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Capítulo 19

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Guadalupe Oliveira se presentó puntual en comisaría. El inspector Castro la estaba esperando. Le indicó con amabilidad que se sentara en una silla delante de su mesa.

—Si no está cómoda aquí, podemos pasar a un despacho —le sugirió.

La mujer negó con la cabeza mientras se colocaba el bolso en el regazo y lo apretaba con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Castro notó enseguida el estado de nerviosismo en que se encontraba.

—Señorita Oliveira, está usted aquí en calidad de testigo. No debe estar inquieta. Su colaboración es valiosa para nosotros, ya que fue usted quien encontró el cuerpo y pudo observar detalles que a nosotros se nos han podido escapar —comenzó Castro intentando tranquilizar a la mujer.

Guadalupe se relajó de forma visible, aflojando la presión sobre su bolso y distendiendo los músculos faciales. La mujer soltó un casi imperceptible suspiro de alivio.

—¿Qué desea saber, señor…?

—Soy el inspector Castro. Y mi compañero, el subinspector Gutiérrez —se presentó señalando a Jorge que, en ese momento, estaba sentado a su mesa, aparentemente concentrado en la pantalla del ordenador. Habían acordado ejercer la menor presión posible sobre la mujer y dos policías sentados frente a ella no era el mejor modo de hacerlo—. Ambos nos encargamos de la investigación del caso.

Guadalupe le dedicó una fugaz mirada a Gutiérrez, que ni siquiera levantó la mirada del ordenador, y volvió a centrarse en el inspector.

—Sus compañeros ya hablaron conmigo esta madrugada. Y también hablé con la juez, una señora muy agradable —dijo con voz trémula.

—Sí. Hemos leído la declaración. Pero necesitamos que nos aclare ciertos detalles.

—Lo que necesite.

—Bien. Su nombre es Guadalupe Oliveira y trabaja en La Parada, ¿cierto?

—Sí, señor.

—¿En qué consiste su trabajo?

Guadalupe miró al suelo y vaciló, hecho que no pasó desapercibido al inspector.

—Señorita Oliveira, estamos ante una investigación criminal, tenemos un cuerpo en el depósito brutalmente mutilado. Créame si le digo que su forma de ganarse la vida es lo menos importante ahora.

Ella se recompuso y contestó, levantando la barbilla de modo desafiante.

—Soy prostituta.

Miró a Castro retándole a que juzgara su condición. El inspector hizo caso omiso de la provocación y continuó con las preguntas:

—Según su declaración, anoche trabajó hasta las tres de la madrugada aproximadamente, ¿es correcto?

—Sí.

—¿Qué hizo cuando salió de trabajar?

—Decidí ir caminando a mi casa.

—¿Por qué?

Guadalupe parpadeó dos veces, sorprendida por la pregunta.

—Pues… porque hacía buena noche, me apetecía caminar y mi casa no está demasiado lejos del polígono. Además, resulta más barato que el taxi.

—¿Suele ir caminando a su casa?

—No siempre…

—¿Por dónde salió del recinto de La Parada?

—Por la puerta trasera. Da directamente al polígono.

—¿Siempre sale por ahí?

—Sí. La puerta delantera da a la carretera nacional que conduce a Pola de Siero. Andando supone un rodeo de, al menos, tres kilómetros para llegar al polígono.

—¿Y por dónde accede a La Parada?

—Por la entrada principal. Esa puerta trasera se puede abrir desde el interior, pero desde el exterior hace falta una llave que yo no tengo.

—¿Sabe quién tiene la llave de esa puerta?

—Germán Casillas —contestó Guadalupe con voz vacilante.

—¿Alguien más? —Castro insistió, consciente de que la mujer no estaba diciendo la verdad.

Guadalupe negó con la cabeza, sin mirar a los ojos al inspector. Este respiró hondo y se apoyó en la mesa, entrelazando las manos.

—Señorita Oliveira, entre las pertenencias de Guzmán Ruiz encontramos una llave que abre esa puerta. ¿Alguien más tenía copia de esa llave?

