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Capítulo 23

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Un joven agente asomó la cabeza en el despacho donde horas antes el inspector Castro había entrevistado a Victoria Barreda.

—Una mujer pregunta por usted —anunció.

Castro y Gutiérrez, que estaban enfrascados en la lectura de los informes y el análisis de todas las pruebas del caso, levantaron la cabeza al mismo tiempo.

—¿Qué mujer? —preguntó el inspector.

—Ha dicho que quiere hablar con quien lleve el caso de Ruiz. Que es importante.

—¿Le has preguntado el nombre?

El policía enrojeció hasta la raíz del cabello y se encogió de hombros.

—Está bien —atajó Castro con gesto cansado—. Salgo en un minuto.

El inspector se echó hacia atrás en la silla y se desperezó en un vago intento de desentumecer las piernas y los brazos. Habían pasado más de doce horas desde que les asignaran el caso y cuanto más investigaban menos les gustaba lo que encontraban.

Castro salió de la sala y observó a la mujer menuda que esperaba a la entrada de la unidad, acompañada de un hombre alto de aspecto preocupado. Era una pareja singular. Ella, atractiva, de sonrisa fácil y mirada astuta, parecía inquieta y con más ganas de estar fuera que dentro de la comisaría y él, con semblante serio y mirada impasible, irradiaba una actitud protectora hacia su acompañante, que no escapó al ojo observador del policía.

—Buenas noches. Soy el inspector Castro y estoy al cargo de la investigación del caso del polígono de Noreña. Me dicen que quieren hablar conmigo.

La mujer se adelantó. Hablaba deprisa y con tono nervioso:

—Tenemos algo que podría guardar relación con el caso que están investigando.

Castro observó a la mujer. Vestía de manera informal —vaqueros, camiseta y unas deportivas— y no llevaba maquillaje. El pelo sujeto con una goma en una coleta y ni una sola joya. Sobria, pero bella. Tenía un rostro singular, de tez morena y grandes ojos castaños, labios generosos y una dentadura perfecta. El inspector se detuvo en la contemplación de aquella boca más de lo que hubiera debido. Parpadeó. «¿Qué demonios estoy haciendo? —pensó azorado—. Si empiezo a sentirme atraído por las posibles testigos, es señal de que necesito dormir unas horas. El cansancio me está jugando malas pasadas».

Carraspeó intentando disimular su turbación. Recuperó la compostura.

—¿Su nombre?

—Me llamo Olivia Marassa, soy periodista de El Diario. Él es mi compañero, Mario Sarriá, fotógrafo en el mismo periódico —se presentó.

—Sé quién es usted —la cortó el inspector sorprendido y sin ocultar su enfado—. Ha estado hablando con personas implicadas en el caso, poniendo así en peligro la investigación.

—Yo… yo… —balbuceó Olivia aún más nerviosa de lo que estaba. Mario se adelantó apartándola con suavidad y encarándose con el policía.

—Hemos venido a ayudar con la investigación, no a escuchar reprimendas de patio de colegio —le espetó taladrando con la mirada a Castro.

Castro mantuvo el pulso y tras unos segundos de tensión, soltó el aire y decidió templar los ánimos.

—Está bien. Acompáñenme.

Los condujo a la sala donde se encontraban repasando los informes. Les ofreció una silla. Olivia y Mario se sentaron, uno al lado del otro. Gutiérrez recogió los informes y cerró las carpetas que estaban encima de la mesa.

—Les presento al subinspector Gutiérrez. Nos encargamos del caso juntos. Ellos son Olivia Marassa y Mario Sarriá.

—Hummm… la periodista —fue lo único que dijo Gutiérrez.

Olivia enrojeció y pensó en las consecuencias que tendría su apertura del día siguiente. A Dios gracias estaría a muchos kilómetros de distancia, pues no quería estar en el centro de la ira de aquel inspector.

—Bien, ¿qué deseaban contarnos? —les animó Castro, sentándose frente a ellos y cruzando las manos por encima de la mesa.

Olivia metió la mano dentro del bolso y sacó la bolsa de plástico donde había guardado el cuaderno. Sin prisa, lo colocó encima de la mesa y lo empujó hacia Castro.

—Esta tarde alguien dejó este… este paquete a la puerta de mi casa.

El inspector cogió la bolsa y miró en su interior. A continuación, se dirigió a Gutiérrez:

—Jorge, trae unos guantes, por favor. Y unas bolsas de pruebas.

El subinspector salió de la sala y regresó con dos pares de guantes de nitrilo.

—¿Lo han tocado? —les preguntó Castro mientras se ponía los guantes y sacaba el cuaderno de la bolsa.

