Animal

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Capítulo 26

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Alina Góluvev no esperaba encontrar a una Victoria Barreda combativa, que hiciera frente a sus amenazas sin siquiera pestañear. Se la había imaginado sumisa y dócil, moldeable y de fácil persuasión. La rusa estaba furiosa por el forcejeo y preocupada por el infructuoso éxito de su misión.

Había acudido al domicilio de la mujer de Ruiz a instancias de Casillas. Necesitaba recuperar el cuaderno y si la policía no lo tenía —y ese era el hecho más probable, pues de lo contrario la visita de los dos agentes no hubiera sido tan amistosa— era porque Ruiz no lo llevaba encima en el momento de morir. En ese caso, y puesto que ni Casillas ni ella lo tenían, solo podía estar en un sitio: en casa de Ruiz. De manera que su mujer sería conocedora de la existencia de «la Biblia» o, al menos, permitiría que Alina mirara entre sus pertenencias hasta dar con ella.

Cuando llegó a la urbanización, Alina llevaba ensayado un guion para que la viuda no sospechara de sus intenciones, si se diera el caso de que la mujer desconociera los tejemanejes de su marido y la existencia del cuaderno. Le diría que Guzmán, de forma totalmente altruista y por la amistad que le unía a Casillas, les llevaba las cuentas del club. Y, la noche antes de su muerte, había decidido llevarse el libro contable para revisar unos apuntes. Libro que necesitaban recuperar. «Sí, era convincente», se dijo a sí misma.

Llegó temprano. Pasaban diez minutos de las nueve de la mañana. La calle estaba desierta. Aparcó justo delante de la vivienda de Ruiz, un chalet individual respetable, en una urbanización burguesa respetable, donde nadie osaría sospechar que sus vecinos llevaran una vida que no fuera igual de respetable que el entorno. Seguro que la mitad de ellos son clientes de La Parada. «Putos hipócritas de mierda», pensó con rabia Alina.

Se apeó del coche y vio acercarse a una mujer con paso decidido. Era menuda y vestía de forma elegante. Se detuvo delante de la puerta de la vivienda de Guzmán Ruiz.

—¿Victoria Barreda? —preguntó la rusa.

La mujer se giró al oír su nombre.

—¿Quién lo pregunta? —inquirió con mirada vivaz.

—Me llamo Alina. Era amiga de su marido.

Victoria Barreda miró a la rusa de arriba abajo con gesto despectivo.

—¿Eras una de sus putitas? —escupió con mordacidad la viuda, sin dejar de examinar a Alina, quien se había quedado blanca y sin habla—. No, eres demasiado mayor para sus gustos —añadió Barreda sin esperar a que la otra respondiera.

Alina recuperó la compostura y el habla justo cuando Barreda se giraba y metía la llave en la cerradura de la puerta, para acceder al jardín de la casa, dejando claro que no tenía ningún interés en hablar con ella.

—Su marido se llevó algo que me pertenece —espetó sin preámbulos la rusa elevando a propósito el tono de voz. No iba a permitir que aquella mosquita muerta la despreciara de aquella manera, amparada en un halo de respetabilidad que a las claras no tenía— y, puesto que parece saber bastante bien la clase de hombre que era, quiero que me lo devuelva.

Victoria Barreda se giró lentamente. Miró alrededor como para asegurarse de que nadie observaba aquella conversación. Se adelantó hasta tocar a la rusa y, aunque esta le sacaba una cabeza en altura, Alina pudo notar la ira contenida que emanaba de ella. Retrocedió un poco asustada. Podía sentir el calor que desprendía el cuerpo menudo de aquella mujer.

—No sé qué es lo que te quitó mi marido, pero me importa bastante poco. Él está muerto y nada de su retorcido mundo tiene que ver ahora conmigo. —Barreda agarró a Alina por la muñeca y apretó hasta que la rusa se retorció de dolor—. Y eso te incluye. Me da igual quién seas, pero si eras su amiga, estás tan podrida como lo estaba él. Así que te aconsejo que des media vuelta y no vuelvas a molestarme o te costará muy caro.

Alina se deshizo del apretón y sintió cómo la sangre se abría paso por sus venas, caliente, hirviendo, cómo subía por sus brazos hasta la garganta y de ahí a la cabeza. No supo cómo pasó. Mientras conducía por la calle principal de la urbanización en dirección a la salida, sofocada, malhumorada y sudorosa, se maldijo por haber perdido los nervios. Había sido ella, Victoria Barreda. Ella era la culpable de lo que había pasado. Se masajeó la muñeca. «La muy puta», pensó. La golfa se había defendido, pero ella le había dejado claro que con Alina Góluvev no se jugaba y, sobre todo, que a ella nadie la despreciaba. Casillas no se iba a alegrar cuando le contara que no tenía el cuaderno. Al final, la visita solo había servido para empeorar las cosas.

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