Animal

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Capítulo 33

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—Un tipo peculiar, ¿no? —Gutiérrez caminaba deprisa. Odiaba la ciudad salvo si era para salir de copas con los amigos. Le resultaba agobiante, perdía la paciencia con facilidad con el resto de los conductores y le resultaba tedioso buscar aparcamiento.

—Sí, pero no nos ha aclarado demasiado —respondió Castro tratando de ir al paso de su compañero—. Nos confirma lo que ya sabíamos: que Mateo Torres está en una situación económica delicada y en un proceso judicial que no tiene pinta de que vaya a acabar bien para él.

—Torres está arruinado. Toda la vida trabajando para que venga un cabronazo y te deje prácticamente en la calle, mientras él se pavonea por ahí con un BMW de casi cien mil euros —arremetió el subinspector notando cómo le invadía un sentimiento de rabia.

—Estás dando por buena la versión de Torres, sin tener en cuenta la del administrador concursal que acaba de decirnos que no ha encontrado evidencias de que Ruiz llevara una doble contabilidad —argumentó Castro con una media sonrisa.

—¡Vamos, hombre! —protestó el subinspector cada vez más acalorado—. Ese tío era de la peor calaña. No hacen falta pruebas para ver que, casi con seguridad, hizo exactamente lo que nos contó Mateo Torres.

—Solo digo que no puedes perder la perspectiva. Ciñámonos a las pruebas. Y estas nos dicen que no hay indicios de que haya robado. Al menos a Torres —razonó Castro, que empezaba a resollar intentando seguir el ritmo, cada vez más acelerado, de su compañero.

Jorge Gutiérrez era un buen policía, pero tenía un carácter demasiado vehemente. Un rasgo que en dosis pequeñas era beneficioso para no dejarse llevar por el desánimo en situaciones adversas, pero que podía resultar peligroso si se le daba alas.

Caminaron en silencio hasta llegar al coche. El calor comenzaba a apretar y Castro sentía la boca seca. Seguían sin tener prácticamente nada. Quedaban muchos flecos por resolver, muchos frentes abiertos y ninguna pista que apuntara a un sospechoso.

—Vamos a acercarnos al laboratorio de la Científica. Quizá ya tengan algo del cuaderno —dijo Castro entrando en el aparcamiento público donde habían dejado el coche.

Estaban saliendo de él cuando sonó su móvil. Descolgó activando el manos libres.

—Inspector, soy el Pulga —saludó una voz cantarina y juvenil al otro lado del teléfono.

—Hola, Hugo. ¿Qué te cuentas, chico?

Al inspector Castro se le alegró el semblante. Hugo, alias el Pulga, era su protegido, uno de sus mejores logros como policía. Lo había arrestado cinco años atrás por vandalismo público, primero, y por intentar robar en un supermercado, después. El Pulga tenía trece años. Vivía con su madre, una mujer honrada que intentaba sacar adelante a su hijo fregando suelos, después de que su marido la abandonara. El chiquillo pasaba mucho tiempo solo, sin la vigilancia de un adulto, y se había juntado con malas compañías, un grupo de pequeños delincuentes que se dedicaban a hacer fechorías solo por matar el aburrimiento. Él era el más pequeño del grupo en edad y en estatura, de ahí que lo llamaran el Pulga. Pero lo canijo que era lo compensaba con una personalidad arrolladora y un carácter indómito.

La segunda vez que lo detuvo, Hugo se mostró hostil y bravucón, dejando bien claro que la autoridad policial para él tenía muy poca, por no decir ninguna, autoridad. Aquel escuchimizado mocoso, al que empezaban a salirle pelillos en el labio superior y que mostraba —con actitud amenazante— a los policías que lo custodiaban sus escuálidos brazos —en los que más que bíceps parecía que se marcaran canicas—, le tocó la fibra al inspector Castro. Probablemente se viera reflejado en aquel muchacho que lo único que necesitaba era que alguien le dedicara algo de tiempo y atención.

Se volcó con él. Logró que dejara de lado aquellas compañías que no hubieran hecho otra cosa que mandarlo de cabeza al reformatorio, consiguió que acabara el instituto y que se enderezara. Le animó a canalizar toda aquella energía en algo positivo. Durante aquellos últimos años, Castro había sido su guía, su mentor y, sobre todo, su amigo.

Ahora trabajaba de ayudante en un taller mecánico en Pola de Siero. A las pocas semanas de empezar en el taller, supo cuál era su vocación: reparar coches.

Castro no tenía hijos y sentía por Hugo lo más parecido al amor que un padre pueda sentir por su hijo.

Gutiérrez miró a su jefe y se le escapó una media sonrisa. A Castro se le ponía una expresión de satisfacción y embobamiento cada vez que hablaba con Hugo.

