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Capítulo 36

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El inspector Castro estaba entusiasmado con el descubrimiento que los agentes de Delitos Tecnológicos habían hecho tras rastrear el GPS del BMW de Ruiz. Apenas eran las doce de la mañana y ya tenían varias líneas de investigación abiertas. Una de ellas, la posibilidad de poner al Tijeras y a su socia-relaciones públicas-chica-para-todo, Alina Góluvev, a la sombra. Quería verlos sudar cuando les preguntara qué hacían sus huellas en un cuaderno —que probablemente fuera una agenda de tráfico sexual infantil— manchado con la sangre de Ruiz.

Con una sonrisa de satisfacción en la cara se concentró en lo que el agente de la unidad le estaba contando.

Tres días a la semana, Ruiz acudía a una dirección a las afueras de Oviedo, incluso en alguna ocasión hasta dos veces al día. Tras comprobar los datos, habían averiguado que se trataba de una casa que había sido alquilada hacía tres años por una sociedad sin actividad mercantil.

—Y adivine quién aparece como socia y administradora única de la sociedad —dijo el agente que una hora antes había llamado a Castro para informarle de las novedades.

—Ilústreme, agente.

—Alina Góluvev.

—¡Vaya con la relaciones públicas! —exclamó Gutiérrez. Castro se frotó la barbilla en actitud pensativa.

—¿La sociedad seguro que no tiene actividad?

—No, señor. Absolutamente ninguna.

—¿Y los pagos del alquiler?

—No se hacían a través de la sociedad —explicó el agente consultando sus notas—. Según el propietario de la vivienda, el primer día de cada mes recibía un ingreso en su cuenta bancaria.

—¿Transferencia bancaria?

—No, señor. Ingreso en efectivo.

—¿Y los gastos generales? ¿Agua, luz?

—Están incluidos en el precio del alquiler. El titular de los recibos es el propietario de la vivienda.

—Bien. Ya es hora de traer a Casillas y a Góluvev.

Castro se encaminó con paso decidido al despacho del comisario Rioseco. Llamó antes de abrir la puerta, más por inercia que por cortesía, pues no esperó a que el comisario le invitara a entrar.

—Comisario, ¿cómo va la orden de registro? —preguntó sin preámbulos.

—Buenos días, inspector —saludó con sarcasmo el comisario, mientras dejaba de lado los papeles que estaba leyendo—. Está solicitada a la juez Requena. Prometió agilizarla.

—Casillas y Góluvev están implicados en la muerte de Ruiz. Primero, sus huellas en el cuaderno manchado con la sangre de Ruiz y ahora esa casa, alquilada por Góluvev.

—¿Su cuartel de operaciones?

—Si no me falla el instinto, diría que sí. No creo que la tuvieran alquilada como vivienda de vacaciones. Comisario, necesitaremos una orden de registro también para la casa —pidió Castro temiendo que este se negara a molestar a la juez Requena por segunda vez en menos de una hora.

—Está bien —concedió Rioseco, a quien no le pasó desapercibido el gesto de sorpresa del inspector—. Confío en tu instinto, inspector. Rara vez te falla, y, habida cuenta de los últimos descubrimientos, yo diría que hay indicios más que suficientes para volver a molestar a la juez.

—Gracias, comisario.

El inspector salió del despacho y llamó a Gutiérrez.

—Jorge, a la sala. Vamos a ver todo lo que tenemos mientras la juez prepara las órdenes de registro. Trae el expediente completo.

Una vez allí, extendieron los informes sobre la mesa.

—A ver —comenzó Castro frotándose los ojos—, ¿qué tenemos hasta ahora? Empecemos por orden.

Gutiérrez abrió el informe del forense.

—Guzmán Ruiz apareció muerto en el polígono La Barreda, por emasculación. Presentaba una contusión en la nuca, lo que nos indica que el asesino o asesinos lo dejaron inconsciente antes de la… carnicería. La cantidad de sangre encontrada en el lugar donde estaba el cadáver parece indicar que lo mataron allí.

—Por lo que nos han contado, esa noche no estuvo en La Parada. De manera que se dirigía hacia el club, por la puerta trasera —continuó Castro—. ¿Por qué por la puerta trasera, si tenía acceso total al club?

—Para que no le vieran entrar —especuló Gutiérrez.

—O para que no vieran entrar a su acompañante, es decir, a su asesino. ¿Y eso qué nos sugiere?

—Que tenían una cita secreta con alguien dentro y querían pasar desapercibidos para los demás.

—Y que Ruiz conocía a su asesino o, cuando menos, confiaba en él, se sentía lo suficientemente seguro como para llevarlo a La Parada. Además, no había señales de lucha en el cadáver. La agresión le cogió desprevenido. El asesino es alguien a quien conocía —concluyó Castro.

