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Capítulo 28

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Castro y Gutiérrez estaban llegando al domicilio de Mateo Torres. Se trataba de una casa de piedra, de una sola planta y con un porche de madera que rodeaba toda la fachada, a excepción de la principal. El inmueble era imponente y estaba ubicado a las afueras de Pola de Siero, en dirección a Noreña, y rodeado de un muro de piedra. Parecía una propiedad grande y lujosa.

No obstante, cuando se abrió la puerta de entrada, les sorprendió el aspecto abandonado que presentaba la finca sobre la que se asentaba la casa. El jardín estaba descuidado y el césped necesitaba con urgencia la acción de una segadora. El camino de entrada estaba orillado por unos setos que antaño habían presentado caprichosas formas geométricas, pero que ahora crecían a su libre albedrío, adquiriendo formas amorfas. Probablemente hacía meses que nadie los podaba.

En la puerta les esperaba una mujer con aspecto regio. A pesar de las profundas ojeras y las arrugas que le cubrían el rostro, aún se apreciaba la belleza que hubo de ser de joven. Era alta y delgada. Lucía un sencillo vestido de algodón y llevaba el pelo, de color oscuro, recogido en un moño flojo, sujeto con un pasador de nácar.

—En cuanto leí esta mañana las noticias, supe que no tardarían en venir. —Fue su modo de presentarse, con una voz profunda y sedosa. Fue una afirmación expresada de manera tan tranquila y contundente como si en vez de esperarlos a ellos hubiera estado esperando al cartero.

—Buenos días, señora Espinosa. Inspector Castro y subinspector Gutiérrez —se presentó Castro mostrándole su identificación.

—Pasen —fue lo único que dijo.

Les condujo hasta el salón, una estancia amplia y fresca ubicada en la parte este de la casa. Les invitó a sentarse en un sofá de piel beige, en forma de U que, junto con la chimenea, presidía el salón.

—Sé por qué están aquí. Guzmán Ruiz —dijo mirando a ambos a los ojos.

—Sí, señora.

—Y querrán hablar con mi marido.

Fue más una afirmación que una pregunta, a la que los dos policías asintieron en silencio. Ninguno dijo nada. Dejaron que Marta hablara, pues era evidente que aquella escenificación respondía a un motivo y querían saber cuál.

—Antes de que hablen con él, es necesario que sepan que mi esposo está muy delicado de salud.

Así que era eso. Les estaba advirtiendo que no presionaran a su marido.

—Mi marido era propietario de una empresa. Próspera. Hasta que contrató a… a Guzmán Ruiz —pronunció su nombre con desprecio. Hizo una pausa. Se alisó una inexistente arruga del vestido y se pasó la mano por el pelo—. Ese hombre arruinó a Mateo. Hundió su empresa, acabó con cuarenta años de trabajo y dejó en la calle a más de cincuenta personas.

—Por eso estamos aquí, señora Espinosa. Queremos saber con exactitud la relación que tenía su marido con la víctima…

—¡¿Víctima?! —exclamó Marta con desdén—. Víctima es mi esposo, inspector.

Castro dejó que la mujer se desahogara e intentó que su voz, al contestar, sonara inocua.

—Señora Espinosa, no estamos aquí para juzgar a nadie. Ni a su marido ni a Guzmán Ruiz. Solo queremos conocer la verdad.

—La verdad es que Guzmán Ruiz mintió, robó, falseó las cuentas de la empresa y llevó a mi marido… a mí… a la ruina.

—¡Marta! Ya es suficiente.

Todos se volvieron a mirar al hombre que acababa de entrar en el salón. Era más alto que su mujer, pero mucho más delgado. Estaba macilento. La piel del rostro se le adhería a los huesos, haciendo que su nariz sobresaliera de forma desmesurada y la hundida cuenca de los ojos cobrara protagonismo en un semblante cadavérico y con aspecto enfermizo. Caminaba encogido y parecía frágil. No así su voz. Sonó profunda y grave. No parecía salir de aquel abatido cuerpo.

Marta Espinosa se levantó como si alguien hubiera accionado un resorte y fue a su encuentro.

—Mateo… son dos agentes de policía. Quieren hablar contigo.

—Sé quiénes son, Marta. Y sé a qué vienen. Está todo bien, ¿de acuerdo?

Mateo Torres le dio un cariñoso pellizco en la mejilla y se acercó a los policías. Les tendió la mano a ambos. Su apretón fue fuerte, algo que sorprendió a Castro y Gutiérrez habida cuenta de la fragilidad que transmitía. Este pareció percatarse de la sorpresa de los dos policías, pues comentó en tono jocoso, mientras se sentaba al lado de su mujer:

—He estado enfermo, inspectores. Pero aún no estoy muerto, ¿saben?