—Sí, hasta que nos hemos dado cuenta de lo que teníamos en las manos. Entonces hemos utilizado guantes —respondió Olivia sintiéndose ridícula. «Sí, señor inspector, hemos utilizado guantes, pero antes lo hemos tocado, leído y manoseado. Por Dios, ¿por qué le importaba tanto quedar bien delante de aquel arrogante policía?», pensó la periodista.

—¿Lo han tocado los dos? —insistió el inspector.

—Me temo que sí. Mario fue quien encontró el sobre. Los dos hemos leído la nota y tocado el cuaderno —contestó ella cabizbaja.

—Tendremos que tomarles las huellas para descartarlas.

Ambos asintieron en silencio.

El inspector Castro examinó el cuaderno y la nota.

—Creemos que ese cuaderno podría haber pertenecido a Guzmán Ruiz. Es más, pensamos que la mancha de la tapa interior podría ser sangre.

Castro hojeó el cuaderno con detenimiento. Efectivamente, la mancha en la parte interior de la cubierta parecía sangre. El cuaderno no tenía nada de especial: de tamaño cuartilla, tapas duras de cartón forrado en papel negro, hojas de poco gramaje de color blanco. Sin distintivos ni marca. En cuanto a la nota, estaba escrita a ordenador en un papel DinA4 blanco. A simple vista, sin pistas.

En cuanto al sobre, acolchado en el interior con papel burbuja, era de papel manila y cierre adhesivo. Sin remitente, ni destinatario. Un sobre corriente de los que se adquieren en cualquier oficina de Correos o en cualquier librería.

—Llama a los de la Científica. Diles que les mandamos unas pruebas para que las analicen y busquen huellas, restos de ADN… Que les den prioridad.

Gutiérrez introdujo el cuaderno, la nota y el sobre en sendas bolsas para pruebas y salió de la sala cerrando la puerta tras de sí.

—Señorita Marassa, ¿qué le hace pensar que este cuaderno podría estar relacionado con el asesinato de Guzmán Ruiz?

—En primer lugar, porque está manchado de sangre. En segundo lugar, porque yo estoy investigando para mi periódico el suceso. Hoy ya ha salido una apertura firmada por mí. En tercer lugar, porque parece un libro de registro, una contabilidad paralela, y sabemos que Guzmán Ruiz trabajó en un banco, sabía de contabilidad y no era trigo limpio. Y en último lugar por la nota, que era bastante explícita —argumentó Olivia.

—Entonces ¿cree que quien cometió el crimen la ha elegido a usted como… intermediaria? —el tono de Castro sonó jocoso.

—No —respondió cortante Olivia. No iba a permitir que se mofara de ella—. Creo que quien haya cometido el crimen quiere que este cuaderno salga a la luz, quiere que le quitemos a Ruiz la máscara de respetabilidad que tiene de cara al público.

—Bien… puede que tenga razón. Pero tiene que conocerla, al menos lo suficiente para saber dónde vive.

—En la comarca me conoce mucha gente, inspector. Llevo más de diez años de reportera en la zona.

—¿Tiene alguna idea o sospecha de quién ha podido dejarle el paquete?

—No, ninguna. Lo dejaron esta tarde apoyado en la puerta de mi casa. Yo estaba dentro, pero no vi ni oí a nadie.

—Cuéntenme la cronología de los hechos de esta tarde hasta que encontraron el paquete.

Olivia miró a Mario de soslayo. Este se mantenía imperturbable y dejaba llevar la iniciativa a su compañera.

—Esta tarde, llegamos a mi casa a eso de las cuatro de la tarde y no vimos nada extraño. Estuvimos allí hasta las seis aproximadamente. A esa hora, Mario se fue a su casa y yo me quedé escribiendo la página de mañana. No oí nada. A eso de las ocho regresó Mario y se encontró con el sobre apoyado en mi puerta.

—¿Vio a alguien, señor Sarriá?

—No —respondió Mario—. El portal estaba abierto cuando me fui y seguía abierto cuando regresé. No me crucé con nadie, ni cuando me iba ni a la vuelta. Cualquiera pudo entrar y dejar el paquete sin ser visto.

—¿Suele estar la puerta del portal abierta?

Esta vez fue Olivia quien contestó:

—Sí, desde hace un par de meses. El pestillo está roto y aún no lo hemos arreglado —se lamentó.

—¿Cuántos vecinos hay en el edificio?

—No pensará que uno de mis vecinos…

—No pienso nada, señorita Marassa —la tranquilizó—, pero necesito conocer todos los datos.

—Somos seis vecinos. Es un edificio de tres plantas y hay dos viviendas por planta. Yo vivo en el tercero.

