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Capítulo 40

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El ambiente en el despacho de Rioseco estaba cargado de tensión. Dolores Requena estaba sentada muy erguida frente a la mesa del comisario. A su lado, con gesto cansado, Castro escuchaba a la juez sin poder quitarse de la cabeza el cadáver de Victoria Barreda y a Olivia Marassa. Aún no había llegado. Estaba preocupado. Más de lo que quería reconocer. Calculó la hora a la que lo había llamado para avisarlo de la muerte de la viuda de Ruiz. Aún estaba en Lugo cuando hizo la llamada. Habían transcurrido más de dos horas. Tenía que estar a punto de llegar. No podía dejar de pensar en lo alterada que se mostró. ¿Estaba en condiciones de conducir? Se maldijo por no haber pensado en la posibilidad de que la periodista estuviera demasiado conmocionada para conducir sola más de doscientos kilómetros.

—… me gustaría oír una explicación, comisario.

La voz de la juez y el carraspeo de Rioseco sacaron a Castro de sus reflexiones.

El comisario volvió a carraspear. Cogió aire y con voz tranquila expuso lo acontecido desde que el inspector recibiera la llamada de Olivia Marassa. La juez escuchaba con gesto impasible.

—Estamos ante una situación muy irregular, comisario. Existen unos procedimientos judiciales y nada justifica que sus hombres se los salten a la torera.

—Señoría, considero que la situación estaba más que justificada —protestó el inspector Castro.

—¿Usted cree? —Requena se giró mirando a Castro con gesto severo—. ¿Y si hubiera sido una falsa alarma o una broma? Estamos hablando de un allanamiento.

—Pero ¡no lo era! ¡Victoria Barreda estaba muerta! —Castro elevó el tono de voz.

—¡Inspector! —atajó el comisario—. Tu ímpetu y esfuerzo para resolver este caso es encomiable. Pero su señoría tiene razón.

—Comisario… —intentó protestar Castro.

Rioseco levantó la mano acallando al inspector.

—En todo caso, señoría, la responsabilidad es mía. Yo di la orden a mis hombres de intervenir.

—Comisario, por lo que estoy viendo, se nos acumula el trabajo a usted y a mí —señaló la juez suspirando—. Que les sirva de advertencia. Los procedimientos están para cumplirlos y los cauces legales, por poco que les gusten, también. Y ahora no perdamos más el tiempo. Tengo dos órdenes judiciales de registro.

La juez Requena sacó de una carpeta de piel los mandatos y se los entregó al comisario.

—Traigan a Germán Casillas y a Alina Góluvev, exprímanles y pongan ese club y la vivienda de Oviedo patas arriba —ordenó la juez.

Rioseco salió del despacho para dar las órdenes pertinentes.

—Y ahora —retomó la palabra Requena—, vamos al grano. Inspector, usted fue el primero en llegar a la escena del crimen. ¿Qué vio?

—Cuando llegamos, tanto la puerta que da acceso a la finca como la puerta principal de la casa estaban abiertas. No vimos a nadie por los alrededores.

—¿Qué hora era?

—La llamada de Olivia Marassa se produjo a la una y cuarto pasadas. Nosotros llegamos al domicilio de la víctima en torno a la una y media. —Castro hizo una pausa para ordenar sus ideas—. Enseguida vimos que Victoria Barreda estaba muerta. La casa estaba ordenada. Quien fuera no revolvió nada. Llamamos al comisario, este a la Científica, a usted y al médico forense.

—¿Cree que este asesinato está relacionado con el de su marido?

—No me cabe la menor duda —respondió Castro sin pararse a pensarlo—. Victoria Barreda sabía de las acciones delictivas de su marido. Y miraba para otro lado.

—¿Está seguro de eso?

—No —admitió el inspector—. Ella no lo reconoció cuando la interrogamos. Pero estoy seguro de que sabía más de lo que nos contó.

—No es suficiente.

—Señoría, al principio pensé que el asesinato de Ruiz podía estar relacionado con sus tendencias delictivas. Es más, llegué a pensar en un ajuste de cuentas. Si se dedicaba a la prostitución infantil…

—Hecho que aún hay que demostrar —le interrumpió la juez.

