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Capítulo 29

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—Tenían motivos, oportunidad y no tienen coartada —sentenció Gutiérrez mientras se encaminaban al coche—. Y me fastidia porque me caen bien. Mejor que Ruiz.

—Y a mí, Jorge. Y a mí. Pero como bien has dicho, tuvieron la oportunidad, tenían motivos sobrados para querer verlo muerto y ninguno tiene coartada.

—Ya, pero ¿por qué esperar un año?

—Vete tú a saber. Pudo haber un catalizador, pudieron encontrarse en la calle y discutir… Ella estaba nerviosa y preocupada por su marido.

—Sí, lo he notado. Sobreprotectora, diría yo.

—Llama a la Científica, Jorge. Que vengan a buscar el coche y saquen huellas y pruebas serológicas.

—También deberíamos hablar con el administrador concursal.

—A ese lo llamo yo. A ver si nos puede recibir esta mañana.

Estaban a punto de subirse al coche cuando sonó el móvil de Castro.

—Al habla el inspector Castro —contestó.

Gutiérrez vio cómo se endurecía el rostro de su compañero.

—¿Cuándo? —preguntó a quien estuviera al otro lado de la línea, arrugando el entrecejo—. Está bien. Esperen en comisaría. Vamos para allá.

Castro continuó escuchando mientras entraba en el coche. De repente, golpeó el volante con la mano que tenía libre.

—¿Cómo que no está? ¡Maldita sea!

—¿Qué ocurre? —preguntó Gutiérrez cuando el inspector cortó la llamada sorprendido por el mal humor de su compañero. En los años que llevaban juntos rara vez lo había visto perder los nervios.

—Era Mario Sarriá, el fotógrafo. Alguien le rajó las ruedas del coche esta noche a esa maldita periodista. —Hizo una pausa y volvió a golpear el volante—. ¡Será cabezota!

Gutiérrez miraba a Castro con los ojos abiertos como platos. El inspector estaba fuera de sí.

—¿A ella le han hecho algo? —inquirió con cautela Gutiérrez mientras se colocaba el cinturón de seguridad.

—No. ¡Ni siquiera la han asustado! Ha dejado el coche en un taller, ha cogido el del fotógrafo y se ha largado a investigar a Lugo el pasado de Guzmán Ruiz.

A Gutiérrez se le escapó una carcajada que ahogó tan deprisa como había surgido al ver la cara de su jefe.

—No es para tomárselo a risa. La juez Requena nos acaba de pedir… no… nos acaba de ordenar que la atemos en corto. ¡Y ya ves! Eso sin contar con que alguien, y ese alguien puede ser peligroso, está focalizando su atención en ella. Primero el cuaderno y ahora el coche.

—¿Crees que alguien intenta que pare de investigar?

—No. Quien sea quiere que investigue. De lo contrario, no le hubiera dejado el cuaderno.

—¿Entonces?

—No lo sé —contestó Castro pensativo y un poco más tranquilo—. Pero no me gusta.

—Quizá quien le rajó los neumáticos no sea la misma persona. Igual mosqueó a alguien con alguna de sus noticias —razonó el subinspector.

—Puede ser —convino Castro sin mucha convicción.

—Anda… arranca —pidió Gutiérrez—. ¿Adónde vamos ahora?

—A comisaría. Y luego trataremos de ver al administrador concursal. Necesitamos una lista con todos los empleados de Mateo Torres. Son cincuenta posibles sospechosos, si es verdad lo que nos contó.

Gutiérrez resopló con resignación. Tenían por delante otro día muy largo.

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