—Bien, tendremos que ir a hablar con sus vecinos por si hubieran visto algo. Y en cuanto a ustedes —Castro se inclinó hacia delante y apuntó con el dedo a ambos periodistas—, les pediría que dejaran de andar por ahí haciendo preguntas, pero… sería inútil. Así que tomen lo que les voy a decir como un aviso. Están interfiriendo en una investigación de asesinato. El hecho de que indaguen por su cuenta no solo puede comprometer las diligencias, sino que puede ponerles a ustedes en una situación legalmente delicada por no decir… peligrosa.

El inspector recalcó de forma intencionada esta última palabra, deteniéndose en cada sílaba. Quería que fueran conscientes de dónde se estaban metiendo. Mario ni pestañeó. Pero Olivia se removió nerviosa en su silla y carraspeó.

—Quien haya cometido este crimen les ha puesto en su punto de mira —continuó el policía—, y eso no es nada bueno.

Olivia tragó saliva.

—¿Cree que podrían hacernos daño? —preguntó la periodista sin ocultar su inquietud.

—Pienso que lo más seguro y lo más sensato es que se mantengan al margen. —Castro obvió la pregunta de Olivia con toda la intención. No creía que la periodista corriera ningún peligro. Pero un poco de miedo en el cuerpo no le vendría mal, si así conseguía que dejara el trabajo de investigación a la policía.

En ese momento, Gutiérrez entró en la sala y volvió a ocupar su sitio. Se acercó al inspector y le susurró algo al oído.

—Bien —continuó Castro—, y ahora que está todo claro, cuéntenme qué han averiguado sobre el caso.

Olivia y Mario se miraron. No esperaban este giro en la conversación. La sorpresa quedó reflejada en sus rostros, lo que provocó que el inspector Castro se sintiera interiormente satisfecho.

—No estamos obligados a contarle nada de nada —espetó con hostilidad Mario.

—Eso es así… hasta cierto punto. No están obligados a revelarnos sus fuentes. Pero si han descubierto algo que pueda ayudar a la investigación, no contarlo sería un error, además de obstrucción a la justicia.

—Pues le aconsejo que compre mañana El Diario y se ponga al día. —Mario se levantó de la silla con brusquedad.

—Espera, Mario —pidió Olivia intentando tranquilizar a su amigo—. Inspector Castro, le contaré lo que hemos descubierto, pero respetaré el anonimato de mis informadores.

Mario volvió a sentarse a regañadientes. Olivia le presionó el brazo en un gesto de complicidad que no mejoró el humor del fotógrafo, pero sí consiguió apaciguarlo.

—Sabemos que fue una prostituta de La Parada, Guadalupe Oliveira, quien encontró el cuerpo y que antes de eso vio un coche salir de la misma calle. También sabemos que Guzmán Ruiz frecuentaba el puticlub como cliente. Pero nos han dado a entender que era amigo del dueño, un tal Germán Casillas.

—No han perdido el tiempo. Siga.

—Hemos descubierto que Guzmán Ruiz no estuvo en La Parada anoche, de manera que no sería descabellado deducir que iba hacia el club cuando lo mataron.

Castro sintió una punzada de preocupación. Ese detalle tenía que haber salido de dentro de la comisaría, nadie más lo sabía. Y el gabinete de Prensa no estaba autorizado a dar ningún tipo de detalle del caso.

—Pudieron dejar el cuerpo allí una vez muerto —soltó con intención Castro. Quería saber cuánto conocía del caso la periodista.

—No…, sabemos…, mejor dicho, creemos que lo mataron allí.

Olivia se dio cuenta del error nada más terminar la frase. Había caído en la trampa del policía. Levantó la cabeza en actitud desafiante.

—Pero ese dato imagino que la policía ya lo conoce —puntualizó la periodista intentando aparentar más tranquilidad de la que sentía. No se perdonaría buscarle problemas a Granados por un desliz de principiante.

—La pregunta es: ¿cómo lo conocen ustedes? —inquirió Castro.

—Inspector, hemos acordado que no revelaré mis fuentes. No obstante, es fácilmente deducible, si tenemos en cuenta que la persona que encontró el cadáver nos describió mucha sangre en el lugar donde estaba el cuerpo.

En la sala reinó el silencio durante unos segundos. Olivia y el inspector Castro mantenían la mirada fija el uno en el otro. El subinspector Gutiérrez miraba a Olivia con gesto de suficiencia y Mario miraba a algún punto de la pared que tenía enfrente, sin demostrar ningún tipo de emoción, pero con el cuerpo tenso como una cuerda de piano.

El momento de tensión pasó. El duelo de miradas quedó en tablas. A Olivia le palpitaban las sienes y notaba el corazón en la garganta, pero mantuvo la cabeza alta y la mirada desafiante hasta que el inspector Castro retomó la palabra:

—¿Han averiguado o deducido algo más?

—Sí, en la tarde de ayer Ruiz estuvo tomando unas copas en un bar cerca de su casa. Solo.

—¿Cómo se llama el bar?

