Animal

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Lunes, 19 de junio de 2017

—Eres una celebridad, Olivia.

Castro estaba sentado a un lado de la cama del hospital donde descansaba la periodista. Era mediodía y se sentía bien, con la mente clara y despejada. Tenía un vial conectado a la mano derecha y aspecto de cansancio. Había recuperado la conciencia el día anterior, tras pasar doce horas en coma.

—He estado a punto de perderte, hija —le había dicho su madre el día anterior entre lágrimas, en cuanto abrió los ojos.

La tarde del domingo había sido caótica. La habitación del hospital se había llenado de flores. Media redacción del periódico se había acercado, en lenta y paulatina peregrinación, a preocuparse por el estado de salud de su compañera. Olivia estaba aturdida y vio, entre nebulosas, a su madre caminar apurada por la habitación, subiendo y bajando las cortinillas de las ventanas; moviendo de sitio las flores; alisando la ropa de la cama; al inspector Castro entrar un par de veces y acercarse a la cama; al director del periódico, con aspecto serio; a Dorado, quien, con gesto preocupado, hablaba con Castro, que en aquel momento también se encontraba en la habitación. También vio a Mario, que solo se acercó a ella para cogerle la mano y apretársela con fuerza. Olivia asistía a este ir y venir de personas desde un estado de somnolencia que tiraba de ella sin dejarla pensar con claridad. Abría los ojos y veía a Mario. Los cerraba solo un segundo y, cuando volvía a abrirlos, la luz de la habitación había cambiado, tornándose más apagada, y junto a ella solo estaba su madre, quieta y cogiéndole la mano.

El inspector Castro había llegado hacía un par de horas. Olivia ya estaba despierta y con deseo de que alguien la pusiera al corriente. Su madre le había prohibido leer la prensa. Y eso era mala señal.

Tras insistir, y a pesar de las protestas de doña Elena, el inspector le había contado cómo habían descubierto que Carmen era la autora de los crímenes y cómo habían llegado a la vivienda y la habían encontrado inconsciente en el suelo. Olivia había llegado al hospital en estado de coma debido a la dosis de insulina que le había inyectado la hermana de Mario.

—Casi no lo cuentas —le había dicho Castro—. Estás aquí de milagro.

Había tardado doce horas en volver al mundo de los vivos y ahora que se encontraba mejor podía recordar los angustiosos momentos que había pasado en casa de Carmen.

—¿Una celebridad? —Olivia no lograba entender a qué se refería.

—Eres la periodista que ha resuelto el crimen del polígono —contestó Castro con tono jocoso—. Y que casi muere en el intento. Estás en todos los informativos.

Olivia abrió los ojos como platos.

—No me digas que me he convertido en noticia de los periódicos de la competencia. A Adaro le estará dando un infarto detrás de otro —se lamentó Olivia.

—No te preocupes. Tu periódico ha dado su exclusiva. Mario se encargó de ello por ti —la tranquilizó el policía.

—¡Mario! —Olivia intentó incorporarse. No había pensado en su amigo y en todo lo que se le habría venido encima.

—Tranquila, Olivia. —Castro la contuvo, empujándola suavemente para que se mantuviera acostada—. Mario lo está sobrellevando bien.

—¿Cómo está? Tiene que estar destrozado. Su hermana y Nico lo son todo para él. —Olivia recordó lo que Carmen le había contado sobre Nico y Ruiz. Se estremeció a pesar del ambiente cálido que reinaba en la habitación.

—A mí me odiará durante una buena temporada, pero está bien. Ocupándose de Nico. Y tratando de que el periódico lleve la voz cantante con tu historia. —Castro cogió aire y lo soltó con fuerza—. Es un buen tío y casi lo mando a chirona.

El inspector le explicó lo sucedido, el empeño de Mario en no desvelar dónde había estado en el momento de los crímenes, la coincidencia del pelo del gato de Olivia con el encontrado en el cadáver de Ruiz, la pasividad del fotógrafo ante la acusación.

—Tuvo que estar muy angustiado.

—Resulta que la noche en la que murió Ruiz realmente estaba en casa durmiendo. Pero la mañana en la que murió Victoria Barreda estaba en casa de Carmen, cuidando de Nico. Llegó a casa y su hermana no estaba. Cuando esta regresó, venía con un carrito de la compra y le dijo que había salido un rato al supermercado. Y Mario no vio razón para dudar de ella.

—¿No le extrañó a Mario que Carmen dejara a Nico solo en casa?

—No le dio importancia. El niño se pasaba el día dormido, debido a la medicación que tomaba. Y Carmen aprovechaba esos momentos para sus cosas —explicó Castro—. Y eso mismo le dio la oportunidad de escabullirse, sin ningún problema, para matar a Ruiz, para rajar las ruedas de tu coche, luego para dejarte el cuaderno a la puerta de casa y, por último, para acabar con la vida de Victoria. Solo que en esta última escapada no contaba con Mario.