Guadalupe se mantuvo en silencio. No podía hablar más de la cuenta. Si lo hacía, Germán la mataría. Una cosa era la libertad de la que gozaba para ejercer y vivir su vida sin interferencias de su jefe y otra muy distinta morder la mano que le daba de comer. Alina había sido muy clara y persuasiva cuando la llamó por teléfono para pedirle que cerrara el pico. No, no fue una petición. Fue una advertencia, una orden dada con firmeza e intimidación.

¿Qué sabía la policía? ¿Hasta dónde podía callar sin parecer sospechosa o cómplice de lo que fuera que tramaban Guzmán y Casillas?

Castro insistió.

Guadalupe salió de sus meditaciones y miró al policía que trataba de averiguar si aquella mirada decidida y serena podía leer en su interior. Decidió que era mejor contar la verdad.

—Guzmán también tenía llave. De hecho, solía usar esa puerta para entrar en La Parada.

—Hace lo correcto, Guadalupe —intentó tranquilizar a la mujer—. ¿Era habitual la presencia de Guzmán Ruiz en La Parada?

—Escuche, Germán Casillas no puede saber que les he contado nada —suplicó Guadalupe visiblemente nerviosa—. Es capaz de todo. Y ahora mismo estoy muy asustada.

—Usted cuénteme todo lo que sabe. Nosotros podemos protegerla y le aseguro que nada de lo que diga saldrá de aquí. No obstante, tiene que entender que esto es una investigación en curso.

Guadalupe se tomó un segundo para ordenar las ideas.

—Ruiz era habitual. Venía a La Parada dos o tres días a la semana.

—¿Siempre los mismos días?

—No siempre. No tenía días fijos, si a eso se refiere.

—Pero para tener una llave de una entrada trasera debía de ser más que un cliente, ¿no?

—Tenía amistad con Germán. De hecho, dentro del club tenía privilegios. A veces se comportaba como si fuera el dueño.

El inspector Castro ya se imaginaba que Casillas les había mentido cuando afirmó no conocer a Ruiz más allá de su relación como cliente. Pero ¿por qué mentir sobre este punto? ¿Qué importancia podía tener que mantuvieran una relación de amistad? La omisión solo podía significar una cosa: presunción de culpabilidad.

—¿Sabe si Ruiz tenía enemigos?

—No lo sé. No lo conocía bien. No era uno de mis clientes.

—¿Estuvo anoche en La Parada?

—No lo vi. Creo que no.

—¿Y Germán Casillas?

Guadalupe volvió a dudar.

—Tampoco lo vi —contestó casi en un susurro.

—¿No lo vio porque no estaba o no lo vio porque estaba ocupada con un cliente? —insistió Castro. Era un punto importante para intentar desmontar la coartada del Tijeras. Sería la primera persona en reconocer que Casillas no estuvo, como él había asegurado, toda la noche en La Parada.

—Estuve ocupada con un cliente aproximadamente una hora. Pero el tiempo que permanecí en el salón no vi a Germán en ninguna ocasión.

—¿Pudo haber estado en su despacho? —volvió a preguntar el inspector.

—Sí, pero a él le gusta mezclarse con los clientes, con las chicas… Pasa ratos en su despacho. Si hubiera estado, en algún momento de la noche, le habría visto.

El inspector Castro notaba un hormigueo en el estómago. A Casillas empezaba a acabársele la suerte.

—Volvamos a cuando descubrió el cuerpo, imagino que lo reconoció.

—No… quiero decir, sí.

—¿Sí o no, señorita Oliveira?

—En un primer momento, no. Solo vi un amasijo de… carne… y mucha sangre. Pero… pero… después me di cuenta de que era… el señor Ruiz.

—Esta madrugada no comentó nada, ni a mis compañeros de la Judicial ni a la señora juez.

Guadalupe no contestó.

—¿Puedo saber el motivo? —Castro intentó que la pregunta pareciera cordial y no una acusación de omisión de información.

—No lo sé… estaba conmocionada… nerviosa… y en la ambulancia me dieron unas pastillas que me aturdieron… No lo pensé, no lo pensé hasta que llegué a casa y le di vueltas a lo ocurrido.

