Animal

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Capítulo 30

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La autovía A8 estaba tranquila. El cielo estaba limpio de nubes y mostraba un azul intenso que invitaba a perderse entre los acantilados de la costa asturiana, a coger desviaciones y caminos comarcales con olor a campo. A Olivia le hubiera encantado tomar cualquier desvío que la llevara al mar, ese mar con carácter que era el Cantábrico, tan oscuro, tan inquieto, tan incierto y, a la vez, tan bello. Conducía sin exceder el límite de velocidad, con el piloto automático mental conectado.

Conforme avanzaba hacia Lugo, iba dejando atrás la costa e internándose en sus propios pensamientos. Cuanto más reflexionaba sobre el caso, menos entendía las conexiones. Hasta entonces, lo único que tenía claro es que Guzmán Ruiz era una persona ruin y de la peor calaña. Se rio con desprecio pensando en el reportaje humano que Adaro le había pedido que escribiera en un primer momento. Guzmán Ruiz era cualquier cosa menos un ser humano. Era un animal. Peor que un animal. Una alimaña con los peores instintos. Olivia se estremeció pensando en la indefensión de aquellas víctimas, pequeñas, frágiles y sin nadie que las protegiera. O sí.

Quizá la muerte de Ruiz estaba directamente relacionada con su pedofilia. ¿Había cabreado a alguien? ¿Alguna de aquellas víctimas menudas sí tenía quien la protegiera y ese alguien se estaba tomando la justicia por su mano?

Olivia intentó ordenar sus ideas mientras conducía por aquella autovía que discurría entre montañas.

Alguien había convencido a Ruiz para subirse a un coche que no era el suyo e ir a La Parada. Porque Olivia estaba convencida de que ese era el destino de la víctima. Tenía que ser alguien con quien él se sentía seguro y confiado. Ese alguien no solo había matado a Ruiz. Lo había destrozado. Sin titubeos y sin piedad. Y la forma de abandonar el cadáver, en un polígono, a la vista de todos, medio desnudo… denotaba desprecio. El asesino había tratado a Ruiz como si fuera basura, exponiéndolo al mundo como la escoria que era.

De repente, Olivia vio con claridad la intención del asesino. La puesta en escena iba dirigida a desenmascarar a Ruiz, a despojarlo del carácter humano e inmune que por deferencia se le concede a toda persona objeto de un delito. «El asesino quería que nos costara pensar en Ruiz como víctima, como damnificado. Quiere que lo veamos como el pedazo de mierda que era», concluyó Olivia mientras se acercaba al Alto de Fiouco. Por suerte, a aquella hora todavía no había niebla.

Aún recordaba el accidente en cadena ocurrido en el Alto, por ese motivo, al poco tiempo de inaugurada la autovía. Había muerto una persona y medio centenar más había sufrido heridas de diversa consideración. Recordaba haber leído que la autovía había costado doscientos millones de euros y a ningún ingeniero le había dado la cabeza para diseñar el trazado de aquella vía por una zona menos afectada por las altas presiones, que unidas a la orografía montañosa y a las condiciones meteorológicas de la zona, provocaban nieblas y densas nubes día sí y día también. Los cierres del tramo de autovía al tráfico a su paso por Mondoñedo y el desvío de vehículos a la antigua nacional eran medidas habituales. «País de pandereta», pensó Olivia.

El cielo seguía estando tan limpio como cuando salió de Pola de Siero. Olivia se fijó en los pastos verdes que iba dejando a su paso y en la línea escarpada de las montañas, tan solo interrumpida de vez en cuando por las colosales siluetas de los aerogeneradores del parque eólico de Mondoñedo. Respiró hondo. Le encantaba conducir sola. Le permitía perderse en sus pensamientos cuando se cansaba de perderse en el paisaje, sin necesidad de buscar temas de conversación para evitar silencios incómodos con sus acompañantes.

Treinta años atrás, Guzmán Ruiz había hecho ese mismo viaje huyendo de algo y buscando empezar de cero. Había dejado atrás a su familia y amigos. «Pero el pasado siempre vuelve para ajustar cuentas», reflexionó Olivia. Cuatro años antes, Ruiz había vuelto a huir. Se ve que era una tónica en su vida: escapar.

A Olivia le vino a la cabeza como un destello lo que le dijera Guadalupe Oliveira: vio a un coche huyendo del escenario del crimen. ¿El asesino? ¿Un testigo? ¿Qué pintaba un coche en el polígono a las tres de la madrugada?

Todo eran preguntas y disponía de muy pocas respuestas.

Guzmán Ruiz era bebedor, asiduo al puticlub del pueblo y un pedófilo. Se movía de forma cómoda por el lado oscuro de la vida. En cambio, se había esforzado mucho por mantener una imagen de respetabilidad de cara a la sociedad: una mujer, un hijo, una bonita casa, un nivel de vida burgués. ¿La mujer era conocedora de los delitos de su marido? ¿Los consentía?