—La Cantina. La camarera nos dijo que era habitual y que bebía bastante. En el bar, un parroquiano al que Ruiz no le caía demasiado bien dio a entender que este volvió a Pola de Siero tan escopeteado como se había ido hace treinta años a Lugo.

—¿Escopeteado?

—Sí, como si en Lugo hubiera pasado algo que le hubiera obligado a salir corriendo de allí. No sabemos más que eso. También habló de un escándalo aquí, de cuando trabajaba de profesor en el colegio de Pola de Siero.

—Vaya… no han perdido el tiempo. —Castro estaba sorprendido y preocupado. Aquella periodista sabía más de lo que hubiera querido. No era prudente tener a una periolistilla con tanta información en la cabeza y, lo que era peor, con una capacidad de investigación tan desarrollada. Podía convertirse en un verdadero incordio.

—Y una cosa más —continuó Olivia con indecisión—, no sé si tendrá importancia… Guadalupe dio a entender que a la víctima le gustaban las chicas… jóvenes, muy jóvenes. Y si unimos eso a lo del colegio…

Olivia le tiró el anzuelo a Castro en un vago intento de que el inspector compartiera con ellos la condición de pedófilo de Ruiz. Pero el inspector no picó.

—No saque conclusiones, señorita Marassa. Todo esto que nos ha contado, ¿saldrá publicado?

—No todo. Hay detalles que de momento prefiero guardarme para mí.

—¿Menciona lo que me acaba de contar respecto a los gustos de la víctima?

Castro vislumbró un brillo en los ojos de la periodista que no supo interpretar. Mario, en cambio, supo inmediatamente que el policía, al darle importancia a ese detalle, acababa de darle a Olivia un motivo poderoso para tirar de ese hilo. Y tiraría de él con todas sus fuerzas. Si la policía se preocupaba de que no saliera a la luz, era por algo. Seguramente fuera una de las líneas de investigación.

—No —respondió Olivia de forma escueta.

—Espero que no se le haya ocurrido mencionar el cuaderno en la publicación de mañana.

—No… del cuaderno tampoco hablo…

—… ni hablará. Es una prueba importante en la investigación y no puede salir de aquí, ¿está claro?

Olivia no contestó. Pensaba hasta qué punto podía negarse a publicar la existencia del cuaderno. Era su descubrimiento, su prueba. Una cosa era que colaborara con la policía y otra muy distinta que la policía le coartara su libertad de expresión y decidiera por ella lo que debía y no publicar.

—¿Está claro, señorita Marassa? —insistió Castro. El subinspector Gutiérrez acompañó la pregunta de su jefe con un resoplido de impaciencia.

Olivia miró a Mario y asintió con la cabeza con poco convencimiento.

—Está bien. No publicaré nada sobre el cuaderno hasta que ustedes me autoricen, pero no van a impedir que siga investigando por mi cuenta —manifestó Olivia de modo tajante.

—Eso no lo puedo impedir salvo que su investigación interfiera en la nuestra. No estamos hablando de un pleno municipal, señorita Marassa. Estamos hablando de un crimen.

—Sé de lo que estamos hablando, inspector. ¿Hemos terminado? Porque ha sido un día muy largo y me gustaría llegar a casa.

—Por ahora, es todo. No olvide lo que le he dicho.

En cuanto los policías estuvieron a solas, Gutiérrez no pudo resistirse:

—Además de mirarle el culo, ¿qué te han parecido?

—No te pases, subinspector —advirtió Castro.

—¡Vamos, hombre! Si se te iban los ojos cuando salía. Y has sido muy blando con ella.

El inspector Castro no tenía ningún deseo de discutir con Gutiérrez su forma de interrogar a Olivia Marassa. Cogió su chaqueta con intención de irse a casa.

—Mira, mañana va a ser un día muy largo. Centrémonos en lo nuestro y dejemos de lado, por el momento, a esa periodista.

—Está bien… pero… está buena.

Castro lanzó una mirada fulminante a su compañero, que levantó las manos en señal de rendición.

—Mañana quiero aquí a Casillas. Tiene mucho que explicarnos. Y me gustaría hablar con el dueño de la última empresa donde trabajó Ruiz. También hay que mandar a un agente a La Cantina. A ver qué le cuenta la camarera.

—Que tengamos que ir a la zaga de la periodista…

—Y que investiguen si hubo alguna denuncia por los años en los que Ruiz trabajó de profesor en el colegio de Pola de Siero —pidió Castro haciendo caso omiso del comentario de su compañero. Si había que pisar por donde había pisado antes la periodista, que así fuera—. Y ahora, es hora de irse a casa. Mañana te quiero fresco.

Castro salió de la comisaría pensando más en Olivia que en el caso. Y eso no le gustaba. No le gustaba nada.

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