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Capítulo 18

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Olivia estaba inquieta y la conversación con Roberto Dorado no había contribuido a calmarla. La noticia estaba en la calle. El nombre de la víctima, también. Y Dorado había vendido el pescado antes de lanzar la red, de manera que ahora ella tenía que salvar el culo de ambos. Se lo había dejado muy claro:

—Olivia, búscate la vida, pero consíguenos un titular que solo tengamos nosotros —le había dicho a la vez que hiperventilaba al otro lado de la línea—. Me da igual cómo lo hagas, pero quiero una página con nuevos datos y la quiero en exclusiva.

—Pero… —había intentado replicar Olivia sin éxito.

—Pero nada. El «pero» es que hemos sido los primeros en informar del crimen. Y tenemos que seguir siendo los primeros ampliando la información.

—Dorado, no hay comunicados oficiales, la policía no suelta prenda…

—¡Tres cojones me importa! —vociferó el jefe de sección—. Lo que cuenten ellos será una información que maneje todo el mundo. Me interesa lo que puedas averiguar tú y que nadie más sepa. —Olivia podía sentir la tensión de su jefe e imaginar su rostro rubicundo encendido—. No te comportes como una becaria y haz tu trabajo. ¡Investiga!

Qué ingenua había sido pensando que solamente ella tendría el titular del crimen, que llevaría la voz cantante en este caso. «¡Cómo he podido ser tan estúpida!», pensó enfadada la periodista. Llevaba media hora recorriendo su salón de lado a lado.

Nada más abandonar La Cantina, Olivia y Mario se fueron directos a la vivienda de ella para esperar a Granados. Utilizaban su casa como punto de encuentro alternativo cuando no convenía que ciertas fuentes fueran vistas en público con la periodista. Mientras esperaban al agente de la Nacional, el enfado de Olivia había ido creciendo de forma exponencial. Su estado de agitación contrastaba con la disposición calmada de Mario, que estaba abstraído desmontando y limpiando la cámara de fotos con un cepillo y un soplador.

—Vas a desgastar el suelo, Livi —intentó tranquilizarla.

—Es que no me lo puedo creer —protestó Olivia iracunda—. Tanto nadar durante todo el día para ir a morir a la orilla.

—No seas dramática. No es para tanto. Lo único que está circulando es que Guzmán Ruiz, vecino de Pola de Siero, ha aparecido muerto.

—¿Te parece poco? —Olivia se detuvo bruscamente y se encaró con Mario—. Te recuerdo que ese era nuestro titular de mañana.

Él dejó la cámara a un lado y observó a la joven con una mirada que decía «ya está bien de chiquilladas».

—Vamos a ver. Punto número uno: no eres nueva en esto y sabes que el hecho de que se corra la voz con una noticia de este tipo es lo habitual, y más en un pueblo. Lo raro sería que nadie hablara del tema. No todos los días asesinan a un vecino de Pola de Siero. Y te recuerdo que tu apertura en el digital no ha contribuido a mantener la historia en secreto —opinó el fotógrafo mientras volvía a centrarse en su Nikon D5, cuyo obturador intentaba dejar impoluto de polvo con un soplador—. Y punto número dos: nadie sabe, de momento, las circunstancias de la muerte, los detalles… digamos… escabrosos del crimen y representan un buen número de datos con que completar el artículo. Hemos hablado con un montón de gente, Olivia. Sabemos cosas del difunto, más allá de su muerte. Quizá debieras de tirar por ahí.

Mario se quedó en silencio y frunció el ceño mientras cogía el cepillo y lo aplicaba al obturador. Una motita de polvo se resistía a salir del cuerpo de su cámara. Mientras, Olivia recapacitaba sobre lo que acababa de decir su compañero. La periodista se dejó caer en el sofá, junto a Mario. Miró el reloj.

—Alberto se retrasa —se quejó.

Pasaban cinco minutos de las cuatro. Justo en ese instante, sonó el timbre de la puerta.

Alberto Granados tenía mejor cara que la madrugada pasada. Estaba recién afeitado y desprendía un olor a colonia fresca que impregnó el pequeño salón de la periodista. Vestido con unos vaqueros gastados, una camiseta gris y unas zapatillas de deporte, perdía el aire formal y tieso que le confería el uniforme. Era atractivo, a pesar de que el cabello le empezaba a ralear en las sienes.

Granados saludó a Olivia y a Mario y se sentó en una de las sillas de la mesa del comedor sin esperar a que le invitaran. No era la primera vez que estaba en aquel salón y tampoco sería la última.

Miró la emisora con cara de pocos amigos.

—¿Una cerveza? —le ofreció Olivia abriendo la nevera.

—¿Por qué no? —respondió el policía despatarrándose en la silla.

—Necesitamos tu ayuda —soltó ella sin preámbulos y acercándole un botellín.

Alberto cogió la cerveza y torció el gesto en una media sonrisa que daba a entender que ya se lo esperaba. Aun así, no contestó. Se limitó a beber un buen trago directamente de la botella.

