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Capítulo 34

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—¿Se acuerda de Pepe el del Popular? —preguntó Pascual de Marcos.

—Sí, claro —contestó Olivia recordando el fraude cometido en los noventa por el encargado de una sucursal del Banco Popular en Santander. Recordaba vagamente haber leído que aquel hombre logró hacerse con más de treinta millones de euros engañando a los clientes del banco, a los que les ofrecía altas remuneraciones por sus depósitos. Depósitos que nunca llegó a declarar en la contabilidad oficial del banco. Hasta donde sabía Olivia, el dinero nunca apareció y el acusado estuvo fugado de la justicia hasta que el caso prescribió.

—Pues podríamos decir que aquí fue Guzmán el del Galego —continuó De Marcos con sorna.

Olivia se quedó perpleja con el alcance de lo que estaba escuchando. Allí sentada en el sencillo despacho del director de la oficina principal del Banco Galego, en Lugo, su cerebro empezó a funcionar a la velocidad de la luz.

No esperaba que el señor De Marcos, director de la sucursal donde había trabajado Ruiz hasta hacía cuatro años, se prestara a hablar con ella sin mostrar oposición. Había sido muy fácil.

Después de hablar con Carmen Mosquera, había buscado en internet dónde estaba la oficina principal del banco. Se encontraba en el casco histórico de Lugo, dentro de la muralla romana. Olivia decidió aparcar su vehículo en una calle cercana a esta. Había conseguido estacionar con bastante facilidad, a pesar del caótico tráfico de aquella ciudad, en una pequeña plaza, justo enfrente del cuartel de la Guardia Civil. Le llamó la atención que la mayoría de los aparcamientos eran de zona azul, pero lo que más le sorprendió fue que las máquinas expendedoras del ticket estaban apagadas y mostraban un llamativo cartel en donde se leía EN LUGO NO SE PAGA ZONA AZUL. Solo conocía otra ciudad, Mieres, en donde las dos primeras horas de aparcamiento en zona azul eran gratuitas: introducías el importe, la máquina te expedía el recibo y, a continuación, te devolvía el dinero introducido.

En Lugo hacía calor. Había leído que la provincia sufría temperaturas extremas, tanto en verano como en invierno. Olivia estaba sofocada cuando entró en el casco histórico por la Puerta de San Pedro. Se detuvo un momento para contemplar la muralla romana. Era una construcción imponente y de las mejor conservadas del territorio nacional. Constaba de unas setenta torres y de diez puertas que comunicaban el casco histórico con la parte moderna de la ciudad, aquella que se había expandido más allá de aquellos muros milenarios.

Tenía una longitud de más de dos kilómetros y, al igual que la de Ávila, se podía recorrer a pie, pues, a través de unas diminutas escaleras embutidas entre las torres, se podía acceder al paseo del Adarve, popularmente conocido como paseo de ronda. Olivia deseó disponer de más tiempo para poder perderse en aquellos muros defensivos construidos hacía diecisiete siglos con lajas de pizarra, granito y mampostería de piedras y guijarros.

La oficina principal del Banco Galego estaba ubicada en la rúa do Progreso, una de las principales vías del casco histórico. Olivia disfrutó del paseo hasta la sucursal. Recorrió la rúa San Pedro con el deleite de una turista, con paso lento, a pesar de que tiempo era precisamente lo que no tenía y fijándose en los edificios centenarios que enmarcaban aquella angosta calle que bullía de actividad comercial, de turistas que se paraban en cada portal, guía en mano, y de lugareños que caminaban deprisa, demasiado ocupados para contemplar aquellas piedras que les daban sombra cada día.

Al llegar a la altura de unos pequeños soportales, la calle giraba hacia la derecha dando paso a la rúa do Progreso, una amplia avenida adornada con árboles y bancos de madera, en donde los edificios, de repente y de forma un tanto incongruente, cobraban altura y modernidad. La calle estaba repleta de amplias terrazas que, a aquella hora, ya mediodía, estaban muy concurridas de gente disfrutando del vermut.

Olivia caminó apenas cincuenta metros. El Banco Galego estaba anexado a una sucursal de La Caixa. Entró en el establecimiento. A pesar de la algarabía de gente en la calle, la oficina estaba vacía. Se acercó a la cajera, una rolliza mujer de mediana edad con una manicura francesa impecable, y preguntó por el director.

—¿Quién pregunta por él? —quiso saber la mujer a la vez que se levantaba para ir en busca del responsable de aquella oficina.

—Me llamo Olivia Marassa. Es un tema personal.

La mujer, la discreción en persona, aceptó por buena la razón esgrimida por Olivia y, sin más, entró en un despacho situado justo detrás de ella. Salió a los pocos segundos.

—El señor Pascual de Marcos la atenderá enseguida.

Olivia le dio las gracias y entró en un despacho amplio y ordenado. Tras una mesa de oficina en la que solo se veía un ordenador y un par de bolígrafos con publicidad del banco, se sentaba un hombre ya entrado en años, pulcramente vestido con un traje azul marino de raya diplomática, camisa blanca y corbata rosa fucsia. «Qué chic», se dijo Olivia.

