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Capítulo 48

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Guadalupe Oliveira llevaba dos días sin trabajar. Germán Casillas había llamado a la mayoría de las chicas para decirles que en unos días no aparecieran por el club. Al menos, hasta que las cosas se calmaran. Por supuesto, había llamado a las más veteranas. Las más jóvenes seguirían yendo a prestar sus servicios. Eso había sido el día anterior. Ahora la cosa era distinta.

Casillas y Alina estaban detenidos y el club, precintado por la policía. Eso significaba una larga temporada en secano. Guadalupe, lejos de deprimirse, y a pesar de la falta de perspectivas a corto plazo, sintió alivio al enterarse de la clausura del local. Llevaba tiempo planteándose la posibilidad de dejar la profesión que le había pagado las facturas desde hacía más de veinte años. Ser puta le había dado más de un sinsabor, pero también le había permitido independencia económica y una pequeña bolsa de caudales.

Había comenzado en el negocio más antiguo del mundo por decisión propia y, al principio, hasta por convicción. Hacía veinte años. Era joven, incauta y sexualmente activa. Por qué no cobrar por algo que, de todos modos, iba a hacer por gusto y gratis. Quería ganar dinero rápido. Y al principio, había sido rápido… y fácil. Podía elegir con quién se acostaba y a qué precio. Conforme pasaba el tiempo, dejó de ser tan rápido y tan fácil. Comenzaron a menguar las tarifas y las posibilidades de elección a la misma velocidad a la que aumentaban las dificultades para mantenerse en el candelero. Quien estaba dispuesto a pagar las tarifas a las que ella estaba acostumbrada exigía, ante todo, cualidades físicas que ensalzaran la vanidad masculina.

Quien paga mil euros por un vino de calidad espera que le sirvan un Vega Sicilia y no un Don Simón en tetrabrik. Solo que, al contrario que el vino, que cuanto más añejo, más caro, el valor económico de las putas se devalúa conforme cumplen años.

Los caballeros no las prefieren rubias. Los caballeros las prefieren jóvenes, con carnes prietas, piel firme, un culo duro y un par de tetas bien puestas. Y Guadalupe ya distaba mucho de esa descripción, a pesar de conservarse bastante bien. Tras pasar los últimos años dando bandazos, cada vez con menos clientela de calidad y con mayor riesgo de tener que echarse a la calle, en La Parada había encontrado un reducto en donde ganarse la vida de forma poco ambiciosa, pero sin sobresaltos. Casillas no era trigo limpio, pero sabía llevar el negocio y trataba bien a sus chicas.

Guadalupe miró por la ventana de su apartamento. La noche estaba clara y el aire perfumado. Los dos últimos días había estado preocupada e inquieta. En realidad, se sentía cansada. Su cuerpo y su mente le pedían un cambio. Y este era el momento. La detención de Casillas era el empujón que necesitaba. Aún estaba a tiempo de reconducir su vida.

«Adiós, Clarisa, adiós. Hola, Guadalupe», pensó con una sonrisa en la boca, mientras se servía una copa de vino blanco. Era una sensación agradable verse libre de obligaciones y, sobre todo, pasar la noche en casa, con el mismo horario que el resto de los mortales. Se lo tomaría como unas vacaciones, reflexionó. Hacía años que no disfrutaba de tiempo para ella. «Quizá un cambio de aires no me venga mal», planeó mientras asomaba el rostro por la ventana. Fuera solo se oía el sonido de los grillos.

El grillar de los pequeños insectos le trajo a la memoria un recuerdo muy viejo, pero tan nítido que notó el olor a salitre y a algas. Evocó un pequeño restaurante de paredes encaladas y ventanas pintadas en color añil situado frente al mar Mediterráneo, en Las Negras, un pequeño pueblecito pesquero enclavado en el Parque Natural del Cabo de Gata, en Almería. Aquel verano, el último antes de convertirse en puta, había sentido paz y algo parecido a la felicidad, rodeada de las gentes sencillas del pueblo y embriagada por el compás lento del tiempo. Guadalupe cerró los ojos y estiró el cuello, sacando el rostro por la ventana. Casi podía sentir la brisa marina. Aún podía recordar el contraste de colores, tan brutal como bello, de aquel paraje almeriense. El azul intenso del mar frente al gris de las formaciones rocosas que daban sombra al pueblo y el verde de los pequeños huertos. «Definitivamente, he de volver a Almería», decidió.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó de repente, llevándose una mano a la boca.

Apretó la copa contra el pecho y esta vez la memoria no la hizo viajar a un pueblecito de la costa andaluza, sino al polígono de Noreña, al momento exacto en que había visto aquel coche girar bruscamente desde la calle donde había aparecido el cuerpo de Guzmán Ruiz y a aquello que le llamó la atención del vehículo.

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