—Y ¿por qué Mario no dijo nada de dónde estaba? ¿Por qué mintió diciendo que estaba en su casa cuando mataron a Victoria? —planteó Olivia sin entender la actitud de su amigo.

—No quería mezclar a su hermana y al pequeño en toda esta historia. Lo estaban pasando mal, los dos. Pensó que, si contaba la verdad, la policía querría hablar con ellos y decidió evitarles el mal trago —explicó Castro—. Mario confiaba en que el hecho de que no hubiera pruebas físicas, puesto que él no había matado a nadie, sería suficiente motivo para soltarlo. Pero no contó con que un pelo de tu gato, pegado a su ropa, se transferiría a la ropa de su hermana y de esta a la de Ruiz. Mala suerte.

Olivia pulsó el mando de la cama articulada y elevó la cabecera para sentarse.

—Olivia, creo que Mario nunca sospechó de su hermana, hasta el momento en que supo lo que Ruiz le había hecho a Nico. —Ella lo miraba con expresión seria. Se sentía afligida por el fotógrafo. Había vivido una experiencia dura, pero nada comparado con la que le esperaba a partir de ahora—. Él dijo: «¡Dios mío, ¿qué he hecho?!». Yo creí que se refería a los asesinatos. Pero ahora pienso que en realidad se refería al hecho de que, por no contar su coartada, le había proporcionado una a su hermana.

—¿Qué va a ser de Carmen? —preguntó Olivia con una pena tan profunda que le dolía.

—Está en prisión preventiva sin fianza. A disposición de la juez. Ha confesado, Olivia. —Castro notó la aflicción de la periodista—. Y hemos encontrado el bisturí y una bata desechable del hospital con restos de sangre, guantes de látex, el móvil de Ruiz y el martillo con el que lo golpeó. Estaba todo en un carro de la compra, escondido en el trastero. En casa tenía una farmacia bien abastecida, incluida heparina, somníferos y ansiolíticos. Además esta mañana la compañía telefónica nos ha enviado el registro de llamadas del móvil de Ruiz y en él figura la llamada que hizo Carmen para citarse con él.

—Así que regresó a la escena a por el móvil en vano…

—Poca gente sabe que no necesitamos el terminal para poder acceder a las llamadas, tanto salientes como entrantes. Aunque borres las llamadas del terminal, aunque destruyas el teléfono… en el registro histórico de la compañía permanecen. Era cuestión de tiempo que hubiéramos relacionado a Carmen con Ruiz.

—Se volvió loca, Agustín. Se lo vi en los ojos.

—No confundas locura con odio. Carmen llevaba años macerando la rabia que llevaba dentro. Consiguió mantenerla a raya. Pero cuando Ruiz hizo con su hijo lo mismo que le había hecho a ella, dio rienda suelta a esa ira. Perdió el norte, pero no la cordura.

Castro leyó la incredulidad en el gesto de Olivia.

—Es consciente de lo que ha hecho. Pero es una persona dominada por el sentimiento más poderoso y antiguo del ser humano: el odio.

El inspector echó una rápida ojeada a su reloj y se levantó.

—Por cierto, han aparecido dos cajas de seguridad en dos sucursales bancarias: una en Pola de Siero y la otra en Lugo. Estaban a nombre de Victoria Barreda y ¿adivinas qué contenían?

—Sorpréndeme —se jactó ella, aunque ya sabía lo que habrían encontrado.

—Dinero, muchísimo dinero. Entre las dos, más de diez millones de euros.

Olivia recostó la cabeza sobre la almohada. Al final, Victoria Barreda había sido víctima de su propio demonio: la avaricia. Llámame gorrión y échame trigo, que diría su madre.

Castro le cogió la mano y se la apretó.

—Ahora descansa. Yo tengo que volver a la comisaría. Pero luego me paso y te pongo al día.

El inspector le sonrió y aquel gesto, cálido y tranquilizador, fue una promesa de que habría más momentos de confidencias y más cenas con notas de muchos colores como sobremesa. A Olivia se le alegró el semblante, a pesar de que no podía dejar de pensar en Carmen, en su desesperación cuando descubrió la aberrante realidad del estado de Nico; en su soledad, al no compartir su dolor con nadie; en su miedo, porque la historia se repetía como si de un bucle se tratara.

Pensó qué hubiera hecho ella de haberse encontrado en el lugar de Carmen. ¿Hubiera actuado igual? ¿Se hubiera dejado llevar por el peor de sus instintos hasta acabar con la vida de otro ser humano?

Cerró los ojos, agotada. Y decidió que ya lo pensaría al día siguiente.

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