—Le agradecemos que nos atienda, señor Torres.

—No sean condescendientes conmigo, por favor. Saben que no tengo elección, les quiera atender o no. Bien, ¿qué quieren saber?

Fue Castro quien tomó la palabra:

—Lo primero, me gustaría saber si estarían dispuestos a darnos sus huellas dactilares. Nos serían de mucha utilidad para descartarlos como sospechosos.

Ambos se miraron. Marta Espinosa cogió la mano de su marido y la apretó.

—¿No somos sospechosos? —repuso Mateo Torres sin ocultar la ironía.

—De momento, no hay indicios de tal cosa.

—Está bien. No habrá problema. Ambos les daremos nuestras huellas.

—Gracias, señor Torres. ¿Qué relación le unía a Guzmán Ruiz?

—A nivel personal, ninguna. A nivel profesional, fue mi empleado durante tres años. Si están aquí es porque ya saben cómo acabó esa relación.

—Sabemos la versión oficial, pero nos gustaría conocer la suya.

—Contraté a Guzmán Ruiz como jefe de Administración. Tenía un currículum brillante. Y no vi motivos para comprobar sus referencias.

—Mi marido siempre ha sido demasiado confiado —interrumpió Marta Espinosa.

—¿Usted no? —preguntó Gutiérrez.

Marta centró su atención en el subinspector.

—No. Mi marido opina que la gente es buena por naturaleza hasta que le demuestren lo contrario. Yo, en cambio, desconfío de todo el mundo hasta que me demuestran que son dignos de confianza. Evito decepciones y posibles problemas.

—¿Y le funciona? —preguntó Gutiérrez, más por curiosidad que por necesidad de la investigación.

Marta Espinosa no contestó. Apretó los labios. Permaneció impasible y mantuvo sin pestañear la mirada de Gutiérrez.

—Nos interesa más conocer qué papel jugó Guzmán Ruiz en la quiebra de su empresa, señor Torres —intervino Castro retomando el hilo de la conversación.

—Comenzó a trabajar en la empresa hace cuatro años. Y desde el principio se implicó en el negocio de tal manera que, a los pocos meses, todos los departamentos, Producción, Ventas, Compras… tenían que pasar por él para realizar cualquier transacción. Él daba el visto bueno de cada papel que se movía.

—¿Y era normal que usted delegara hasta ese punto en alguien?

—No, la verdad. Pero aparentemente su sistema funcionaba. En un año, duplicamos la facturación. Empezamos a firmar contratos importantes, incluso fuera de la región. Tuvimos que adquirir dos máquinas, un par de camiones y ampliar un turno para poder responder a la demanda. Guzmán tenía buena mano con los bancos. Firmó ampliaciones de crédito con varios de ellos, a interés muy bueno, para asumir la inversión en maquinaria y vehículos y poder surtir el almacén con stock suficiente que nos permitiera no bajar el ritmo de la producción.

—¿En plena época de recesión? Su principal cartera de clientes dependía del sector de la construcción, sector que desde 2008 está en crisis. Aun así, su empresa empezó a despegar. ¿No le hizo sospechar?

—Semanalmente me mostraba las cuentas, inspector. Todo cuadraba. Los balances cuadraban. La inversión se iba amortizando incluso con mayor rapidez de la prevista. No había motivos para preocuparse, ni para desconfiar.

Esto último lo dijo mirando a su mujer.

—¿Y qué pasó? —preguntó Castro.

—Que todo era mentira. Y que yo pequé de ingenuo o de poco precavido. O de ambas cosas —concluyó Torres con resignación.

—Sigo sin entender cómo pudo cerrar transacciones financieras sin su firma.

—No lo hizo sin mi firma. Le di poderes un año después de empezar a trabajar en la empresa. Y ese fue el error más grave.

—¿Cómo descubrió el engaño?

—Como se descubren todos los engaños. El director de un banco me llamó. Y después de ese, los demás. Teníamos las líneas de créditos al límite. Y no disponíamos de liquidez. Los ingresos no cubrían ni de lejos los gastos. Y eso solo era la punta del iceberg.

Marta Espinosa le apretó la mano y le acarició el brazo como animándolo a continuar.

—Entramos en concurso de acreedores voluntario. Intentamos refinanciar la deuda con los bancos, sin éxito. Yo quería salvar la empresa, los puestos de trabajo… El administrador concursal, en cambio, consideró que la empresa no tenía salvación. En estos momentos, el proceso está en fase de liquidación de… de nuestros bienes.

