Animal

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Capítulo 68

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Olivia aparcó el coche al otro lado del parque. Había vuelto a llamar a Mario, sin éxito. Le había enviado un wasap informándole de adónde iba y urgiéndole a que la llamara. Por último, y mientras caminaba en dirección a la casa de Carmen, había llamado a Castro para intentar localizar a su amigo. Seguía en la comisaría, le había dicho el inspector. Ni siquiera le había extrañado que Mario aún estuviera en las dependencias policiales. Lo único que le importaba era que Castro le diera un mensaje y mirara el teléfono móvil.

No iba a explicar al inspector lo que había descubierto. Aún no. Tenía que comprender, tenía que saber si aquello era una coincidencia absurda o algo más terrible. No estaba preparada para hablar de ello con nadie. Solo con Mario.

Llegó al edificio sofocada y resollando, más por los nervios que por el esfuerzo. Mientras subía en el ascensor, trató de calmarse y de respirar profundamente. No podía parecer alterada.

Carmen le abrió la puerta. Si estaba sorprendida de verla allí, a aquella hora y sola, no lo demostró.

—Pasa, Olivia. Iba a prepararme un té. ¿Te apetece uno? —preguntó mientras cerraba la puerta y se adentraba en la cocina. Olivia rehusó la invitación y la siguió.

—Si vienes a buscar a Mario, no está aquí —dijo mientras ponía una tetera con agua a calentar.

—Carmen, en realidad he venido a verte a ti —contestó Olivia con cautela.

—¿A mí? —preguntó con sorpresa Carmen, sin girarse a mirar a la periodista. Abrió un armario y se estiró hasta alcanzar una taza.

Olivia no sabía cómo empezar, cómo enfocar el tema. Cogió aire y decidió ir al grano. De nada servía andarse con rodeos.

—Sé lo que te ocurrió en el colegio. Sé lo que te hizo Ruiz —espetó la periodista.

Carmen, que estaba sacando una bolsita de té de otro de los armarios, se detuvo. Se quedó quieta, como congelada en el tiempo. Dándole la espalda a Olivia, bajó la cabeza y apoyó las manos en la encimera. En la cocina solo se oía la respiración de las dos mujeres. La de Olivia, acelerada; la de Carmen, tranquila.

—¿Cómo te has enterado? —A Olivia la voz de Carmen le sonó grave, gutural, como si no fuera suya.

—Al final contacté con alguien que estaba en el colegio en aquella época. ¿Es verdad? ¿Te violó?

Carmen no se alteró. Abrió un cajón y sacó una cucharilla que introdujo en la taza. Sin responder, cogió un azucarero y se sirvió dos cucharadas. Pasaron los segundos y Carmen seguía sin inmutarse. El silencio que se había asentado, de repente, entre las dos era estridente.

—Sí, lo hizo. Era un cerdo, Olivia. Y merecía morir —espetó al fin, sin siquiera volverse.

—¡Santo cielo! Fuiste tú. —La voz le salió como un pitido, aguda y trémula—. Tú lo mataste. Los mataste a los dos. —La afirmación sonó como un eco en aquella cocina, en la que el único sonido era el siseo de la tetera—. ¿Por qué? ¿Por qué ahora, Carmen, después de tantos años? ¿Por qué a su mujer? ¿Qué te hizo ella?

Olivia intentaba razonar, pensar rápido, averiguar la motivación que había llevado a aquella mujer, tranquila, serena y con sentido común, a convertirse en una asesina después de tantos años.

Carmen abrió la nevera y cogió un cartón de leche y algo más que Olivia no consiguió ver con claridad. Dejó la leche junto a la taza y se giró. Su rostro era una máscara imperturbable. No reflejaba emoción alguna. Dio un paso hacia Olivia al mismo tiempo que esta retrocedía.

—¿Por qué, Carmen? —insistió la periodista.

Carmen ladeó la cabeza y parpadeó. De repente se le dilataron las pupilas y los párpados se le entrecerraron, dando paso a una mirada que no era la suya. La comisura de los labios se le tensó en un rictus grotesco. Todo su cuerpo se crispó. Olivia empezó a sudar y tuvo miedo. Un miedo atroz, porque su amiga ya no estaba allí. Ya no era ella. Carmen había desaparecido para dejar campo libre al animal que llevaba dentro.

Retrocedió hasta el salón sin darle la espalda. Carmen avanzó hacia ella. Soltó una carcajada que erizó el vello del cuerpo de la periodista.

—Porque se lo merecía. Porque era un depravado. Ese hijo de puta casi destrozó mi vida hace treinta años. Y ahora ha destrozado la de mi hijo. —Carmen siseaba, con una rabia contenida que la hacía temblar.