—Está bien… Cuénteme qué vio o qué pasó desde que salió de La Parada hasta que encontró el cuerpo.

Guadalupe Oliveira le relató, secuencialmente, cómo había bajado la calle, cómo la sorprendió el coche que giró a gran velocidad desde la calle donde estaba el cuerpo, cómo pensó, al ver el bulto tirado en la acera, que se trataba de un saco de basura… hasta que estuvo a la altura del cuerpo y comenzó a correr, perdiendo los zapatos por el camino, hecho este del que no tenía recuerdo. Como tampoco recordaba haber marcado el 112 o haber estado en un vehículo policial hasta que llegó la ambulancia.

—Está todo muy confuso. Siento no ser de más ayuda —concluyó.

—Está siendo de mucha ayuda, señorita Oliveira. ¿Se fijó en el coche?

—Era un coche pequeño y de color blanco. No sabría precisar el modelo o la marca.

—¿Y la matrícula o algún distintivo?

—Me llamó la atención algo del coche, pero no consigo recordar el qué… ya se lo comenté a la señora juez y a la periodista…

—¿Ha hablado con la prensa? —interrumpió Castro con alarma en el tono de voz.

—Esta mañana estuvo una periodista en mi casa. Sabía que yo había encontrado el cuerpo y en qué estado se encontraba. Me estuvo haciendo preguntas… casi las mismas que usted me ha hecho ahora.

El inspector Castro frunció el ceño y no ocultó la preocupación que le embargaba en ese momento. Si la prensa empezaba a meter las narices y a publicar lo primero que pillase, la investigación podría verse gravemente perjudicada.

—Señorita Oliveira, esa periodista ¿le dijo su nombre y para qué medio trabaja?

—Sí, se llama Olivia, creo recordar, y trabaja para El Diario.

Castro tomó nota y se prometió tener una conversación con ella.

—Bien, le aconsejo que a partir de ahora intente no hablar con la prensa. Tienden a tergiversar y enredar todo. Y eso puede ser perjudicial para la investigación, por no hablar de que usted puede verse gravemente comprometida.

Guadalupe abrió los ojos de forma desmesurada. Castro pudo leer el miedo en ellos.

—Si recuerda cualquier detalle, llámenos —continuó él infundiendo gravedad a su voz—. Por insignificante que le parezca, puede ser importante, por no decir crucial, para la investigación.

Guadalupe le miraba con ojos de preocupación. ¿Por qué no habría llamado a un taxi? De haberlo hecho, ahora no estaría en esa situación. Estaba asustada como no lo había estado en su vida. Quería llegar a casa y encerrarse. Mejor, hacer las maletas y desaparecer. Cuanto más lejos, mejor, donde no la pudieran encontrar ni Casillas, ni Alina, ni nadie.

—… pero insisto en que esté tranquila. Trataremos de usar la información que nos ha facilitado con toda la discreción posible.

Guadalupe volvió a prestar atención a lo que decía el inspector. No era la mejor opción, pero era la única que tenía. Y, aunque la policía nunca le había gustado —más de uno había pasado por La Parada y no en acto de servicio—, en esos momentos no tenía mucho más a lo que aferrarse.

Con ese pensamiento, Guadalupe pareció relajarse.

Una vez que el inspector acabó de tomarle declaración, y la testigo abandonó la comisaría, el subinspector Gutiérrez se acercó a la mesa de su compañero.

—¿Qué tal? —le preguntó Gutiérrez.

—Bien. De momento, es nuestra mejor baza. Ha desbaratado la coartada del Tijeras. Habrá que pedir a una dotación que vigile su casa durante unos días. Está asustada y me temo que su miedo no es infundado.

—Hablaré con el comisario.

—No, ya lo hago yo. Tú, mientras, lee la declaración y ponte al día.

El inspector se encaminó al despacho del comisario pensando en el siguiente interrogatorio del día, el de Victoria Barreda, mujer de la víctima. Tenía que explicarle a la mujer que acababa de quedarse viuda, sin hacer más mella en su dolor, que el hombre con el que había compartido la vida y un hijo era un pedófilo y muy probablemente un proxeneta.

Castro resopló. A veces odiaba su trabajo.

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