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Capítulo 31

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La Calzada Das Gándaras era un camino rural, orillado por campos verdes, huertas y viviendas de una y dos plantas —la mayor parte de ellas en un estado de conservación bastante deficiente— que, gracias al boom de la construcción y a unas cuantas rotondas, había quedado anexado a la ciudad, por un lado y entroncado con la ronda norte, por el otro.

La zona resultaba peculiar, pues a pesar de la cercanía de la urbe y de estar sembrada de altos edificios de ladrillo caravista que daban sombra a las pequeñas viviendas de agricultores, aún se respiraba olor a campo.

El número 57 era una pequeña casa de una planta, adosada por una de sus partes a un reluciente edificio de nueva construcción de tres pisos que deslucía aún más la pequeña vivienda. Olivia se fijó en la construcción. Después de ver el chalet donde vivía Victoria Barreda, se había imaginado una residencia menos abandonada que aquella que tenía delante. La fachada, antaño de color blanco, presentaba desconchones producidos por el paso del tiempo y tanto la puerta como las ventanas de madera necesitaban con urgencia de una mano de barniz. En un lateral, un muro de piedra de poca altura cercaba una huerta en la que se notaba la mano diaria y cuidadosa de alguien y un pequeño jardín igual de pulcro.

Olivia tocó el timbre, un pequeño pulsador redondo que activó un ding-dong melódico que hizo que Olivia evocara su niñez y las visitas a casa de su abuela. El timbre sonaba igual, sin la estridencia de los de hoy en día. Casi como si hubiera estado esperando al otro lado de la puerta la llegada de la periodista, una mujer menuda abrió la puerta.

Asomó tímidamente la cabeza y tras inspeccionar de arriba abajo a la mujer que acababa de llamar, preguntó en gallego lo que Olivia supuso fue un «¿qué desea?».

—Lo siento, no hablo gallego —se disculpó Olivia—. ¿Viven aquí los padres de Victoria Barreda?

—Así es.

—Me llamo Olivia Marassa y soy periodista.

La mujer la miró con curiosidad, en silencio. Olivia continuó, dando por supuesto que estaba frente a Carmen Mosquera, la madre de Victoria:

—He viajado desde Asturias con la esperanza de que me recibieran. Me gustaría hablar con ustedes de su yerno, Guzmán Ruiz. Estamos preparando un reportaje de carácter humano sobre su persona —mintió la periodista.

La mujer, entera vestida de negro, abrió la puerta e invitó a Olivia a que entrara. En silencio, la hizo pasar a un saloncito pequeño y amueblado de forma modesta y anticuada, que probablemente solo usaran cuando tenían visita. La estancia constaba de un sofá de tapicería, protegido con un plástico ajustable; una mesita de centro de hacía décadas, cubierta por un tapete de ganchillo sobre el que descansaban varias figuritas de porcelana y un mueble de dos puertas, con estanterías abarrotadas de cachivaches, regalos publicitarios y más figuritas de porcelana, que hacía las veces de alacena y de mesita para el televisor.

—Siéntese. Voy a buscar a mi marido. —Fue todo lo que dijo aquella mujer a la que Olivia no fue capaz de sacarle el parecido con su hija. Se quedó sola en el salón. Sintió un escalofrío ante tanto silencio. No se oía ni el zumbido de una mosca. La quietud de aquella casa era opresiva. Recorrió con la mirada el salón. No vio ninguna foto de Victoria Barreda ni de su hijo. Tampoco de Guzmán Ruiz.

Pasados unos minutos, la mujer regresó acompañada de un hombre de semblante huraño. Carmen Mosquera y Sebastián Barreda no podían ser más distintos. Ella era delgada y de pequeña estatura —aunque parecía aún más pequeña por sus andares encorvados—, con grandes surcos que cruzaban su rostro, avejentado de forma prematura, y unos ojos pequeños y oscuros que nunca miraban al frente. Él, en cambio, a pesar de no ser mucho más alto que ella, era fornido, con una protuberante barriga que le colgaba por encima del pantalón. Tenía un rostro abotargado, con la piel tan tirante que parecía que fuera a rasgarse, en donde destacaba una nariz ancha surcada por finísimas venas azules. Llevaba una camisa de cuadros de manga corta por donde sobresalían dos brazos tan robustos que quedaban desproporcionados con el resto del cuerpo.

—Siéntate, mujer —le ordenó a su esposa con ademanes bruscos. Carmen Mosquera obedeció sentándose al lado de Olivia. Él, por el contrario, permaneció de pie marcando así los límites de aquella entrevista. Su actitud corporal le decía a Olivia que ni era bien recibida ni le iba a dedicar mucho tiempo. Cruzó los brazos por delante del pecho y esperó a que la periodista comenzara a hablar.

Olivia no perdió el tiempo. Le explicó el motivo de su visita de manera escueta, obviando las verdaderas intenciones y volviendo a repetir la mentira del reportaje humano. Sebastián Barreda pareció relajarse con los motivos esgrimidos por la periodista, mas no cambió de postura. Se limitó a preguntar:

—¿Qué quiere saber de mi yerno?

—¿Qué tal era? —comenzó Olivia.

—Era un hombre como Dios manda —respondió Sebastián, cambiando el peso de su cuerpo de un pie al otro—. Mantenía su casa y a su familia.

Sebastián Barreda acentuó con rotundidad esta última afirmación como si fuera la prueba irrefutable de que cualquier hombre que se preciara solo tenía que llevar dinero a casa. Quedaba eliminada cualquier presunción de maldad si el hombre mantenía su hogar y a su familia y no dejaba opción para cuestionar las inexistentes bondades de Guzmán Ruiz.