—¡Nico! —Olivia lo vio claro.

—Sí, Nico. Cuando supe de quién era hijo el mejor amigo de Nico, ya era tarde. Y cuando Nico empezó a autolesionarse, lo supe. Supe lo que ese cabrón le había hecho.

Seguía avanzando hacia Olivia y esta, retrocediendo, hasta que tropezó con la pared. Estaba acorralada.

—Lo seguí una noche hasta una casa a las afueras de Oviedo —continuó hablando, con voz monocorde, sin inflexiones—. Enseguida imaginé lo que hacía allí. Y decidí quitar a esa escoria de la circulación. Por Nico, por mí. Por justicia.

—Eso no es justicia. Eso es venganza. —Olivia temblaba de pies a cabeza, con la espalda pegada a la pared. No sabía de dónde le salía la voz, porque la notaba como si no fuera suya.

—Cuando me violó a mí, nadie movió un dedo. ¡Nadie! —chilló encarándose con ella—. Taparon el asunto, ¿sabes? Y dejaron suelto a un depredador sexual. No iba a consentir que volviera a ocurrir lo mismo con Nico. La justicia en este país es ciega, Olivia. Ciega y sorda. Y no iba a permitir que entrara por una puerta de la comisaría para salir por la otra a los cuatro días.

—Y decidiste tomarte la justicia por tu mano. —A Carmen le brillaron los ojos y una media sonrisa asomó a su rostro. Olivia tenía que ganar tiempo. Tenía que hacerla hablar.

—Sí. No fue difícil. Le hice creer que sabía de sus chanchullos. Me cité con él para hablar de dinero y me sugirió ir a La Parada. Fuimos en mi coche. Me hizo entrar por el polígono. No quería que nos viera nadie. Y no lo vio venir. Le golpeé por detrás en cuanto nos bajamos del coche. Los demás detalles, ya los conoces.

—Lo mutilaste hasta matarlo —susurró la periodista.

—Y fue maravilloso ver cómo la vida se le escapaba. —Carmen abrió mucho los ojos. Tenía una mirada febril—. Fue la mejor sensación que he experimentado en mi vida.

—¿Eras tú la del coche? ¿Volviste?

—Sí. Cometí un error que pudo delatarme. —Se rio. Una risa nerviosa, casi histérica—. Esa tarde, lo llamé a su teléfono móvil para citarme con él. No podía dejar que la policía lo encontrara y rastreara sus llamadas. Volví a por el móvil de Ruiz.

—¿Y su mujer? ¿Qué culpa tenía ella?

—Su mujer lo sabía. Sabía lo que estaba haciendo Ruiz. Y lo permitió. Era tan culpable como él.

—¿Cómo lo sabes? ¡No puedes estar segura de ello! —clamó Olivia.

—Tenía dudas, pero ella misma me lo confirmó la mañana que la maté. —Contrajo los labios en una mueca de desprecio—. Me invitó a café en su casa. Y cuando la acusé de ser cómplice de su marido, ni siquiera se molestó en negarlo. ¡Se echó a reír! —La voz de Carmen se había convertido en un bramido—. Pero enseguida le quité la sonrisa de la cara. —Los ojos se le oscurecieron y la voz se convirtió en un siseo—. Unas cuantas pastillas en el café de las que toma Nico y de inmediato estuvo inconsciente. Pero antes de desmayarse, supo que iba a morir. Lo vi en sus ojos, Olivia. Y, entonces, me tocó a mí reírme. —Lo expuso con tal frialdad que Olivia se estremeció—. Pero con ella fui buena, Olivia… por su hijo, ¿sabes? No iba a dejar que viera a su madre desplomada de cualquier manera cuando llegara del colegio. La preparé para que estuviera… hermosa.

—Has dejado a un niño inocente sin padres —dijo la periodista con tristeza, intentando llegar a su lado humano, si es que aún permanecía escondido en alguna parte de su ser.

—¡Ellos me quitaron a mi hijo! —aulló—. ¡Era lo justo!

—No hay nada justo en todo ello, Carmen. Es una abominación. ¿No te das cuenta… no te das cuenta de que con lo que has hecho, también has dejado a tu hijo sin madre? —le planteó Olivia eligiendo con cuidado las palabras.

—Tenías que haber hecho tu trabajo —continuó Carmen como si no la hubiera oído—. Te lo puse muy fácil y te cruzaste de brazos.

—Me mandaste la foto… y el cuaderno, fuiste tú quien me dejó el cuaderno. —Olivia se apretujaba contra la pared. Estaba paralizada de terror y los latidos de su corazón le retumbaban en los oídos—. ¿De dónde lo sacaste?