Pascual de Marcos se acercó a Olivia y le estrechó la mano para, después, volver a sentarse tras su escritorio. Su apretón fue firme. «Es un hombre seguro de sí mismo», pensó ella.

—Bien, señora Marassa. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Necesito cierta información de un antiguo empleado de esta sucursal.

—Tendrá que explicarme el motivo de esta, digamos, peculiar petición —contestó De Marcos sonriendo.

—En la madrugada del jueves, Guzmán Ruiz, quien fuera subdirector de esta oficina, apareció muerto en circunstancias sospechosas —explicó Olivia, tras decidir ir al grano.

Esta advirtió un matiz de sorpresa en la mirada del director del banco. Pero fue el único atisbo de sobresalto, pues De Marcos mantenía su actitud templada y profesional.

—¿Y qué tiene eso que ver con nosotros? —preguntó el hombre con tono tranquilo y abriendo los brazos como si quisiera abarcar todo lo que había en aquella oficina.

—En principio, nada, señor De Marcos. Estoy aquí en calidad de periodista de El Diario, un periódico regional de Asturias, que es la provincia donde residía Guzmán Ruiz en la actualidad. Intentamos averiguar quién era él en realidad de cara a un reportaje de carácter humano.

Pascual de Marcos se mesó el escaso cabello de la cabeza y se alisó la corbata.

—Exactamente, ¿qué la ha traído hasta aquí, señora Marassa? —quiso saber De Marcos con tono cauto.

—Sabemos que trabajó aquí y que fue despedido por robar.

Pascual de Marcos no contestó. Se quedó mirando fijamente a la periodista, sopesando de cuánta información disponía y la conveniencia o no de confirmarla o desmentirla. «Ahora es cuando me va a invitar de forma educada a que salga de su despacho», pensó Olivia con poca esperanza de conseguir más información.

—¿Qué más sabe? —se limitó a preguntar el director del banco.

Olivia decidió ser sincera. Si quería que De Marcos le facilitara información, intuía que tenía que ser honesta con él. Sospechaba que estaba ante un hombre poco común. Y de su respuesta dependía el desenlace de aquella entrevista.

—En realidad, nada —se sinceró Olivia—, por eso estoy aquí. Solo sé que robó. Me lo confesó la suegra de Guzmán Ruiz. Eso y que no era un buen hombre.

Pascual de Marcos pareció decidirse.

—Guzmán Ruiz fue una gran decepción. Y, efectivamente, no era un buen hombre.

—Señor De Marcos, si no le importa, me gustaría grabar nuestra conversación —pidió Olivia. Normalmente no solía utilizar grabadora. Era un invento que, en muchas ocasiones, retraía a los informadores. Un cuaderno y un bolígrafo inspiraban más confianza en los entrevistados o menos miedo a lo que pudiera quedar registrado de cuanto contaban. Pero, en este caso, su instinto le decía que debía grabar.

—Bien. Establezcamos las condiciones de esta entrevista, señora Marassa. De hecho, quiero que conecte la grabadora ya.

Olivia obedeció. Sacó su teléfono móvil y comenzó a grabar.

—Solo le voy a poner dos condiciones, si quiere que sigamos hablando. La primera, no mencionará bajo ninguna circunstancia el nombre del banco. Y segunda, no mencionará bajo ninguna circunstancia mi nombre. En su reportaje, puede referirse a mí como el responsable de la oficina. Estoy a punto de jubilarme y me gustaría salir por la puerta principal y no por la trasera.

—Se lo prometo. Ni su nombre, ni el del banco —accedió Olivia.

—¿Se acuerda de Pepe el del Popular? —preguntó Pascual de Marcos, sin más preámbulos.

—Sí, claro —respondió Olivia.

—Pues podríamos decir que aquí fue Guzmán el del Galego —continuó De Marcos con sorna.

—¿Cuánto dinero robó?

—No llegó a los treinta millones de Pepe el del Popular —contestó De Marcos—. Pero en su momento, se calculó que estafó en torno a los diez millones en un período de aproximadamente quince años, que fue el tiempo que ocupó el cargo de subdirector.

—¿Y cómo lo hizo?

—De la forma más fácil para alguien sin escrúpulos, que trabaja dentro de un banco con un cargo como el suyo y con acceso a todo.

—¿Y en qué consistió?

—Imposiciones a plazo fijo.

—¿Imposiciones a plazo fijo? —repitió Olivia extrañada.

—Exacto. Seleccionó a unos trescientos clientes de los casi treinta mil que tenía la sucursal. Les ofrecía un interés anual del seis por ciento, con pagos trimestrales, por imposiciones de dinero a plazo fijo durante cinco años. Hablamos de cantidades de entre diez mil y veinticinco mil euros. Ruiz era metódico y cada tres meses cada cliente estafado recibía en su cuenta corriente el seis por ciento del dinero desviado a lo que ellos pensaron era una cuenta de plazo.

—¿Adónde desviaba el dinero?