Y, ¿qué papel jugaba Germán Casillas en todo el caso? Proxeneta, amigo de Ruiz… Olivia tamborileó los dedos sobre el volante y volvió a pensar en el cuaderno que habían dejado a la puerta de su casa. Había podido leer las anotaciones hechas en él: nombres de muñecas, junto con fechas y cantidades de dinero. Estaba segura de que era una especie de libro de cuentas. Pero los nombres de muñecas le resultaban muy poco inocentes. Tomó nota mental para preguntarle al inspector Castro sobre el particular. Además de pedófilo, ¿Ruiz era un pederasta? ¿Traficaba con menores? Se maldijo por haber entregado el cuaderno a la policía con tanta rapidez. No lo había tenido en su poder el tiempo suficiente como para poder estudiar los apuntes.

—Qué fastidio —se lamentó Olivia en voz alta—. Ese cuaderno era una pista importante para desentrañar el puzle. Y ahora está en manos de la policía y sin posibilidad de volver a echarle un vistazo.

Olivia conectó el manos libres del teléfono y marcó el número de Mario. Contestó al segundo tono.

—¿Cómo vas? —le preguntó dejando notar su malestar.

—¿Aún sigues enfadado?

—¿A ti qué te parece? ¿Cuánto te queda para llegar?

—Menos de una hora. ¿Te estás arreglando sin coche?

—He cogido el de Carmen.

—¿Tu hermana no lo necesita?

—Con lo de Nico, últimamente no sale mucho de casa.

—¿Mi coche ya está en el taller?

—Sí. Pero hasta el lunes igual no lo tienen reparado.

—¡Qué faena! —protestó contrariada Olivia—. Precisamente este fin de semana, con todo lo que tenemos entre manos…

—No te preocupes —la tranquilizó Mario—. Puedes usar el mío. Por cierto, he llamado a ese inspector y le he contado lo del tuyo.

—¿Por qué has hecho eso? —inquirió enojada.

—Porque la policía debe saber que te están amenazando. Alguien te tiene en su punto de mira. Y si tú no te lo tomas en serio, alguien tendrá que hacerlo por ti.

—Estás exagerando. Pero te agradezco la preocupación. ¿Qué te dijo el inspector?

—Mejor no lo quieras saber. El calificativo que empleó para referirse a ti no te gustaría demasiado.

—Bueno, se le pasará.

—Lo dudo.

—Mario, ¿tratarás de hablar con Victoria Barreda? Me da que sabía en qué andaba metido su marido.

—Aunque fuera cierto, no nos lo va a contar, Livi.

—En eso tienes razón. —Olivia resopló recordando lo que le contara Granados—. Si acude a declarar con un abogado cuando este no era necesario, pocas bazas tenemos de que hable con nosotros tan alegremente. ¿Y posibilidades de localizar a alguien del colegio donde trabajó Ruiz?

—Eso va a ser más fácil. De hecho, me pongo con ello ahora mismo.

—Mantenme informada, ¿vale?

—Descuida. Y ten cuidado.

Olivia apenas había colgado cuando sonó su móvil. Era un número oculto. Descolgó.

—¿Señorita Marassa?

Reconoció la voz al otro lado del teléfono.

—Inspector Castro, buenos días.

—¿Se puede saber a qué está jugando? —preguntó Castro de mal humor.

—En realidad a nada, inspector. Ahora mismo solo conduzco —respondió Olivia sin perder la calma. Aquel hombre era insufrible, pensó.

—No puedo ser su niñera —gruñó el policía.

—Yo no se lo he pedido —espetó Olivia.

Hubo un silencio al otro lado de la línea y Olivia supo que el policía estaba sopesando si colgar el teléfono o seguir discutiendo. Castro decidió tender un puente hacia una tregua. Volvió a hablar con el tono mucho más contenido.

—Señorita Marassa…

—Inspector, ¿nos podemos tutear? Me sentiría más cómoda. Puede llamarme Olivia y yo a usted…

Castro titubeó durante un segundo. Al final cedió.

—Agustín. Puede llamarme Agustín.

—Bien. Agustín, me dirijo a Lugo a hablar con los padres de Victoria Barreda e investigar en el pasado de Ruiz.

—¿Y qué esperas encontrar?

—Espero que un titular.

—No es para tomárselo a risa. Alguien está detrás de ti. No sé si porque no quiere que investigues o porque quiere que lo hagas a su manera. Y cuatro ruedas rajadas lanzan un mensaje muy claro.

—¿Investigasteis el pasado de Ruiz en Lugo? —preguntó Olivia intentando cambiar de tema.

—Sí, y no hay nada digno de mención. No tiene denuncias, ni antecedentes. Aparentemente, llevaba una vida de lo más normal. No creemos que su vida en Lugo tenga que ver con su muerte.

—Ya te diré si tienes razón a la vuelta.

—Cuidado con lo que publicas. La juez no está contenta con lo que ha leído hoy en tu periódico. Sospecha que ha habido filtraciones y ha amenazado con tomar medidas.

—Te aseguro que todo cuanto he publicado es cosecha propia. Nadie me ha filtrado nada —se defendió Olivia.

—Ya. —Fue todo lo que dijo Castro. Era inútil entablar ahora una discusión con ella sobre las posibles fuentes de información que manejaba.

Tras colgar el teléfono, sintió un cosquilleo en la boca del estómago y calor en las orejas. Se había sonrosado. Se tocó los mofletes. Los notaba calientes.

De repente, sentía algo parecido a la felicidad. Sonrió. «Venga, baja de las nubes, Olivia», se recriminó. La periodista volvió a centrarse en la carretera. Estaba entrando en la ciudad más antigua de Galicia: Lucus Augusti. Lugo.

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