—¿Era cariñoso con su mujer y su hijo?

—Eso tendrá que preguntárselo a mi hija —contestó airado Barreda.

—Era un poco distante con ella —intervino tímidamente Carmen Mosquera.

—¡Calla, mujer! —bramó Sebastián encolerizado, pegando un salto hacia su mujer y apuntándola amenazador con el dedo índice de la mano—. Guzmán tenía todo el derecho a tratarla como le viniera en gana. Era su mujer y vivía como una reina gracias a él.

La mujer protegió su rostro con las manos y se encogió sobre sí misma en la esquina de aquel sofá plastificado.

Olivia, en cambio, enfurecida por la escena, no se arredró ante aquel hombre agresivo y autoritario. Sintió lástima por Carmen Mosquera y un repentino impulso de protegerla de aquella bestia que tenía por marido. También sintió pena por Victoria Barreda al imaginar su infancia en aquel ambiente opresivo y violento. Se imaginó a la niña, casi adolescente, hechizada por un hombre mucho mayor que ella, sin pocas o ninguna cosa en común debido a la diferencia de edad, pero que le daba la oportunidad de escapar de aquellos muros, de aquel silencio y de aquel padre cruel e inhumano.

—Por lo que tengo entendido —continuó Olivia con un tono firme e intentando disimular la incomodidad que sentía—, conoció a su hija cuando esta era casi una niña.

—Mi hija se encaprichó de él cuando era una adolescente. No supo comportarse con decencia. —El hombre frunció los labios y el entrecejo como si hablar del tema aún le produjera enojo—. Él consintió en casarse con ella y salvaguardar así su reputación.

Olivia sintió náuseas ante la ofensiva y cruda exposición de los hechos por parte de un padre que no había visto necesario proteger a su hija de un depredador sexual. Es más, que la había entregado a él de forma gratuita y sin condiciones. Miró a Carmen Mosquera y esta bajó la mirada, rehuyendo la suya.

—¿En qué trabajaba su yerno?

—Era subdirector de la oficina principal de un banco. Un buen puesto —respondió Sebastián escuetamente.

—¿Me podría decir el nombre del banco?

—El Banco Galego. Pero no quiero que vaya a molestar a sus compañeros.

—¿Siempre trabajó en el banco? —preguntó Olivia haciendo caso omiso del último comentario de Sebastián Barreda. Eso era precisamente lo que iba a hacer en cuanto saliera de aquella casa.

—Sí. Siempre en el mismo banco. Empezó como cajero.

—¿Sabe con quién se relacionaba?

—Con gente de su posición. Gente de buena familia —lo dijo con orgullo, aunque seguramente Guzmán Ruiz nunca hubiera incluido en su refinado círculo de amistades a su suegro, un hombre rudo y sin pulir.

—¿Tenía enemigos?

—Ninguno. Ya le he dicho que era un hombre recto.

A Olivia le sorprendió oír aquellos calificativos sobre un hombre que había seducido a una menor y que coleccionaba pornografía infantil. Hablaba de su yerno convencido de lo que decía. O bien vivía en Los mundos de Yupi, o bien él era de la misma calaña y veía en su yerno un reflejo de sí mismo y, por tanto, irreprochable, pues decir lo contrario sería tanto como reconocer su fracaso como padre, como hombre y, a la vista estaba, como marido.

—Recto, ¿en qué sentido? —Olivia no tenía ningún interés en conocer la opinión distorsionada de Sebastián Barreda sobre el carácter y comportamiento de su yerno, pero sentía un deleite especial en provocar a aquel cavernícola gallego.

Como imaginaba la periodista, el hombre se ofuscó. De repente, todo su rostro se encendió como si fuera una bombilla y dejó caer los brazos, apretando los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

—En todos los sentidos —dijo con rabia contenida—. Y me gustaría que se fuera. No tenemos más que decir.

Sebastián se movió acercándose a ella y con ademán brusco, le indicó la salida.

Olivia no insistió. Se había hecho una idea de cómo eran los padres de Victoria Barreda y sentía la necesidad acuciante de salir de aquella casa en donde parecía que no hubiera ni oxígeno para respirar. Además, ahora sabía dónde había trabajado Ruiz en aquella ciudad y era otro hilo del que tirar.

Ya en la calle, Olivia tomó una bocanada de aire. El cielo resplandecía. Se alegró de salir a la luz del sol y, sobre todo, se alegró de alejarse de aquella casa impregnada de tristeza.

No había hecho más que alejarse unos metros de la vivienda cuando Carmen Mosquera la llamó. Olivia se dio la vuelta.

La mujer venía a su encuentro, con paso rápido y furtivo.

—Señorita, Guzmán Ruiz no era un buen hombre.

Olivia se asombró de la franqueza de la madre de Victoria Barreda y de aquel arranque de valentía, aunque su lenguaje corporal decía todo lo contrario. Tenía ante sí a una mujer que ya no esperaba nada de la vida, salvo que se terminase.

—Lo echaron del banco. Por robar —espetó—. Victoria me lo contó.

Bajó la mirada hacia el suelo, como si sintiera vergüenza de lo que acababa de confesar y ladeó la cabeza ligeramente como un pajarillo. Parecía muy frágil.

Antes de que Olivia pudiera responder o darle las gracias por aquella información, Carmen Mosquera se dio la vuelta y se metió dentro de la casa, cerrando la puerta con suavidad.

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