—¿Hay novedades? —insistió la periodista.

El agente se revolvió en la silla. Se debatía entre el impulso de ayudar a sus amigos y el deber de mantenerse fiel al cuerpo de seguridad al que pertenecía. Olivia parecía que pudiera leer los pensamientos de Alberto.

—Te propongo un quid pro quo —le ofreció ella sentándose frente a él.

—¿Un quid pro quo? —El policía levantó las cejas con incredulidad.

—Si tú me consigues cierta información, yo te cuento lo que sé —propuso la periodista.

Alberto se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa.

—Acabo de salir del turno de noche, así que hasta el domingo por la tarde no entro otra vez.

—¿Y no puedes dejarte caer por la comisaría y poner la oreja? —preguntó.

—Lo que me pides supone algo más que poner la oreja, Olivia.

Esta entrelazó las manos.

—¡Por favor! —suplicó.

Pareció que lo pensaba durante un minuto. Miró a Mario, que seguía a lo suyo, ajeno, al menos en apariencia, a la conversación.

—¿Tú no dices nada? —inquirió el policía dirigiéndose a Mario.

El fotógrafo se rio y, sin levantar la vista, contestó:

—¿Quién, yo? Yo soy un mandao, colega. Lo que diga la plumilla va a misa.

Alberto meneó la cabeza dándose por vencido.

—Está bien. ¿Qué necesitas?

Olivia abrió el cuaderno y pasó las páginas hasta dar con la que quería.

—Necesito saber todo lo que puedas decirme sobre el crimen: si lo mataron en donde apareció el cuerpo o si fue en otro sitio y lo trasladaron; ¿cómo llegó? ¿La policía tiene ya algún sospechoso? Por lo visto, era un cliente habitual de La Parada. ¿Tenía alguna chica fija? Aunque me da la impresión de que era algo más que cliente.

—Pareces una ametralladora… No me va a resultar fácil conseguirte la información sin que sumen dos y dos cuando salga publicada. —Granados cogió aire—. Y hay información que, aunque la consiga, no te la podré pasar, si no quiero comprometer la investigación.

—Nosotros hemos hablado con Guadalupe Oliveira y dio a entender que, además de cliente, Ruiz era amigo de Germán Casillas, el dueño del puticlub. También dio a entender que le gustaban jovencitas.

Olivia repasó sus notas y continuó explicando sus hallazgos:

—También hablamos con la secretaria de Germán Casillas, en La Parada. No nos contó demasiado, pero nos facilitó la dirección de Ruiz. Eso prueba que allí lo conocían bastante bien.

—No necesariamente —rebatió Granados—. Solo demuestra que era habitual y que le gustaba hablar. No implica nada más allá de la relación que pueda tener una prostituta con su cliente. Muchos hombres frecuentan la compañía de profesionales solo para que los escuchen.

—Quizá tengas razón. De cualquier forma, yo sigo pensando que era algo más que un cliente.

—Puede ser. Tal y como lo mataron… parece personal… tanto ensañamiento… Quien lo hizo lo odiaba y mucho.

—Entonces ¿se ha descartado el robo?

—¿Tú no lo descartarías? Además, creo que llevaba encima cartera, dinero, llaves… Aparentemente, no le robaron nada.

—Para la edición de hoy necesitaría poder complementar la noticia con algún dato confirmado.

—Está bien… lo intentaré —claudicó Granados.

—Y otra cosa…, estoy pensando…

—¡Ni lo intentes! Cada vez que lo dices, me acojonas.

Esta vez fue Mario el que tomó la palabra. Había guardado la cámara en la bolsa y estaba retrepado en el sofá.

Olivia levantó la cabeza del cuaderno y le guiñó un ojo a su compañero.

—Cuando pienso soy mucho más interesante, guapo.

Granados apuró la cerveza e hizo ademán de levantarse.

—Espera —lo detuvo Olivia—. También hemos sabido que hace años, siendo mucho más joven, pasó algo en el colegio donde trabajaba que lo obligó a salir huyendo de Pola de Siero. Al parecer se marchó a Lugo, donde conoció a su mujer, quien, por cierto, es veinte años menor que él, y donde vivió hasta hace cuatro años, cuando regresó a Pola de Siero.

—¡Caray! Podrías presentarte a inspector de policía —exclamó Granados asombrado.

—Quizá la mujer aún tenga parientes allí. ¿Habría forma de que te enteraras? —continuó Olivia haciendo caso omiso del comentario de Alberto.

—Eso será fácil —aceptó Granados—. Y ahora sí que me voy.

—¿Hablamos en un par de horas? —quiso saber ella.

—Yo te llamo.

Olivia acompañó al agente hasta la puerta. Cuando la cerró, Mario se levantó del sofá.

—¿No estarás pensando lo que me temo que estás pensando? —preguntó con gesto sombrío.

—No sé qué crees que estoy pensando —contestó ella con voz inocente, mientras encendía el ordenador portátil.

Eran casi las cinco de la tarde. Tenía que empezar a plantear la noticia.

