Animal

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Capítulo 45

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El inspector Castro no tenía ninguna prisa por interrogar a Germán Casillas y a Alina Góluvev. Hacía más de una hora que estaban encerrados en el calabozo de la jefatura provincial. Habían llegado por separado, cuando llevaba diez minutos interrogando a Mario Sarriá. Angelines había reconocido sin ninguna duda al fotógrafo como la persona que había estado delante de la puerta de Victoria Barreda. Aunque le había visto de espaldas y, durante unos segundos, de perfil, se había mantenido firme en su declaración.

Mario había confirmado su presencia delante de la vivienda de Barreda, aunque negó haber entrado en la casa ni haber visto a la víctima. Bien, las pruebas confirmarían su afirmación. Mientras tanto, y como su abogado le había recordado, no tenían nada para retenerlo. Solo la prueba de que había estado allí, y eso no era delito. El fotógrafo tampoco tenía una coartada sólida que justificase dónde había pasado el resto de la mañana. Según había declarado, tras la visita infructuosa a casa de Barreda, se había dirigido al colegio de Pola de Siero. Tras esto y hasta que había vuelto a la escena del crimen con la fotografía de Olivia, nada. En el colegio habían confirmado la visita de Mario. Se había interesado por profesores que hubieran trabajado en el centro en los años ochenta, tal y como había declarado Mario. En el colegio también habían confirmado que Victoria Barreda había llevado a su hijo al colegio en torno a las nueve. Lo cual, y hasta tener el informe preliminar del médico forense, fijaba la muerte después de esa hora, además de confirmar lo que el fotógrafo había declarado: que cuando estuvo en casa de Barreda no había nadie en casa.

—Jorge, ¿han llegado los de la unidad de Delitos Tecnológicos? —preguntó Castro mientras recogía los informes del caso para ir a interrogar a Germán Casillas. Habida cuenta de la implicación del Tijeras en un posible caso de prostitución infantil, había coordinado la detención con la unidad dedicada a perseguir los delitos sexuales a menores.

—Sí, inspector. Ya están aquí. Están esperando a que vayas —contestó Gutiérrez con aspecto cansado.

—Pues vamos allá. Que suban a Casillas.

Castro y Gutiérrez se encaminaron a la sala de interrogatorios en donde ya los estaban esperando dos inspectores de Delitos Tecnológicos. Se saludaron cordialmente y decidieron que Castro dirigiría el interrogatorio. Los agentes de Delitos Tecnológicos, tras analizar el cuaderno, estaban convencidos de que se encontraban ante la prueba tangible de una red de tráfico de menores, aunque ese mismo convencimiento les llevaba a la conclusión de que Casillas y Alina no eran más que unos meros intermediarios dentro una organización mucho más compleja. Y querían hincarle el diente al cabecilla, no a los peones. Así que dejarían que Castro les apretara las clavijas con el asesinato de Ruiz y Barreda y, cuando estuvieran contra las cuerdas, ellos intentarían llevarlos a su terreno.

La sala de interrogatorios era pequeña y austera, tan solo equipada con una mesa metálica atornillada al suelo y cuatro sillas. Los interrogatorios se grababan en vídeo y la recogida de las imágenes se realizaba con un moderno equipo instalado al otro lado del espejo, que separaba la sala de interrogatorios de la sala de escucha. Cuando Castro entró en la estancia, Casillas continuaba sudando profusamente y se cubría la cabeza con ambas manos, apoyando la frente sobre la mesa. Levantó la mirada hacia el policía. Unas profundas ojeras le surcaban los ojos. No tenía buen aspecto y ya no había rastro de la chulería que había demostrado el día anterior en La Parada. «Es un animal acorralado», pensó Castro, mientras tomaba asiento frente a él, con toda la parsimonia de la que pudo hacer gala. Quería ponerle nervioso. Más aún de lo que ya estaba.

—Bueno, Germán, en el fondo guardaba la esperanza de que no nos viéramos en este trance.

—No he hecho nada, inspector. Esto raya el acoso —se quejó Casillas sin mucho convencimiento.

—Verás, Germán. Resulta que tenemos un cuaderno con tus huellas y la sangre de Guzmán Ruiz. —Castro lo dejó caer, dando por hecho de forma consciente que Casillas sabía de qué cuaderno hablaba y que él sabía el motivo por el cual sus huellas y la sangre de la víctima compartían superficie.

Casillas se revolvió en la silla y se pasó una mano por el rostro. Castro se mantuvo en silencio mientras abría la carpeta con el expediente de la investigación. Casillas intentaba ordenar sus ideas. Los pensamientos se sucedían frenéticamente por la mente. El cuaderno. ¿Dónde habían encontrado el cuaderno? En el club, no. Lo había buscado por todas partes. Había puesto el local patas arriba. ¿Y la sangre de Ruiz? Eso quería decir que lo llevaba encima cuando lo mataron y que quien lo hizo se lo llevó. Pero ¿cómo había llegado a manos de la policía? ¿Y por qué se lo habría llevado Ruiz? Sabía de sobra que eso era transgredir las normas. El cuaderno nunca debería haber salido del club. Ese había sido el trato cuando decidieron poner en marcha el negocio de trata de menores. No obstante, pensó Casillas intentando tranquilizarse, aunque le relacionaran con el cuaderno, este en sí mismo no tenía ningún valor. No serían capaces de traducir las anotaciones. No podrían demostrar nada. Sin los vídeos, el cuaderno no valía nada, se repitió. Y los CD no los encontrarían nunca. Estaban bien escondidos. El panel falso en la pared de su despacho estaba tan bien disimulado que ni Ruiz ni Alina sabían de su existencia, ni, por supuesto, la de las grabaciones.

