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Capítulo 32

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La sencillez del despacho contrastaba con el aspecto rimbombante del hombre con nombre aún más rimbombante que tenían delante: José Manuel Oriol de la Rasilla, administrador concursal del juzgado de lo Mercantil número 2 de Oviedo. El abogado compensaba su baja estatura, apenas 1,60 centímetros, con un aspecto llamativo y excéntrico. Llevaba el cabello engominado hacia atrás, que dejaba a la vista una frente ancha e inusualmente tersa para la edad que aparentaba, no menos de cincuenta. «¿Los hombres también se hacen estiramientos de piel?», pensó Gutiérrez mientras examinaba el traje caro gris marengo de Oriol de la Rasilla. Lo combinaba con una camisa blanca con cuello y puños en color butano a juego con un pañuelo del mismo color que lucía en el bolsillo de la chaqueta y que quedaba eclipsado por el colorido de la corbata, que dañaba la vista. Cerraba el conjunto un reloj de bolsillo cuya cadena colgaba del chaleco.

Castro y Gutiérrez estaban sentados frente a aquel hombrecillo de aspecto esperpéntico —que se parecía más a un galán recién salido de la noche marbellí que a un administrador concursal— gracias a la eficiente intervención de la juez Dolores Requena. Su contundente y enérgica explicación al juez que instruía el procedimiento concursal de la empresa de Mateo Torres, junto con la sutil recomendación de que la cooperación del juzgado de lo Mercantil en general y del juez instructor en particular, era necesaria para el buen desarrollo de la investigación criminal en curso, dio sus frutos y permitió que José Manuel Oriol de la Rasilla hiciera un hueco en su apretada agenda para recibir y compartir sus informes con los dos policías.

Si estaba contrariado por aquel reajuste de última hora, no lo demostraba. Al contrario, Oriol de la Rasilla parecía tranquilo y satisfecho de poder colaborar en una investigación criminal.

Tras las presentaciones de rigor, en las que el administrador concursal demostró sentirse como pez en el agua ante aquella inusual situación, Castro le puso al corriente, sin entrar en detalles, del motivo de aquella visita. Oriol de la Rasilla se limitó a escuchar y no trató de solicitar más información de la que el inspector le había facilitado.

—Me temo que no consigo ver la relación que pueda tener el procedimiento que administro con el que ustedes se traen entre manos. —Fue todo lo que dijo, con una divertida sonrisa en los labios, cuando Castro terminó de explicarle la situación—. Pero claro, yo no soy policía, ¿verdad? Ustedes dirán cómo puedo ayudarles.

—¿En qué situación se encuentra el patrimonio de Mateo Torres? —Castro fue al grano.

—Ahora, en fase de liquidación —contestó Oriol de la Rasilla.

—¿Fase de liquidación? ¿Se están vendiendo sus bienes?

—Se comienza con una venta directa que parte de una tasación. Si pasados los plazos legales los bienes no se venden, estos salen a subasta pública —explicó—. En venta directa solo se ha vendido un camión y la maquinaria. No es el mejor momento para vender. El resto de los bienes saldrán a subasta pública en breve.

—¿Qué deuda acumuló Mateo Torres?

—Algo más de tres millones de euros.

—¿Con la venta de sus bienes se cubrirá la deuda?

—Depende, inspector. Los bienes patrimoniales del señor Torres, incluyendo la nave donde desarrollaba la actividad que pertenece a la sociedad mercantil, están tasados en ocho millones de euros. Pero en subasta pública se puede hacer una quita[5] sobre su precio de tasación de hasta el setenta por ciento.

Gutiérrez, que hasta el momento se había limitado a tomar notas, levantó la cabeza del cuaderno y preguntó:

—¿Eso quiere decir que los bienes podrían venderse por el treinta por ciento de su valor?

—Sí, exacto.

—Pero, en ese caso, si no me fallan las cuentas, la deuda no quedaría saldada.

—Con la venta de los bienes de la sociedad concursada, no. Pero en la pieza de calificación el señor Torres, como administrador único de la sociedad, fue declarado culpable y condenado a restituir de forma total el déficit patrimonial de la sociedad concursada. Dicho con otras palabras, lo que no cubra la venta de los bienes de la sociedad, deberá cubrirlo el propio señor Torres con su patrimonio personal, sea este cual sea.

Gutiérrez miró a Castro con cara de no haber entendido nada. «¿Pieza de calificación? ¿De qué habla?», decía la mirada del subinspector.

—Me temo, señor Oriol, que nos tendrá que explicar qué es la pieza de calificación —pidió el inspector con naturalidad.