—Tengo algo para ti, inspector.

—¿Y eso?

—¿No llevas tú el caso del tío que apareció muerto en el polígono?

—Sí, es mi caso.

—Pues tengo información que igual te interesa. Podría ser un testigo.

Hugo lo dijo intentando crear expectación. Castro, de repente, se puso tenso y el semblante se le tornó serio.

—Explícate, Hugo —pidió.

—Vi a tu fiambre discutiendo con un tío el día que lo mataron. Aquí, cerca del taller.

—¿Y cómo sabes que era mi fiambre? ¿Lo conocías?

—No, de nada. Pero he visto su foto en el periódico. Y lo reconocí.

—¿Qué viste exactamente?

—Pues eso —contestó con impaciencia—. Lo vi discutir con otro tío. Pero una bronca de las gordas, ¿eh?

—¿Cómo de gorda? —quiso saber Castro mientras intentaba concentrarse en la carretera.

El tráfico era denso y el inspector maniobraba entre los coches con agilidad. El taller donde trabajaba Hugo estaba cerca de la urbanización donde vivía Guzmán Ruiz.

—Casi se enganchan, inspector. El tío intentó zurrarle al fiambre. Si no fuera porque parecía encontrarse mal, le hubiera solmenado de lo lindo.

—¿A qué hora ocurrió?

—Serían las cinco, porque es la hora a la que paro a fumar un cigarro. Y yo estaba a la puerta fumando.

El inspector Castro torció el gesto, pero se abstuvo de hacer ningún comentario. Hugo ya era mayor de edad y él no era quién para soltarle sermones sobre los perjuicios del tabaco. Había cosas peores que un cigarrillo de vez en cuando.

—¿Qué viste exactamente, Hugo? —preguntó.

—Pues el viejo…

—¿El viejo?

—Sí… el viejo, de repente, se bajó del coche y se abalanzó sobre el otro… el fiambre…, que iba caminando por la acera… lo tiró al suelo…

—Espera, espera… Guzmán Ruiz iba caminando —dijo Castro tratando de ordenar el relato de Hugo— y el otro hombre, que según tú era viejo, iba en coche. ¿Correcto?

—Eso es —corroboró Hugo.

—Y el hombre que iba en coche se detuvo, bajó del vehículo y tiró al suelo a Guzmán Ruiz.

—Tal cual.

—¿Y qué más?

—Pues eso, lo tiró al suelo. Le gritaba y le decía de todo. Que lo iba a matar, que era un cabronazo, un hijo de puta… esas cosas. Parecía que le iba a dar un ataque. Pero entonces el otro se recuperó del susto, se levantó del suelo y le dio un empujón al viejo. Lo cogió por la camisa y le dijo que era patético y que fuera a morirse a casa.

—¿Hacia dónde caminaba Guzmán Ruiz?

—Bajaba en dirección a Pola de Siero.

—¿Y el del coche?

—En dirección contraria, hacia Santander.

—¿Cómo era el viejo?

—Muy viejo, o al menos lo parecía. Alto, muy flaco, pelo blanco… Andaba como encorvado, encogido… ¿Te ayuda?

—Creo que sí. Escucha, ¿podrías pasarte por comisaría para ver unas fotos?

—Sí. A la una salgo a comer. Me acerco a verte.

—Estupendo. ¿Qué tal tu madre?

A Castro le gustaba la madre de Hugo. Era una mujer luchadora y muy trabajadora. Había sacado adelante a su hijo ella sola y, a pesar de las adversidades, no lo había hecho mal.

—Ahora trabaja menos. Con mi sueldo nos arreglamos mejor. Pero sigue siendo igual de pesada —protestó—. Que si no fumes, que si no llegues tarde, que si con quién andas… una lata.

—No hables así de tu madre. Se preocupa. Si no te diera la lata, no sería una madre.

—En eso tienes razón. Oye, tengo que volver al curro. Nos vemos.

Cuando colgó, Castro miró a Gutiérrez.

—¿Qué piensas? —dijo.

—Aparte de que al chico parece irle bien, opino que confirma más o menos lo que nos dijo Victoria Barreda: que Ruiz salió de casa sobre las cuatro el día que lo mataron.

—¿Nada más? —preguntó Castro con intención.

—Por la descripción que ha hecho Hugo del viejo, diría que Mateo Torres nos mintió esta mañana cuando nos dijo que hacía más de un año que no veía a Ruiz.

—Si Hugo lo reconoce en las fotos, lo quiero ver en comisaría.

Entraron en el edificio de la Jefatura Superior de Asturias. El interior era luminoso gracias a los grandes ventanales de la planta baja. Un agente, en el mostrador de recepción, les saludó con la cabeza. Subieron a la segunda planta, que albergaba las dependencias de la Científica. Castro preguntó por los inspectores Miranda y Montoro.