—Lo llevaba encima cuando lo maté. Eso fue pura casualidad, un maravilloso golpe de suerte, si tú hubieras hecho tu parte. Pero ¡lo tenías que estropear con tus remilgos!

La mirada de Carmen se endureció. Se acercó a la periodista hasta que su rostro quedó pegado al de ella.

—Tenías que publicar las atrocidades de ese hombre. Tenías que contarle al mundo quién era, en realidad, la familia Ruiz Barreda. ¿Y qué hiciste? —gritó salpicando de saliva las mejillas de Olivia—. ¡Nada! Te lo puse en bandeja. Pero tenía que entrarte justo ahora un ataque de moral, esa moral que nunca has tenido. —Le apuntó el pecho con el dedo índice de la mano y se rio con sarcasmo—. Y luego, ¿te vas a Galicia? ¿¡A qué!? La noticia la tenías aquí. ¡Te alejaste! —Cada palabra la pronunciaba con rabia y dolor. Se sentía traicionada por sus antiguos profesores, por sus padres, por la justicia, por Olivia.

Un fallo tras otro, una decepción tras otra. Pero ya no habría más. Y Olivia pudo leerlo en sus ojos como si se tratara de un libro abierto.

—¿Me rajaste tú las ruedas del coche? —Olivia ya no quería saber más, no deseaba seguir oyendo a su amiga relatar su destrucción, su bajada a los infiernos. Sin embargo, su instinto de supervivencia le decía que tenía que animarla a seguir hablando. Debía ganar tiempo. ¿Tiempo para qué? Nadie sabía, a excepción de Mario, dónde estaba. Y eso solo en el caso de que hubiera mirado su móvil. Tenía que salir de allí. Miró de reojo hacia la puerta de entrada de la casa y calculó con rapidez las posibilidades que tenía de llegar a ella. Eran pocas.

—Tenía que obligarte a que te quedaras aquí, en Pola de Siero. —Carmen se dio cuenta de las intenciones de Olivia y soltó una carcajada—. ¿Otra vez te quieres marchar? —preguntó con voz melosa, apoyando ambos brazos en la pared y dejando a la periodista sin posibilidad de moverse—. Ya no te irás a ninguna parte. Nunca más.

—Me estás asustando, Carmen. Déjame salir —pidió Olivia tratando de sonar calmada—. Esto es una locura. Hay que llamar a la policía. Hay atenuantes. Él te hizo daño, a ti y a tu hijo. La juez lo entenderá… ¡Ay!

Algo la había picado en el brazo. Se frotó la zona donde había notado el pinchazo y se fijó en que no había sido ningún bicho. Carmen blandía algo delante de sus narices con una sonrisa maliciosa.

—Es un inyector de insulina. No te preocupes. No te dolerá. Perderás el conocimiento y entrarás en coma. Hipoglucemia. Una forma rápida de morir. Tienes suerte. Contigo seré benévola.

Olivia empujó a Carmen y trató de correr hacia la puerta, pero las piernas le flojearon y cayó al suelo. Comenzó a notar un sudor frío. Hizo un esfuerzo por ponerse en pie. Carmen la miraba desde arriba, sonriendo.

—Es inútil, Olivia. Ya te estás muriendo.

La voz de Carmen le llegó desde muy lejos, como si estuviera a kilómetros de distancia.

Olivia se puso en pie y se apoyó contra la pared. Le costaba respirar. Notó cómo le resbalaba el sudor por la espalda. Adelantó un pie y luego se concentró en que le respondiera el otro, pero se le doblaron las rodillas y volvió a caer. Se notó mareada y la habitación comenzó a deformarse. Veía los muebles y los objetos que la rodeaban distorsionados y sin nitidez. El rostro de Carmen se acercaba y se alejaba, alargado y deforme. Cerró los ojos con fuerza y los abrió intentando enfocar. No tenía fuerzas. Los brazos le pesaban como si fueran de plomo y las piernas las sentía de goma. Abrió la boca para coger una bocanada de aire. No lo consiguió. Se ahogaba. Volvió a intentarlo. El aire no le entraba en los pulmones. De repente, sintió como una explosión en el cerebro y miles, millones de chispas de colores sustituyeron a aquel salón en su retina.

A lo lejos le llegó un ruido fuerte, como un crujido de madera. Pero ya no atendió. Tenía que concentrarse en respirar, abrir y cerrar la boca para que entrara oxígeno. Le vino a la mente la imagen de un pez cuando lo sacan del agua.

Creyó oír pasos rápidos que se acercaban, murmullos, gritos que sonaban muy lejanos y unas manos que la sujetaban.

Lo último que sintió antes de perder la conciencia fue la presión de unas manos fuertes sobre su pecho.

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