Castro entendió la razón del abandono del jardín.

—Perdone que insista. Sigo sin entender cómo pudo enmascarar la contabilidad hasta el punto de llevar la empresa a la quiebra. Usted dice que le mostraba los balances contables semanalmente.

—Sí. Pero no eran los de la empresa. Ruiz llevaba una doble contabilidad. La real, por así decirlo, que se cuidaba muy mucho de enseñarme. Y la otra, que era la que me mostraba.

—Y no solo falseó la contabilidad, Mateo. Cuéntales lo del dinero —urgió su mujer.

Castro no sabía si eran los dos unos ingenuos, pues con cada palabra que decían aportaban un motivo para ver a Ruiz muerto, o es que, a esas alturas, ya no les importaba lo que pudieran pensar dos policías de provincia.

Mateo se quedó callado, en actitud pensativa. Estaba valorando si contar o no lo que fuera que hubiera pasado con el dinero.

—Vamos, Mateo. Ahora ya da igual. No están aquí en calidad de inspectores de Hacienda —insistió ella, mirando a los dos agentes. En su mirada había una súplica, una llamada de socorro que no pasó desapercibida a los policías.

—Señor Torres, como dice su mujer, no estamos aquí para juzgar cómo llevó sus negocios, si defraudó o no, no es competencia nuestra. Pero sí lo es descubrir quién mató a Guzmán Ruiz. Y todo lo que pueda contarnos sobre él, sobre su forma de ser y de actuar durante el tiempo que trabajó para usted, puede ser de ayuda. Muchas veces, conociendo a la víctima se llega al asesino.

Torres respiró hondo y decidió confiarse a ellos.

—A excepción de una docena de trabajadores que fueron contratados después de que Guzmán Ruiz entrara en la empresa, los demás llevaban conmigo más de veinte años. Algunos incluso más. No eran meros empleados, eran familia, inspector.

Ni Castro ni Gutiérrez hicieron comentarios. Esperaron a que continuara hablando.

—Cada año, coincidiendo con la paga extra de Navidad, les daba una sustanciosa gratificación. Ese plus anual procedía de dinero… digamos… no declarado a Hacienda.

—¿Una caja B? —preguntó Gutiérrez, que no había dejado de tomar notas durante toda la entrevista.

—Sí. Todos los cobros en metálico y sin IVA se iban guardando en la caja fuerte durante todo el año. Al final del año, yo me quedaba con un veinte por ciento y el resto se repartía entre los empleados. Ese dinero desapareció.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó Castro sin emitir juicios de valor. No estaba allí para valorar el comportamiento poco ético con el fisco de Mateo Torres. A decir verdad, casi admiraba a aquel hombre, generoso con sus empleados, que había sabido recompensar el esfuerzo y la lealtad repartiendo dividendos con ellos.

—El día que… digamos… todo se destapó, Guzmán Ruiz no se presentó en su puesto de trabajo. Se ve que, antes de llamarme a mí, los bancos le llamaron a él. Al darse cuenta de lo que iba a ocurrir, desapareció. Estuvo días desaparecido. Ni su mujer sabía dónde se había metido. Y con él, el dinero.

—¿Quién tenía llaves de la caja fuerte?

—Solo él y yo. Y ya sé que es mi palabra contra la suya, inspector, y que otorgarme a mí la presunción de inocencia en el robo es quizá lo difícil. Pero yo no toqué ese dinero.

—¿De cuánto dinero hablamos?

—Doscientos cincuenta mil euros.

Gutiérrez emitió un silbido. Castro le dirigió una mirada de reproche que el subinspector captó sin necesidad de palabras.

—Perdón. Me ha sorprendido la cuantía —se disculpó Gutiérrez—. Es mucho dinero para tener en efectivo en una caja fuerte.

—Sí. Y esto ocurrió en octubre. Aún podía haber habido más, subinspector.

—Tendrá que facilitarnos el nombre del administrador concursal y del juez que instruye el procedimiento.

Mateo Torres asintió, pero fue Marta Espinosa quien se levantó y tras apuntar en una hoja los datos, se la entregó a Castro.

—¿Alguno de sus empleados se mostró especialmente enfadado con Guzmán Ruiz?

Mateo Torres miró al inspector con cara de no haber entendido bien la pregunta.

—Todos estaban furiosos con él —contestó tras unos segundos de vacilación—. Tiene que entender que perdieron el trabajo. Un trabajo, para muchos de ellos, de toda la vida.

—¿Hubo amenazas, enfrentamientos, algún altercado entre Ruiz y alguno de sus empleados?