Salió a recibirlos, con su andar desgarbado, Miranda, que iba pulcramente ataviado con una bata blanca con el bolsillo superior lleno de bolígrafos y rotuladores. Les ofreció su mano huesuda a modo de saludo.

—Os íbamos a llamar. Tenemos novedades que serán de vuestro interés —les anunció mientras les conducía al despacho que compartía con el inspector Montoro quien, en ese momento, se encontraba concentrado tecleando algo en su ordenador.

Montoro se levantó de la silla, con cierta dificultad, al verlos entrar. Sus redondas formas entorpecían sus movimientos. Era un hombre rechoncho, con grandes mofletes y una papada imponente. Pero todo lo que tenía de grande lo tenía de concienzudo y bonachón. Miranda y Montoro hacían una peculiar pareja. Como el punto y la i.

—Inspector, subinspector —saludó mirando a uno y a otro.

Miranda se había sentado delante de su ordenador y, sin decir palabra, cedió la voz cantante a Montoro, quien, ajustándose las gafas, comenzó a hablar.

—Ya tenemos los resultados del cuaderno —comenzó el inspector de la Científica sin andarse por las ramas—. Además de la sangre, que ya sabíamos que era de la víctima, hemos encontrado huellas dactilares de cinco personas diferentes.

El inspector Castro cogió el informe que le ofreció Montoro.

—Había huellas de Olivia Marassa y de Mario Sarriá en la tapa, tal y como ya sabíamos, pues ellos mismos aseguraron haber tocado el cuaderno sin guantes. También encontramos huellas de Guzmán Ruiz, algo que se podía esperar. Pero, además, encontramos las de Germán Casillas y de Alina Góluvev. Y los dos están fichados.

Castro y Gutiérrez se miraron y a ambos se les iluminó el rostro con una media sonrisa.

—Suficiente para una orden judicial —sentenció Castro mientras sacaba el móvil para llamar al comisario Rioseco. Le puso al día de las novedades y le urgió para que consiguiera de la juez Requena una orden de registro de La Parada.

—También había huellas de ellos en las hojas del cuaderno. De hecho, solo había huellas de ellos: de la víctima, de Alina Góluvev y de Germán Casillas —continuó Montoro una vez que Castro hubo finalizado la llamada.

—¿Y en el sobre y en la nota?

—En el sobre y en la nota solo encontramos las huellas de la periodista y el fotógrafo —aclaró Montoro.

—¿Habéis analizado la escritura? —preguntó Castro sin mucha esperanza.

—Sí, pero no hemos sacado nada en limpio. El folio es un A4 de 80 gramos de la marca Galgo y no hay marcas en la hoja de las que podamos extraer alguna pista respecto a la impresora. Y otra cosa. —El inspector de la Científica hizo una pausa—: El pelo de animal que encontramos en el cuerpo de Guzmán Ruiz es de gato.

—Mateo Torres tiene dos gatos —puntualizó Gutiérrez levantando la vista de su cuaderno de notas.

—Definitivamente, Mateo Torres se merece un paseo a comisaría —comentó Castro pensativo.

—¿Y qué hay del coche de Torres? —inquirió Gutiérrez.

Montoro parpadeó y lo miró con rostro circunspecto.

—Subinspector, somos rápidos, pero no somos magos. Hace escasamente dos horas que hemos recogido el vehículo para su procesamiento. —Montoro se quitó las gafas, aplicándose en limpiar los cristales con el bajo de su bata—. Date por satisfecho si te podemos decir algo a ultimísima hora de hoy —replicó haciendo hincapié en la forma esdrújula del adverbio de tiempo.

Gutiérrez enrojeció hasta la raíz del cabello. «Menudo error de novato», pensó avergonzado.

En ese momento sonó el móvil del inspector. Su cara cambió a los diez segundos de contestar a la llamada. Le empezaron a brillar los ojos y arrugó el entrecejo, señal de que, fuera lo que fuese lo que le acababan de comunicar, su cerebro ya estaba funcionando para encajar otra pieza del puzle.

—Nos llevamos el informe, Montoro. Muchas gracias por la rapidez. —Fue todo cuanto dijo nada más finalizar la llamada.

—Todo vuestro. Si hay novedades, os avisamos.

Salieron del frescor del edificio al calor de la calle a paso rápido. Esta vez era a Gutiérrez al que le costaba seguir el ritmo del inspector.

Solo cuando Castro se apoyó en la fachada del inmueble y encendió un cigarrillo, se atrevió a preguntar:

—¿Qué ha pasado?

—Que hoy tenemos la suerte de nuestra parte. A ver si nos dura.

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