—Hay bastantes evidencias, señoría. El cuaderno es una de ellas.

—Siga.

—Como decía, si se dedicaba a la prostitución infantil, tuvo que relacionarse con gente de mala calaña y sin escrúpulos. Un negocio que salió mal, que tratara de engañar a la gente equivocada, chantaje… Es gente que no se anda con bobadas y es de gatillo fácil.

Castro tomó aire y cambió de posición en la silla.

—Continúe, inspector —le animó Requena.

—Pero ahora, empiezo a pensar que es algo personal. Es más, hoy hemos sido testigos de una meticulosa puesta en escena.

—¿A qué se refiere?

—A Victoria Barreda le sacaron los ojos y le cortaron la lengua. Creo que la mataron porque vio lo que hacía su marido y calló, cuando tendría que haber denunciado. Pero el asesino, en el último momento, o bien sintió remordimientos o compasión por ella. De ahí la cuidadosa colocación del cuerpo.

—En cambio, con Guzmán Ruiz hubo más ensañamiento —apostilló Requena.

—Con Guzmán Ruiz no hubo remordimiento ni compasión, señoría. Al contrario, el asesino quiso degradarlo, deshumanizarlo. Lo dejó expuesto a propósito.

La magistrada no había dejado de tomar nota de cuanto estaba planteando el inspector. Se tomó un tiempo para hacer la siguiente pregunta:

—Y, ¿qué pinta Olivia Marassa en todo esto?

—No lo sé, señoría. Se ha visto en medio sin ella pretenderlo.

—Me cuesta creer esa falta de pretensión por su parte a la que hace referencia, inspector. Conozco un poco la trayectoria profesional de la señorita Marassa y le aseguro que es un perro de presa cuando se trata de conseguir una noticia.

—En este caso, el protagonismo le ha venido impuesto —rebatió Castro—. Le dejaron el cuaderno en la puerta de su casa anoche. Esta mañana ella tenía planeado ir a Lugo, para investigar el pasado de Guzmán Ruiz, y su coche apareció con las ruedas rajadas. Y ahora la fotografía del cuerpo de Victoria Barreda.

Dolores Requena arqueó las cejas. Desconocía que habían atentado contra la periodista.

—¿La señorita Marassa necesita protección, inspector?

—No lo sé. No sabemos quién rajó los neumáticos. Pudo ser el autor de los crímenes, pero pudo ser también una fuente enfadada o alguien a quien cabreara con alguno de sus artículos.

—En cualquier caso, está en el punto de mira y eso, inspector, y más tratándose de una periodista, es peligroso para la investigación. Y para ella, también.

—Señoría, estoy casi convencido de que quien le ha estado dejando pruebas del caso no pretende hacerle daño.

—¿Y qué pretende en su opinión, inspector? —El tono de Requena distaba mucho de ser agradable. Se encontraba ante un caso complicado, con dos muertes en poco espacio de tiempo, escasas evidencias y pocas pistas, y los medios de comunicación llevaban casi dos días con titulares del «asesino del polígono». Lo que no necesitaba era una periodista, con fama de no tener escrúpulos a la hora de conseguir una noticia, metida en el mismo epicentro del caso y en posesión de pruebas cruciales para la investigación. Dolores Requena empezaba a sentir ardores de estómago y dolor de cabeza solo de pensar en las consecuencias si aquello llegaba a saberse.

—Que lo haga público.

—¡Estará de broma! —La juez elevó el tono de voz. Sonó como una soprano desafinada que no hubiera calentado la voz.

—Me temo que no. —El inspector Castro deseaba estar equivocado pero, después de lo de ese día, estaba convencido de que la misma mano que había matado a Guzmán Ruiz y, casi con toda probabilidad, a Victoria Barreda, había informado a Olivia con el único fin de que lo publicara. Era un plan osado e inteligente si el objetivo era desacreditar a Guzmán Ruiz. Y cada vez estaba más convencido de que el propósito era ese—. Me atrevo a afirmar que el autor de los crímenes es la misma persona que envió el cuaderno y la foto a Olivia Marassa. Y la elección de la periodista no ha sido al azar.