—Si hubo algo de eso, lo desconozco —mintió Torres evitando mirar al policía.

—¿Podría decirme qué hizo usted la noche del miércoles al jueves? —preguntó Castro en lugar de seguir insistiendo en la anterior pregunta. Sabía que Torres estaba mintiendo. Su respuesta había sido demasiado rápida y su mirada se había vuelto huidiza, por primera vez desde que entrara en el salón. Pero el inspector tenía la suficiente experiencia para reconocer la obstinación cuando la tenía delante.

—Estaba en nuestra casa de la playa. Pasé el día allí. Se me hizo tarde y decidí quedarme a dormir.

—¿Lo puede corroborar alguien?

—Me temo que no. Estaba solo y la casa está un poco apartada del pueblo. No tengo vecinos cerca.

—¿Dónde está la casa?

—En Tazones.

—Eso está a media hora de Pola de Siero.

—Sí.

Mateo Torres, que hasta entonces se había mantenido erguido al borde del sofá, se reclinó hacia atrás. De repente, pareció muy viejo y pequeño dentro de una ropa que, ya de por sí, le quedaba muy grande.

—Yo estuve aquí en casa sola. Cené temprano y me acosté pronto —intervino Marta Espinosa con rapidez y sin esperar a que le preguntaran.

—¿Han tenido contacto con él últimamente?

—¿Contacto? —repitió ella mirando a su marido con miedo en los ojos.

—¿Lo han visto? —insistió Castro.

—No. Ninguno de los dos hemos visto o hablado con Guzmán Ruiz desde hace más de un año —contestó Torres de forma categórica.

—La hora de la muerte de Ruiz ha sido establecida en torno a las doce de la noche del miércoles —interrumpió Castro—. No vamos a negar que ambos tenían motivos para desear su muerte. Y, por lo que cuentan, ninguno de los dos puede demostrar que estuviera donde dice haber estado.

—Inspector, yo deseaba la muerte de ese bastardo hijo de puta —clamó Torres—. De hecho, me alegro de que haya muerto. Pero si hubiera querido matarlo, ¿por qué habría esperado tanto?

—No lo sé, señor Torres. Y eso es lo que tenemos que descubrir. ¿Tienen vehículo?

—Sí. Está en el garaje.

—Nos gustaría llevárnoslo al laboratorio.

—¿Para eso no necesitan una orden judicial? —saltó Marta como un resorte, echando todo su cuerpo hacia delante y observando a ambos policías con mirada nerviosa. Sus ojos saltaban de un policía al otro y su lenguaje corporal denotaba una ansiedad mal disimulada.

—Sí, en realidad sí. Ya les he comentado que, de momento, no son sospechosos. Pero confiábamos en que colaboraran con nosotros, dado que no tienen coartada para la noche del crimen —explicó Castro.

—No hay problema, inspector. Llévense el coche.

—¡Mateo! —protestó ella.

—Marta, que se lo lleven. No tengo nada que ocultar. Y tú tampoco —aseveró Torres más tranquilo de lo que estaba su mujer.

Marta Espinosa se limitó a colocarse detrás de la oreja un mechón de pelo que se le había desprendido del pasador.

—Les rogaríamos que en los próximos días estén localizables y no salgan del país. Podríamos necesitar hablar con ustedes de nuevo.

—No vamos a ir a ninguna parte, inspector.

Mateo Torres lo dijo con tristeza y con resignación. Se apoyó en el brazo de su mujer para levantarse del sofá. Los policías le imitaron y se encaminaron a la salida. El hombre se despidió de ellos a la puerta del salón y se introdujo en lo que los policías imaginaron sería la cocina de la casa, de donde salieron los dos gatos siameses que corrieron a frotarse contra el pantalón de Gutiérrez.

—Penélope, Lola… sed buenas… venga, adentro —dijo Marta Espinosa empujando a las dos siamesas hacia el interior del salón.

La mujer acompañó a los policías a la salida.

—Mi marido es un buen hombre —dijo casi en un susurro.

No fue una afirmación. Fue una súplica. Una petición de ayuda. ¿O de clemencia?

Castro y Gutiérrez miraron a la angustiada mujer sin saber qué decir. Habían visto a muchos hombres aparentemente buenos cometer crímenes tan atroces como el de Guzmán Ruiz. A veces porque no eran tan buenos. A veces por desesperación. Y otras por odio, venganza o codicia.

Mateo Torres tenía motivos sobrados para odiar a Guzmán Ruiz y desear venganza.

Y Marta Espinosa era tan consciente de ello como ambos agentes.

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