Animal

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Capítulo 25

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—¡Oh, Dios mío! —exclamó Marta Espinosa dejando caer la taza del desayuno al suelo. Penélope y Lola, las dos gatas siamesas que, en ese momento, frotaban el lomo contra sus piernas, con un alegre ronroneo mañanero, dieron un salto en el aire acompañado de un maullido de protesta y huyeron asustadas derrapando en el pasillo.

La cocina empezó a darle vueltas. Se tambaleó hasta la mesa y se dejó caer en una silla. Esperó unos minutos hasta que se le tranquilizó el pulso. Respiró hondo y volvió a acercarse a la mesa, donde momentos antes había estado leyendo El Diario en la tablet.

Volvió a leer la noticia. Guzmán Ruiz estaba muerto. Era el hombre que había aparecido asesinado el día anterior en Noreña. Se ajustó la bata y se aproximó a la ventana. Eran las nueve de la mañana y el día prometía ser tan caluroso como el anterior. Sin embargo, estaba helada. Se miró en el reflejo del cristal. Se pasó la mano por el rostro. Por primera vez en muchos meses, sentía paz interior y una especie de satisfacción. Al final, se había hecho justicia. «Justicia divina», pensó notando un escalofrío que le recorrió la espina dorsal.

Cogió aire y fue a despertar a su marido.

Mateo Torres dormía emitiendo un suave ronquido apenas perceptible. Marta se acercó sigilosamente a la cama y lo zarandeó con suavidad.

—Mateo —susurró.

Su marido movió la cabeza buscando mejor postura en la almohada y emitió un sonido gutural de satisfacción.

—Mateo —volvió a llamar Marta aumentando la intensidad del zarandeo.

Él abrió los ojos con pereza y alargó la mano hacia la mesilla de noche para alcanzar el teléfono móvil.

—¿Ya ha sonado la alarma? No me he enterado —medio farfulló el hombre de pelo gris y rostro consumido con el que Marta llevaba casada treinta y cinco años.

—No ha sonado aún, Mateo. —Marta encendió la lámpara auxiliar de Tiffany’s y se sentó en el borde de la cama, junto a su marido.

—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo? —se sobresaltó—. ¿Los chicos?

La voz del hombre creció en intensidad hasta convertirse en un quejido, agudo e intenso, mientras se erguía y, con un movimiento brusco, intentaba levantarse.

Marta Espinosa le puso una mano en el pecho impidiendo así que se moviera.

—Tranquilo, cariño. Los chicos están bien —le tranquilizó. Notó, por debajo del pijama de su marido, cómo el corazón le latía como un caballo desbocado. No era bueno que se sobreexcitara de aquella manera, pero desde que empezaran los problemas, hacía ya más de un año, no había vuelto a estar tranquilo, hasta el punto de ver cómo se resentía su salud.

Siempre había sido un hombre fuerte, activo y con una salud de hierro. A menudo presumía de que en sus cuarenta años laborales nunca había tenido que quedarse en casa, ni tan siquiera por un catarro. Pero en el último año, Mateo había envejecido, convirtiéndose en un anciano de pelo blanco, cada vez más ralo, y cuerpo enjuto y consumido. Tenía sesenta años y aparentaba diez más. Pero las peores arrugas eran las que no se veían, las del alma.

Había sufrido dos infartos. El último casi le había costado la vida.

—Mateo, escucha. Guzmán Ruiz está muerto.

El hombre la miró con los ojos vidriosos, con expresión de no entender lo que su mujer le estaba contando.

—¡Ha muerto, Mateo! —repitió Marta Espinosa levantando la voz y sujetando a su marido por los hombros—. El cuerpo que se encontró ayer en Noreña era el suyo. Lo acabo de leer en El Diario. Viene una noticia muy extensa.

—¿Sufrió? —preguntó él.

Marta se quedó mirándolo. Por primera vez fue incapaz de leer en sus ojos. El rostro de Mateo Torres parecía una máscara de cera, imperturbable.

—El periódico dice que lo mutilaron —contestó con cautela su mujer.

—Se lo merecía, Marta. Merecía sufrir, merecía morir como un perro.

Se quedó abstraído, mirando fijamente a algún punto detrás de su mujer y, tras unos segundos en los que parecía estar asimilando la noticia, solo respondió, sin más movimiento que el de su propia respiración:

—Déjame dormir un poco más, Marta. Por fin voy a poder descansar.

La mujer le pasó una mano por el rostro, acariciándole con ternura. Apagó la luz de la lámpara auxiliar y se levantó para salir de la habitación. Marta Espinosa esperaba de corazón que, a partir de ahora y con la muerte de Guzmán Ruiz, parte de la aflicción que estaba sufriendo su marido desapareciera.

Estaba saliendo de la habitación cuando un pensamiento aterrador la hizo detenerse en seco. Notó cómo le empezaban a sudar las palmas de las manos y un escalofrío le recorría el cuerpo, atravesando sus entrañas como si se tratara de un cuchillo bien afilado.

Marta se giró y volvió a entrar en la habitación.

—Mateo… anteayer… me extrañó que quisieras quedarte a dormir en la casa de la playa… ¿Hubo algún problema?

Mateo se removió ligeramente en la cama. No encendió la luz, de manera que Marta solo vislumbraba su silueta en la oscuridad.

—Fue todo bien, Marta. Se me hizo tarde y no me apeteció conducir.

Hubo un silencio en el que a ella le pareció que solo se oía su respiración y el latir desbocado de su corazón.

—¿Por qué lo preguntas? —la voz de Mateo sonó grave, casi gutural.

—Por nada… descansa.

Marta salió precipitadamente de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. No podía respirar. De repente, sentía una fuerte presión en el pecho y comenzó a temblar. Permaneció apoyada en la pared del pasillo, intentando calmarse y recuperar el dominio de sí misma. Se llevó las manos a la cara. La notaba caliente. No podía pensar, no quería pensar en esa posibilidad.

Su marido, no.

Se negaba a dar cabida a la atroz idea que se había colado, furtiva y sibilina como una culebra, en su mente.

Mateo, no.

Marta cerró los ojos e intentó abstraerse de aquel pasillo, de Guzmán Ruiz y su mezquindad, incluso de ella misma.

«¡Mateo, no, por favor te lo pido, Señor, Mateo no!», pensó con insistencia y desesperada, mientras gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

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