—Además, hay otro detalle que me intriga —continuó el inspector—. La forma de matarlo y la posición del cuerpo. El asesino escenificó el crimen: en la calle, bocarriba, con los brazos en cruz, desnudo, con los testículos en la boca… lo dejó expuesto.

—Como si quisiera dejar un mensaje.

—De hecho, ha estado dejando mensajes desde entonces… la nota y el cuaderno con la sangre y las huellas de Casillas y Góluvev. Su muerte está relacionada con las tendencias sexuales de Ruiz. Creo que el asesino quiere que sepamos que era un pederasta. Y por eso lo mató.

—Entonces ¿tenemos que buscar a una posible víctima o a los familiares de una víctima? —preguntó Gutiérrez, quien no había dejado de apuntar las ideas expuestas en su cuaderno.

—Tenemos que investigar esa vía.

—¿Y los demás sospechosos? Casillas, Góluvev, Mateo Torres…

—No podemos descartar a ninguno, Jorge. Casillas y Alina Góluvev, como poco, sabían lo que se traía entre manos Ruiz y probablemente participaban en ello. Y Mateo Torres y su mujer tenían motivos para querer verlo muerto y, además, no tienen coartada. Eso por no mencionar que todos nos han mentido. Según Guadalupe Oliveira, Casillas no estaba en La Parada a la hora de la muerte de Ruiz, y Torres, si Hugo lo identifica, habría visto a la víctima el mismo día de su muerte.

—¿Y Victoria Barreda?

—Tampoco podemos descartarla. Vivía con un depravado. Estoy seguro de que conocía los tejemanejes de su marido. Pero ¿hasta qué punto miraba para otro lado? Y Ruiz, ¿la dejaba en paz a ella y a su hijo, como Barreda nos quiso hacer creer?

Castro dejó las preguntas en el aire y Gutiérrez las plasmó en su cuaderno. Cada vez había más señales de interrogación.

—¿Qué han dicho los vecinos de Barreda y Ruiz?

—Nada inusual o de utilidad. El matrimonio no daba que hablar. Discretos, de perfil más bien bajo. Rara vez se les veía juntos. Según los vecinos, Victoria Barreda se dedica a su hijo y a su hogar. Y Guzmán Ruiz apenas se relacionaba con el vecindario.

—Sigamos —pidió Castro.

—No podemos olvidarnos de los trabajadores de la empresa de Torres, inspector. El cierre tuvo que cabrear a más de uno.

—Apúntalo. A ver si esta tarde sacamos tiempo para ir a visitar a alguno de ellos.

Gutiérrez repasó el informe forense antes de continuar.

—En el cuerpo no se encontraron huellas ni rastros de ADN, a excepción de un pelo de gato. Tampoco se halló el arma del crimen que, por el corte limpio de las heridas, el forense dictamina que podría tratarse de un cuchillo de hoja lisa y muy afilada. Del tipo de un bisturí.

—El informe también dice que la emasculación fue limpia, hecha con precisión —añadió Castro.

Gutiérrez hizo un gesto de asco con la boca. Recordó las heridas de Ruiz y pensó que aquella imagen podía ser cualquier cosa menos limpia. El inspector retomó la palabra haciendo caso omiso del gesto de repugnancia de su compañero.

—El corte limpio y la precisión me despistan. ¿Alguien con conocimientos médicos? No sé cómo encaja eso en el puzle. —Castro se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho. Se sentía como en uno de esos juegos de escape en donde solo hay una salida y muchas puertas falsas que no llevan a ninguna parte—. Y el pelo de gato… Mateo Torres tiene gatos. Habría que coger una muestra y compararla con la hallada en el cuerpo.

El subinspector puso cara de póquer y Castro se quedó pensativo, mirando a algún punto más allá de la pared de aquella sala de entrevistas.

—Ruiz no presentaba drogas en el organismo. Pero sí una cantidad de alcohol importante —siguió repasando Gutiérrez.

—Toma nota de que tenemos que hablar con la dueña de La Cantina. Olivia Marassa dijo que Ruiz había estado allí tomando algo la tarde antes de su muerte.

—No hay testigos, a excepción de Guadalupe Oliveira y el conductor del vehículo al que vio y al que aún no se ha localizado. —Gutiérrez se metió el bolígrafo en la boca—. Aunque este pudo ser un testigo o el propio asesino.

—Suponiendo que quien conducía el vehículo fuera el autor del crimen, si la muerte de Ruiz ha sido fijada en torno a medianoche, ¿qué hacía el asesino en el lugar del crimen a las tres de la madrugada? —preguntó Castro.