—No me parece buena idea, ni es necesario que vayas a Lugo. ¿Qué esperas encontrar allí?

Olivia miró a Mario y se ruborizó sintiéndose como una niña pillada tras una fechoría. A veces le asustaba la empatía que le demostraba. Era como si estuviera dentro de su mente. Era hombre de pocas palabras, siempre lo había sido, observador por naturaleza y, normalmente, cuando afirmaba algo, rara vez se equivocaba. Mario era un hombre templado y concienzudo, apasionado de su trabajo y muy meditabundo. No obstante, esta vez Olivia lo notaba distante, distraído y sin ningún entusiasmo, más allá del mero hecho de seguirla como una triste sombra. Quizá el problema de Nico le estaba afectando más de lo que ella creía.

—Te estás obsesionando con este caso. Tienes aquí suficientes hilos de los que tirar sin necesidad de hacer ninguna excursión a Galicia —continuó Mario con el tono contenido y semblante serio.

—Tengo la sensación de que en Galicia encontraré respuestas —replicó Olivia con voz trémula.

—¿Respuestas a qué? Por Dios Santo… Al tío lo mataron aquí, no en Galicia —estalló Mario.

—Estarás conmigo en que la muerte de este hombre denota mucha rabia. Vivió treinta años en Galicia y al poco de regresar, lo matan y de qué manera —se defendió la periodista de forma apasionada—. Está claro que su pasado pudo seguirle hasta aquí.

—No seas melodramática. No fue al poco de llegar. Hasta donde sabemos, llevaba en Pola de Siero al menos cuatro años. Si es verdad lo que dices, ¿por qué esperar cuatro años para acabar con él? No tiene sentido —contraatacó Mario perdiendo parte de su compostura.

—Mario, ¿por qué te enfadas? Es natural que sienta curiosidad después de lo que nos han contado en el bar. El tío no era trigo limpio y creo que algo pasó en Galicia. Lo que pasó aquí lo sabemos…

—No lo sabemos con seguridad… Solo lo que nos contó el del bar —replicó el fotógrafo.

—Da igual… fue hace treinta años… Lo que ocurriera entonces tiene menos relación directa con su muerte que lo que pueda haber pasado en Lugo…, al menos, temporalmente hablando, ¿no?

—Creo que esta vez te equivocas.

—Puede ser, pero qué hay de malo en intentar demostrar lo contrario —rebatió Olivia.

—No te voy a convencer, ¿verdad?

—No. Pero para poder hacerlo, necesitaré tu ayuda.

Mario volvió a sentarse en el sofá con resignación. En las últimas horas se le habían acentuado las ojeras. Olivia no quería disgustarlo. Se sentó a su lado y apoyó una mano en su hombro.

Pancho, que hasta entonces no había salido de la habitación de Olivia, se acomodó entre los dos, frotando su lomo contra el brazo del fotógrafo.

—Solo será un día. Y te prometo —levantó la mano derecha— que no me meteré en líos.

Mario sonrió por primera vez en toda la tarde. Cogió a Pancho y lo puso sobre su regazo, acariciándole el lomo. El gato ronroneó y arqueó el cuerpo en señal de satisfacción.

—Está bien —se rindió Mario—. ¿Cuándo quieres ir?

—Depende de lo que descubra Alberto. Aunque, si me consigue nombres y direcciones, mañana mismo.

—¡Mañana! —exclamó el fotógrafo dejando a Pancho en el suelo—. ¿No es muy precipitado?

—No. Cuanto antes, mejor.

—¿Y qué pretendes que haga yo?

—Necesito que intentes hablar otra vez con la mujer de Ruiz. A ver si consigues que te cuente algo sobre su marido. A estas alturas, imagino que ya sabrá por la poli de sus andanzas nocturnas.

—¿Algo más?

—Que estés atento. Déjate caer por la urbanización y por el bar donde estuvimos hoy. Puede que oigas algo. También sería bueno localizar a algún profesor que diera clases en el colegio hace treinta años. Tú estudiaste allí. ¿No conoces a nadie?

—Han pasado muchos años, Livi. Va a ser complicado, pero lo intento.

Mario se levantó, se desperezó igual que hubiera hecho un gato, estirándose cuan largo era, y recogió su bolsa.

—¿Te vas ya? —preguntó Olivia mientras volvía a sentarse frente a su ordenador.

—Sí. Voy a acercarme hasta casa. Quiero colgar las fotos en el servidor. Luego me paso por aquí.

Olivia asintió sin prestar más atención a la marcha de su compañero. Se acababa de conectar a Progressus, el servidor remoto del periódico que le daba acceso a la intranet del diario. Tenía frente a sí una página maquetada con dos fotos y sin faldones de publicidad. Demasiado texto para tan poca información.

Cruzó los dedos y pensó en Alberto Granados y en las dos horas que faltaban para saber si tenía un titular digno o no.

Resopló y comenzó a teclear. Tenía que conseguir esa exclusiva como fuera.

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