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Capítulo 37

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El inspector Castro no entendía una sola palabra de cuanto le estaba diciendo Olivia Marassa. La mujer no paraba de gritar incoherencias. Se alejó del murmullo de la comisaría, saliendo a la calle, para intentar oír mejor.

—Cálmate, Olivia. No te entiendo —pidió Castro.

—¡Está muerta! ¡Tienes que ir a su casa! ¡Está muerta! —gritó ella jadeando.

—¿Quién está muerta? ¿De qué hablas, Olivia?

—¡Victoria Barreda está muerta! —volvió a gritar a la vez que sollozaba de forma histérica.

El inspector Castro quedó paralizado.

—¿Cómo que Victoria Barreda está muerta? —Castro no daba crédito y su asombro se reflejó en su rostro. Se llevó la mano a la frente y enarcó las cejas de tal manera que casi rozaron el inicio del cabello.

—Alguien… alguien… me ha mandado una fotografía en la que aparece Victoria… cubierta… cubierta de sangre —balbuceó Olivia con histerismo.

—¿Quién te mandó la foto?

—¡No lo sé! —bramó Olivia fuera de sí.

—Está bien. —El inspector Castro intentó sonar tranquilo—. ¿Dónde estás tú? —preguntó preocupado por el estado emocional de la periodista.

—Sigo en Lugo. Pero ahora mismo salgo para allí.

—¿Estás en condiciones de conducir?

—Sí.

—Te llamo en cuanto sepamos algo.

El inspector Castro colgó el teléfono y entró en la comisaría corriendo. Irrumpió en el despacho de Rioseco sin llamar.

—Comisario, tenemos un problema.

Este levantó la vista del informe que estaba estudiando.

—¿Otro más? —preguntó con resignación, soltando el bolígrafo y cruzando las manos en actitud expectante.

—Me acaba de llamar Olivia Marassa. Alguien le ha enviado una foto en la que se ve a Victoria Barreda ensangrentada. Según la periodista, parece muerta.

Valentín Rioseco parpadeó.

—¿La crees? ¿No será una estrategia para marearnos en busca de una exclusiva?

—Comisario, estaba muy nerviosa. Y sería absurdo por su parte inventarse algo así. Deberíamos ir a casa de Victoria Barreda —pidió Castro.

—Llévate a Gutiérrez y a dos agentes más. Y llámame en cuanto sepas algo. Si es como dices, habrá que avisar a la juez.

—Sí, comisario.

Castro salió del despacho dando grandes zancadas. Sentía el pulso acelerado y un puño en la boca del estómago. Su instinto le decía que ya era tarde para la viuda de Ruiz.

—Gutiérrez, vamos. Vosotros dos, conmigo —ordenó dirigiéndose a su compañero y a dos agentes que se encontraban repasando datos en la pantalla de su ordenador—. Avisa a Miranda y a Montoro. Puede que les necesitemos.

El subinspector cogió su chaqueta y preguntó, a la vez que marcaba el número de la Científica.

—¿Qué ocurre?

—Tenemos otro cadáver.

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