—¿Volvió para recrearse? ¿Se le olvidó algo? ¿Perdió algo y volvió a recogerlo?

—Luego está el cuaderno con la nota y la sangre. Y la destinataria… Olivia Marassa. ¿Por qué ella?

La pregunta fue lanzada al aire más de forma retórica que para obtener una respuesta. Castro sabía perfectamente que el asesino quería una puesta en escena pública. Quería notoriedad y que se supieran las lindezas de Ruiz. Y Olivia Marassa era una herramienta fundamental para obtener la publicidad deseada. El problema era que la periodista no era dócil y, aun sin apenas conocerla, sabía que llevaría la investigación como a ella le pareciera mejor y no al ritmo que le marcara el autor del crimen. Porque a esas alturas, Castro estaba convencido de que quien había asesinado a Ruiz era la misma persona que había dejado el cuaderno en la puerta de la mujer y que había rajado las ruedas de su coche.

—Ahora que ya han acabado con él los de la Científica, en Delitos Tecnológicos tratarán de averiguar algo sobre su contenido, las anotaciones… Aunque si se fía de mi opinión, inspector, huele a prostitución infantil a kilómetros.

—Les va a encantar echarles el guante a Casillas y a Góluvev. Y a mí también. Dos mierdas menos en la calle —espetó Castro con tono despectivo.

El inspector comenzó a impacientarse. La juez Requena estaba tardando en extender las órdenes de registro. Se apoyó en la mesa y tamborileó los dedos sobre la superficie.

—Está bien —concluyó—. Hay que apretar a Casillas. Si estaban metidos en prostitución infantil, cosa que no dudo, se tenían que relacionar con gente peligrosa. Hay que conseguir nombres. Y si tenían negocios con ese tipo de gente y algo se torció, pudieron matar a Ruiz a modo de aviso para los otros dos.

—Es otra posibilidad. No obstante, sin hablar con Casillas, no tenemos más que conjeturas y pistas que no llevan a ninguna parte. —El subinspector Gutiérrez resopló y comenzó a ordenar, en sus correspondientes carpetas, todos los informes y fotografías que había extendido sobre la mesa, mientras configuraban un resumen de todas las evidencias.

Un agente llamó a la puerta y sin esperar respuesta asomó la cabeza.

—Inspector, Hugo está aquí.

Castro sonrió y se levantó de la silla.

—Dile que pase.

Un joven desgarbado y escuchimizado entró en la sala con paso rápido y fue directamente a palmear la espalda de Castro. Nada de abrazos, ni de sentimentalismos. Él no hacía esas cosas. Mostrar los sentimientos era de nenas. Hugo palmeaba la espalda o chocaba los nudillos cuando alguien le importaba. A la única persona a la que permitía un acercamiento físico más allá de lo formal era a su madre, y porque no le quedaba otro remedio, a riesgo de recibir una colleja.

Hugo sentía un afecto especial por Castro. Era lo más parecido a un padre que había tenido. Había cuidado de él y de su madre sin pedir nunca nada a cambio. Con el tiempo, Hugo había descubierto que el inspector le importaba hasta el punto de esforzarse en no decepcionarlo.

—¿Qué tal vas, chico? —preguntó Castro apretándole el hombro en señal de saludo, pues sabía que era reacio al contacto físico.

—Tirando —contestó sin perder la sonrisa—. Tengo poco tiempo, inspector.

—Acércate. Quiero que mires unas fotos y me digas si reconoces al hombre que viste discutir con Ruiz.

Castro extendió encima de la mesa las fotos de varios fichados, mezcladas con las de Casillas y Mateo Torres. Hugo se acercó a la mesa y miró las fotos con detenimiento.

—Es ese tío —dijo señalando la foto de Mateo Torres.

Castro y Gutiérrez se miraron.

—¿Estás seguro? —insistió Castro.

—Vaya que si lo estoy —confirmó.

—Bien, gracias, Hugo. Escucha, ahora vuelve al trabajo. Te llamo esta tarde, ¿de acuerdo?

—Lo que tú digas, inspector. Aunque creí que esto iba a ser más interesante. Tenía la esperanza de ver una rueda de reconocimiento o algo así.

—Tú ves muchas películas, chico.

Castro acompañó a Hugo a la salida. Estaba a punto de entrar en la sala otra vez cuando sonó el móvil. Era Olivia Marassa. Sintió un cosquilleo en el estómago y cuando descolgó el teléfono una sonrisa de satisfacción iluminó su rostro. Sonrisa que se borró de su rostro una vez que hubo escuchado a la periodista.

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