—Ahí está la trama. No lo desviaba. Lo retiraba en efectivo en el mismo momento en el que el cliente realizaba la imposición, sin dejar registro de ello. Es decir, el cliente pensaba que estaba sacando el dinero de su cuenta para meterlo en una cuenta a plazo, cuando en realidad, lo que hacía era sacarlo para meterlo en el bolsillo de Ruiz.

—Pero algún rastro tuvo que dejar, ¿no?

—Ninguno. Ruiz no dejó constancia de ninguna operación extraña en la contabilidad oficial del banco. De hecho, no había traspasos del dinero. Las imposiciones en realidad nunca existieron. Solo había reintegros en efectivo realizados por los clientes, que quedaban reflejados como tales, y los ingresos que les hacía Ruiz trimestralmente.

—¿Nadie sospechó nada durante quince años?

—No, nadie. Es más, Ruiz era un empleado ejemplar. Muy entregado a su trabajo. Incluso en vacaciones venía por la oficina para ver cómo iban las cosas, concertaba citas con sus clientes… Luego supimos, claro, que su dedicación extrema era parte de su negocio. No se podía permitir el lujo de que otro empleado atendiera a cualquiera de sus clientes a riesgo de que se descubriera todo.

—¿Y los clientes?

—Los clientes seleccionados tenían un perfil determinado. Eran personas mayores, en su mayoría, titulares únicos de la cuenta y con ingresos suficientes. Y en el caso de que en un momento dado quisieran recuperar el dinero, Ruiz se limitaba a ingresarles la cantidad de forma inmediata.

—¿Y cómo se descubrió? —preguntó Olivia atónita.

Pascual de Marcos suspiró y se removió en la silla a la vez que se desabotonaba la chaqueta del traje.

—Uno de sus clientes falleció. Y a sus herederos, sus hijos, les llamó la atención un reintegro en efectivo de veinticinco mil euros hecho cuatro meses antes. Fueron a una de nuestras oficinas a informarse y tuvieron el buen tino de no hacerlo en esta. Al detectarse movimientos irregulares en la cuenta, el departamento de Auditoría inició una investigación contable.

Aquellas revelaciones podían tener implicaciones importantes para la investigación. ¿Cómo era posible que la policía no hubiera descubierto ese hecho? ¿Cómo era posible que Guzmán Ruiz no tuviera antecedentes? Sin conocer el entramado legal, Olivia reconocía en los hechos al menos un delito de falsedad documental y otro de apropiación indebida. En cambio, Castro le había dicho que no habían encontrado nada relevante en el pasado de Ruiz en Lugo. Es más, que no tenía antecedentes penales. ¿Cómo era posible?

De Marcos se adelantó a la siguiente pregunta de Olivia y añadió:

—No hubo denuncias. Se resolvió de puertas para dentro, por decirlo de alguna manera. A Guzmán Ruiz se le aplicó un despido disciplinario con carácter inmediato. Y a los afectados por la estafa se les devolvió el dinero de forma discreta. La mayor parte de ellos nunca supieron que habían estado a punto de perder sus ahorros. De hecho, hubo quien insistió en volver a meterlo a plazo fijo… claro está, a un interés más módico.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué lo taparon? —inquirió Olivia atónita con lo que estaba oyendo.

—Por salvaguardar la reputación del banco. Piense que somos una entidad pequeña. ¿Sabe lo que hubiera ocurrido si se hubiera conocido la estafa? Estaba en juego la credibilidad de la entidad. No hay cosa peor que un banco pierda la confianza frente a sus clientes. Un escándalo de esta magnitud hubiera sido la ruina.

Olivia podía entender el razonamiento de De Marcos. ¿Quién dejaría sus ahorros en manos de un banco en donde era tan fácil hacer desaparecer ese dinero? Pero el fraude de Ruiz tuvo que cabrear a mucha gente. Seguro que habían rodado cabezas.

—A nivel interno fue un escándalo, claro. Y tuvo consecuencias. El antiguo director de esta oficina, a quien yo sustituyo, fue prejubilado prematuramente. —De Marcos lo dijo con afectación mal fingida—. Pero desde entonces, los sistemas del banco cuentan con «procedimientos cortafuegos» para impedir acciones fraudulentas, obligando a introducir códigos para cualquier operación que se realice. Sin esos códigos, el sistema bloquea la operativa activando una alarma interna —explicó—. Y, además, se realizan auditorías contables internas de forma periódica.

—¿Sabe si hubo alguien que le guardara rencor a Ruiz por lo que hizo?

El hombre soltó una carcajada tan inesperada que hizo que Olivia pegara un brinco en la silla.

—Señora Marassa, no tendría suficiente capacidad en la grabadora para registrar los nombres de todas las personas a las que cabreó Guzmán Ruiz con su estafa. ¿Se sospecha que aquel hecho puede estar relacionado con su muerte?

—Imagino que la policía no descarta nada, señor De Marcos. Pero lo desconozco —contestó Olivia de manera ambigua.

Tras intercambiar con el director sus teléfonos, Olivia Marassa salió a la calle satisfecha con lo que había descubierto. Era más de la una de la tarde. «Me merezco un descanso», pensó Olivia, encaminándose a una terraza con intención de beberse una copa de vino de godello[6].

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