trasera que comunica el recinto de La Parada con el polígono industrial. Según nos dijo, nadie más que él tiene llave de esa puerta. Pero en el llavero de Guzmán Ruiz había una copia.

—¿Puede ser que no sepa de la existencia de esa copia? —preguntó el comisario.

—Es posible, aunque no probable. Casillas es perro viejo. Si la víctima tenía una llave, estoy convencido de que era porque Casillas quería que la tuviera. Allí dentro no se le escapa nada —aseveró el inspector.

—Traed a Casillas. Volved a hablar con él. Y apretadle. ¿Dónde estaba anoche, a la hora en la que se fija la muerte de Ruiz?

—Afirma que no se movió de La Parada en toda la noche. Y que tiene testigos.

—Comprobad esa coartada. Aunque imagino que no sacaréis nada en limpio. Los testigos dirán lo que él quiere que digan. —El comisario se aclaró la garganta.

—Ya hemos hablado con algunos. Un par de «relaciones públicas», como él llama a sus putas, confirman la coartada. Aún tenemos que hablar con una docena más de nombres —aclaró Gutiérrez con rapidez.

—Y Alina Góluvev, que como ya hemos dicho, corrobora su versión.

El tono de Castro dejaba entrever escepticismo.

—Una versión demasiado… perfecta —añadió Gutiérrez.

El comisario se tocó el mentón, en actitud reflexiva.

—Si Guzmán Ruiz era cliente de La Parada, Guadalupe Oliveira tuvo que reconocerle.

El inspector Castro se mostró de acuerdo con el comisario.

—¿Por qué no dijo nada? —inquirió Rioseco.

—Se lo preguntaremos esta tarde. Vendrá a comisaría a prestar declaración en… —Castro miró su reloj de pulsera— menos de dos horas.

—En cuanto al informe forense —dijo el comisario abriendo la carpeta—, lo que ya sabíamos en cuanto a la hora y causas de la muerte. El análisis de tóxicos ha dado negativo. No había rastros de drogas. El contenido del estómago no aporta nada. Tenía una tasa de alcohol que superaba lo permitido: 0,65.

—Así que nuestra víctima estuvo bebiendo antes de morir, y mucho. —El inspector cambió de posición en la silla.

—Eso parece —confirmó Rioseco—. No había ADN, ni fibras, ni rastro alguno en el cadáver. Pero se ha encontrado un pelo de animal en la camisa de la víctima. Están intentando determinar de qué tipo de animal.

—Guzmán Ruiz y su mujer no tienen mascotas —aclaró Gutiérrez frunciendo el ceño.

—No ha de ser necesariamente de una mascota. Podría ser pelo hasta de una ardilla. La urbanización donde vivía la víctima linda con un pequeño bosque. Pero es una pista más a tener en cuenta —enfatizó el comisario.

—Una pista muy endeble. El pelo, sea de lo que sea, pudo transferirse a su camisa de muchas formas y ninguna de ellas delictivas. Aunque es algo —concluyó Castro, que no tenía ninguna gana de entablar una discusión con su superior.

El comisario asintió con la cabeza y cerró el informe.

—De momento, tampoco se ha conseguido nada con las huellas dactilares extraídas de la farola bajo la que apareció el cadáver. Hay más de un centenar —informó Rioseco—. ¿Cuáles serán los siguientes pasos?

—Queremos hablar con el propietario de la empresa metalúrgica en la que trabajó Ruiz —explicó Castro.

—¿Pensáis que ha tenido algo que ver? —inquirió el comisario mirando a los dos policías.

—Es una línea más de investigación —respondió el inspector—. Esta tarde también hablaremos con la viuda, Victoria… —Castro miró a Gutiérrez pidiéndole ayuda con el apellido.

—Barreda —añadió Gutiérrez.

—Esta mañana no estuvo lo que se dice muy comunicativa. No quisimos presionarla. A ver si esta tarde logramos aclarar algo más sobre las rutinas de su marido.

Castro dudaba de que Victoria Barreda fuera a aportar información de utilidad a las primeras de cambio. Su instinto le decía que la mujer se había cerrado en banda en todo lo referente a su marido. Y eso, en sí mismo, ya le parecía sospechoso.

—Está bien. Mantenedme informado. Yo hablaré con la juez Requena para ponerla al día —dijo el comisario levantándose de la silla y dando por concluida la reunión.

—Sí, señor —contestaron al unísono los dos agentes.

Castro y Gutiérrez salieron del despacho.

—¿Un café? —preguntó Gutiérrez a Castro.

—Te acompaño a la máquina. Vamos a necesitar sobredosis de cafeína en las siguientes horas. —El inspector se encaminó hacia la sala del café pensando en los dobles turnos de los próximos días—. Aún queda más de una hora hasta que llegue Guadalupe Oliveira. Nos da tiempo a ir a ver a los informáticos. Quizá ya hayan sacado algo del portátil.

—Lo que digas, jefe. Pero primero, el café.

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