—¿Te has quedado mudo, Casillas? —preguntó Castro sin levantar la vista del expediente.

—No tengo nada que decir —contestó con hostilidad.

—En cambio, yo creo que sí tienes mucho que decir. Para empezar, podrías explicarme qué hacían tus huellas en el cuaderno. Un cuaderno manchado con la sangre de una víctima de asesinato.

—No tengo nada que ver con el asesinato de Guzmán Ruiz.

—Me temo que eso no es suficiente. Hay pruebas que dicen lo contrario.

Casillas tragó saliva. Castro cruzó las manos sobre la carpeta y miró directamente a Casillas.

—¿Y bien? —insistió el inspector.

—¿Qué pruebas? —inquirió nervioso.

—Para empezar, el cuaderno con la sangre. Tu coartada para la noche del crimen tampoco se sostiene. Un testigo asegura que no estabas donde declaras haber estado.

—Pues ese testigo miente —escupió Casillas con desprecio—. Puede preguntar a mis empleadas… le dirán que estuve en el club toda la noche.

—Ya lo hemos hecho, Casillas. Y resulta que ahora parecen no estar tan seguras de haberte visto allí.

Casillas no dijo nada.

—¿Dónde estuviste entre las doce y las tres de la madrugada del jueves?

—En el club —insistió Casillas con cabezonería.

—Ambos sabemos que eso no es cierto. Pero tú sabrás lo que haces. Veremos qué nos dice Alina. Seguro que ella es más lista que tú. ¿Y esta mañana? ¿Dónde estabas?

—En el club, hasta que han venido a detenerme —respondió Casillas.

—¿Alguien lo puede corroborar?

—Mi asistente, Lola. La conoció ayer, ¿recuerda? ¿Por qué tanto interés?

—Porque esta mañana alguien ha matado a Victoria Barreda, la mujer de Guzmán Ruiz.

Casillas abrió los ojos como platos, dejando entrever sorpresa y quizá miedo.

Castro observó el estupor de Casillas. O era un buen actor o realmente estaba sorprendido por la revelación de la muerte de Victoria Barreda.

—Yo no sé nada de eso —balbuceó el Tijeras—. Ni de la muerte de Ruiz.

—No hay prisa, Casillas. Tenemos setenta y dos horas por delante antes de llevarte ante la juez. Tres días en el calabozo seguro que te refrescan la memoria.

En ese momento, se abrió la puerta de la sala y Gutiérrez asomó la cabeza.

—Inspector, necesito hablar contigo. Es importante.

Castro se levantó con lentitud y salió de la sala.

—Han encontrado algo en la casa de las afueras de Oviedo. Y también en el club —informó Gutiérrez con tono nervioso.

—¿De qué se trata? —Castro rezó para sus adentros deseando que se tratara del arma de los crímenes.

—Han encontrado un sistema de grabación oculto en la casa y docenas de discos en el club.

—¿Qué tipo de grabaciones?

—Tan solo han visionado un par de CD. Pero en ellos se veía… se trata de… se trata… —balbuceó Gutiérrez cambiando el peso de su cuerpo de un pie al otro, con evidente incomodidad.

—Venga, hombre, que no tenemos todo el día —urgió el inspector.

—Son grabaciones de relaciones sexuales de hombres adultos con niños. Ruiz sale en uno de los discos. Es asqueroso —expuso Gutiérrez con desprecio y con el rostro congestionado por la rabia.

—¿Y dices que los encontraron en La Parada? —preguntó Castro haciendo caso omiso del estado de ánimo del subinspector.

—Sí, en el despacho de Casillas. Estaban escondidos en un hueco, tras un panel falso de la pared. Ha sido suerte. Si no llega a ser porque un agente tropezó y cayó sobre la pared, el escondite hubiera pasado inadvertido.

—Está bien —contestó Castro volviendo a entrar en la sala de interrogatorios.

—¿Desde cuándo chantajeabas a Ruiz? —espetó el inspector sin esperar a sentarse.

—¿Chantaje? Ahora sí que se le ha ido la pinza, inspector —escupió con desprecio.

—Verás, Casillas. Estás metido en un lío de cojones. De momento, hemos encontrado el equipo de grabación en la casa de Oviedo… sí, esa casa que, casualmente, estaba alquilada a nombre de Alina; y las grabaciones, en tu despacho.

Germán Casillas se quedó pálido y sintió que el corazón se le iba a salir del pecho. De repente le costaba enfocar al inspector, al que veía borroso, como si estuviera detrás de un cristal empañado, y un calor sofocante comenzó a subirle desde el estómago hasta el pecho.

—Te conviene empezar a hablar. Las pruebas encontradas hasta ahora te relacionan directamente con un delito de corrupción de menores, abuso sexual, pedofilia, posesión de pornografía infantil… eso sin contar que eres el principal sospechoso del asesinato de Ruiz.

—¡Yo no he matado a nadie! —chilló el hombre desesperado—. ¡No he abusado de nadie y mucho menos de niños!

—¡Pues explícame qué hacías en posesión de esos vídeos! —le escupió Castro intentando intimidarlo lo suficiente para que se derrumbara—. Y no me digas que no sabes de qué vídeos te hablo o que alguien los colocó allí para involucrarte, porque estoy seguro de que tus huellas estarán por todos ellos.

Germán Casillas se hundió en su asiento. Se pasó la mano temblorosa por la frente, intentando secarse el sudor que se deslizaba hacia los ojos y la nariz. Estaba hundido, acabado. Pensó con rabia en su mala suerte y maldijo el día en que conoció a Guzmán Ruiz. El malnacido estaba mejor muerto.

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