—La pieza de calificación es la fase del concurso en la que se juzga si el administrador de la sociedad concursada causó la insolvencia de la empresa de forma fortuita o mediante dolo. En el caso del señor Torres, se concluyó que así había sido.

—¿Puede ser más específico? —pidió el inspector.

—Mateo Torres, en los dos ejercicios anteriores a la declaración del concurso, no cumplió con la obligación legal de depositar las cuentas anuales en el Registro Mercantil. Este hecho en sí mismo, es decir, la no presentación de la contabilidad, ya es en sí mismo un motivo para una calificación de culpable.

—Él alega que su jefe de Administración, Guzmán Ruiz, falseó las cuentas. Manifiesta que Ruiz llevaba una doble contabilidad.

—Si eso es cierto, no he encontrado evidencias de ello —aseguró el administrador concursal—. He repasado minuciosamente la contabilidad de la empresa y, aparte de una pésima gestión, no he encontrado nada que apoye esas acusaciones.

—¿Qué responsabilidad se le imputó a Guzmán Ruiz en el proceso?

José Manuel Oriol de la Rasilla parpadeó ligeramente como si la pregunta le pareciera poco apropiada.

—Ninguna —sentenció—. Todas las actividades financieras fueron realizadas con poderes otorgados por Mateo Torres. Y como administrador único de la sociedad es responsable del total de las deudas. Además, no sé si saben que está casado con su mujer en régimen de bienes gananciales, de manera que, por desgracia, su mujer también se ve afectada por el proceso.

El inspector Castro pensó en el aspecto enfermizo de Mateo Torres. Sintió lástima por él. Pudo imaginar cómo la pérdida de toda una vida de trabajo, el verse abocado a la ruina a una edad en la que no es fácil volver a empezar de cero, hubiera hecho estragos en su salud física. ¿Y en su salud mental? Torres tenía motivos de sobra para querer ver muerto a Guzmán Ruiz. Ocho millones de motivos.

—¿Quiénes son los principales acreedores de la sociedad de Torres? —preguntó Gutiérrez sacando a Castro de sus reflexiones.

—La mayor parte de la deuda la tienen cuatro entidades bancarias. Se trató de conseguir un acuerdo de refinanciación de la misma en la fase de convenio del concurso, pero sin ningún éxito.

—¿Y los empleados? —insistió Castro.

—La empresa abonó el cuarenta por ciento de las liquidaciones e indemnizaciones por los despidos y el Fondo de Garantía Salarial se hizo cargo del resto.

—¿Notó algún comportamiento, digamos, violento o de resentimiento contra Guzmán Ruiz?

Oriol de la Rasilla parecía divertido con aquella pregunta.

—Inspector Castro, en un proceso concursal, el resentimiento es un sentimiento reservado única y exclusivamente para el administrador concursal. En este caso, yo. La Ley concursal fue concebida para salvar a las empresas de la quiebra. Por desgracia, es una ley que consigue salvar a pocas empresas y el administrador concursal, en vez de salvador, es visto como la figura que llega a la empresa para cerrarla.

Castro se preguntó qué sentido tenía una ley que no era capaz de alcanzar el fin para el que había sido promulgada, pero se guardó de expresar su opinión en voz alta. En vez de eso, preguntó:

—¿Y qué nos puede decir de Mateo Torres? ¿Le parece un hombre capaz de tomarse la justicia por su mano?

—He tratado poco con él. Mi función en este caso fue la de sustituirle como administrador de la sociedad y no le gustó verse desvinculado de la empresa. Pero es un sentimiento normal, diría yo. Ocurre siempre.

Oriol de la Rasilla no estaba dispuesto a emitir un juicio que no estuviera fundamentado con números.

—Señor Oriol, necesitaremos que nos facilite toda la información del procedimiento concursal de la sociedad de Torres.

—Les daré una copia del auto, de la sentencia de la pieza de calificación y de los informes trimestrales con el estado de los bienes y de la deuda. ¿Será suficiente?

—De momento, sí. No le molestamos más.

Los dos policías se levantaron y Oriol de la Rasilla hizo lo mismo, acompañándolos a la salida.

—Les diré una cosa, aunque no es de mi incumbencia y se trata de una opinión personal que deberán tomar como tal. —Castro y Gutiérrez aguardaron en silencio, mirando con curiosidad a aquel peculiar hombrecillo de poca estatura—. No me cabe duda de que Mateo Torres desconocía el estado financiero de su empresa. Cuando una empresa entra en quiebra, los empresarios se protegen: se casan en separación de bienes, no tienen nada a su nombre, desvían fondos… Mateo Torres no hizo nada de eso.

—¿Está tratando de decirnos que es un hombre honesto? —preguntó Castro.

—O eso o el hombre más incauto del mundo.

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