—¿Qué quiere decir? —Requena cada vez estaba más inquieta.

—O bien la conoce o bien conoce su reputación de… como dice usted… perro de presa.

—No voy a consentir que se filtren esos datos, inspector. Hay un secreto de sumario implícito en la investigación.

—Lo sé, señoría. No es necesario que me lo recuerde —se defendió Castro, molesto por la nada sutil insinuación de la magistrada—. No obstante, Marassa no ha hecho intención de hacer público nada de lo mencionado. Bien podría haber publicado la existencia del cuaderno y no lo ha hecho. Creo que está asustada.

—Mejor. Un poco de miedo en el cuerpo no le vendrá mal. Y a nosotros, tampoco.

Dolores Requena se tomó unos segundos para reflexionar. Necesitaba atar en corto a Marassa mientras durase la investigación. Y la ocasión le brindaba una oportunidad de oro.

—Quiero que la vigile —ordenó tras meditar todas las opciones posibles.

—Está bien. Hablaré con el comisario. Destinaremos una dotación.

—No —contestó con rotundidad la juez—. Quiero que la vigile usted personalmente.

Castro se sobresaltó por la propuesta de la juez. No era un poli de guardería, ni una niñera, ni tenía tiempo para custodiar a una periodista entrometida que, desde que la conocía, no le había traído más que quebraderos de cabeza. Y el gesto de su rostro debió de traslucir todos esos pensamientos, uno tras otro y sin pausa, porque la magistrada se apresuró a decir:

—Ha habido filtraciones internas desde que comenzó esta investigación —argumentó Requena de forma calmada y dando énfasis a la palabra «filtraciones»—. No sabemos quién es el desafortunado agente que se ha ido de la lengua. No podemos permitirnos más deslices de ese tipo. Si no fuera del todo necesario no se lo pediría, inspector.

—Pero… —intentó protestar Castro.

—En estos momentos y en vista de la repercusión y de la envergadura del tema que tenemos entre manos, solo me fío de usted para tal cometido, inspector.

—Mi equipo es de confianza, señoría.

—Y no lo dudo —respondió Requena, entrelazando las manos por encima de la mesa y dejando entrever una impasibilidad corporal que decía a kilómetros «no voy a tolerar un no por respuesta»—. Pero, para este asunto, el más indicado es usted.

—¿Y qué tendría que hacer? —preguntó resignado a la autoridad de la mujer que tenía delante.

—Tenerla cerca. No hace falta que la engañe. Ha sido objeto de un ataque. Es motivo suficiente para que tenga vigilancia y protección policial. Conviértase en su sombra.

—¿Y la investigación? —repuso Castro incrédulo por el giro de la conversación.

—Tiene un equipo de primera y, como ha dicho, de fiar. —Era una afirmación que no admitía réplica—. Delegue, inspector. Coordine la investigación. Pero no es necesario que baje al ruedo. Al menos, en las instrucciones preliminares. No sé si me he explicado con claridad.

—Claro y meridiano —contestó Castro con sorna.

—En ese caso y si me disculpa —dijo la juez levantándose con gesto cansado—, presiento una tarde más que movida. Regreso al juzgado.

Castro se despidió de la juez y maldijo interiormente a Olivia Marassa. «Maldita periodista», pensó cada vez más enojado. Nunca se había permitido influencias externas que pudieran abstraerle de su cometido como policía del Grupo de Homicidios. Por eso no estaba casado, ni tenía pareja ni ganas de tenerla. Hubieran supuesto distracciones que, en determinados momentos, no se podía permitir. No le gustaba dar excusas ni tener que dar explicaciones cuando su trabajo le absorbía tanto que ni dormía, ni comía, ni aparecía por su casa en días. Su vida era su trabajo. Y no permitía invasiones de ningún tipo. Olivia Marassa era ahora una invasión. Tendría que dejar las entrevistas y la toma de declaraciones a Gutiérrez y al resto del equipo porque él estaría cuidando de una periodista que no sabía estarse quieta.

«¡Maldita Olivia! Ya tendrías que haber llegado. Ni que volvieras en bicicleta», se dijo, mirando su reloj, antes de encaminarse a la máquina del café, con semblante serio y preocupado.

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